Administrar la tensa y larga agonía del Frente de Todos
Nunca un gobierno peronista enfrentó una coyuntura similar: liderazgo presidencial licuado e irrelevante, con una narrativa disociada de la realidad y sin candidatos competitivos en un año electoral
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En cuatro décadas de vida democrática, nunca un gobierno peronista enfrentó una coyuntura similar: un liderazgo presidencial tan licuado como irrelevante, caracterizado por una narrativa disociada de la realidad, que aspira a que la economía, con suerte, no le quite aún más apoyo popular y que carece de candidatos presidenciables competitivos en un año electoral. En esta categoría, el primus inter pares es el propio Alberto Fernández, que en la apertura de las sesiones ordinarias del Congreso mostró que no solo está alejado de la realidad de la sociedad, sino también de las necesidades de su propia coalición. Una encuesta de D’Alessio IROL/Berensztein detectó que el 67% considera que el Presidente omitió hablar de los problemas reales de la Argentina; el 63%, que mantuvo una actitud inadecuada contra los miembros de la Corte Suprema, y el 58%, contra la oposición. El 74% considera su gestión “mala” o “muy mala”. Curiosamente, la opción en principio más potable del FdT, que podría en teoría pelear el segundo lugar y llegar al ballottage, se ha autoexcluido del proceso electoral con el exótico argumento de una proscripción que permanece firme ante la inexistencia de un “operativo clamor” contundente como para que la vicepresidente revise su decisión.
Los mismos sondeos que marcan un deterioro casi sin precedente de la imagen presidencial y de la confianza en el Gobierno (donde resaltan, sobre todo, las preocupaciones respecto de las cuestiones económicas, fundamentalmente la inflación) también sugieren que el techo electoral del FdT oscila en torno al tercio de los votantes. Cristina Kirchner parece resignada a aceptar que ya no está en condiciones de modificar esa dura realidad: ni designando por sorpresa, como en mayo de 2019, a un candidato con chances de ampliar aunque sea parcialmente su base electoral, ni mucho menos compitiendo ella misma por la presidencia, dada su altísima imagen negativa. ¿Explica esto el tono “testimonial” de la queja por la imaginaria proscripción y de la insistencia para que revea su autoexclusión por parte de sus más fieles seguidores, incluyendo los integrantes de La Cámpora?
Si la situación económica no empeorase, lo que constituye hoy una hipótesis muy optimista, el peronismo se enfrenta ante un escenario sombrío: una derrota electoral que, proyectando los datos actuales, sería la peor de su historia. En privado, muchos de los principales referentes del FdT reconocen esta situación. Dos preguntas muy básicas aparecen de manera inevitable. ¿Qué puede pasar en los próximos meses que mejore el actual estado de cosas? ¿Cómo hará el peronismo para reinventarse luego de esta potencial derrota y quiénes serán los protagonistas de ese proceso?
Respecto de lo primero, parece imposible que esta administración imprima un giro más pragmático para implementar algo parecido a un plan de estabilización: carece de la convicción, del liderazgo y de la credibilidad como para intentar esa salida. En este escenario de fragilidad extrema, una nueva edición del “plan platita” implicaría un salto al vacío con consecuencias impredecibles tanto desde el punto de vista económico como, en especial, del político-electoral. Cuando faltan siete meses y medio para las elecciones, sostener el statu quo (que la situación no empeore) surge como la opción menos mala para el oficialismo. Administrar esta larga y tensa agonía constituye un objetivo muy poco edificante. Pero el peronismo debería priorizar el futuro: la etapa de reconstrucción.
Cuanto peor termine este gobierno, más difícil será la tarea posterior. “Quemar las naves” puede ser una idea desastrosa tanto para el corto como para el mediano y el largo plazo. En varios países de América Latina, el debilitamiento de los partidos políticos que protagonizaron las transiciones a la democracia tuvo derivaciones muy negativas en la estabilidad política y la gobernabilidad democrática, con casos donde se verifican involuciones o regresiones hacia regímenes no liberales, híbridos o aun autoritarios. La crisis endémica en Perú es expresión de lo que ocurre cuando colapsa el sistema de partidos. Algo parecido explica el fenómeno Bolsonaro en Brasil, con una dinámica de polarización extrema cuya resolución aún no está clara. El desgaste de los partidos tradicionales en Chile dio lugar a una fragmentación extrema que el gobierno de Boric, con suerte, no terminará agravando. México es tal vez el ejemplo más contundente y preocupante de cómo un liderazgo ex ante “renovador”, como el de Andrés Manuel López Obrador, puede terminar erosionando el acervo institucional, fundamentalmente en el plano electoral. Es imposible entender el fenómeno del chavismo sin considerar la profunda crisis del sistema bipartidario que estalló a comienzos de la década de 1990 en Venezuela. Con todos sus vicios y dificultades, los sistemas de partidos contribuyen a la estabilidad política, la previsibilidad y la gobernabilidad.
Puede argumentarse que en la Argentina uno de los componentes del FdT, el kirchnerismo, exhibe evidentes elementos antiliberales, con una permanente pulsión por erosionar la institucionalidad democrática en su búsqueda por concentrar el poder en la persona del líder (primero Néstor Kirchner, luego Cristina). Sin embargo, la debilidad relativa en términos político-electorales obligó al ecosistema K a buscar aliados dentro y fuera del peronismo: la sociedad argentina es mucho más diversa, plural y moderada de lo que el kirchnerismo hubiera necesitado para desplegar sus proyectos hegemónicos sin los límites que siempre encontró. Y si bien es cierto que, como se quejan muchos líderes sindicales y no pocos gobernadores, tuvo “secuestrado” al resto del peronismo por prácticamente dos décadas, hubo infinidad de transacciones y acuerdos de conveniencia que explican la relativa pasividad con que sus aliados históricos y coyunturales se dejaron colonizar. En todo caso, el fenómeno K es la principal causa de la explosión de gasto público que experimenta el país desde 2003.
Esto permite entender el otro componente de la política que conmociona el sistema de partidos: el fenómeno Milei. El líder libertario ganó un espacio determinante en la oferta electoral por denunciar los excesos de gasto público, capitalizando parte de la enorme frustración que caracteriza a un amplio segmento de la sociedad, sobre todo a los votantes más jóvenes. Monopoliza el discurso antisistema, ya que la izquierda vernácula carece de una narrativa original y compite con los segmentos más radicalizados del oficialismo en desplegar una retórica anticapitalista.
Hasta ahora, las terceras fuerzas nunca lograron desplazar o romper el orden bipartidario (o bicoalicional) que imperó históricamente en la Argentina: las altas barreras de entrada a la competencia electoral, el sistema de votación y las reglas informales constituyeron límites insoslayables para quienes por izquierda (el Frepaso, antes el Partido Intransigente), por el centro (Massa, Lavagna) o por derecha (el Partido Federal de Paco Manrique, la Ucedé de Alvaro Alzogaray, la Acción para la República de Domingo Cavallo o Recrear de Ricardo López Murphy) pretendieron, de 1983 a la fecha, ampliar las posibilidades de alternancia. ¿Podrá el líder de La Libertad Avanza modificar esta tendencia?