Adiós, Mr. Vonnegut
Por Umberto Eco Para LA NACION
MILAN
En abril murió Kurt Vonnegut. Tenía 85 años, pero como hoy en día se puede vivir un poco más, me puse muy triste. Por otra parte, pensé, había estado a punto de morir ya en 1945: había combatido en la batalla de las Ardenas, lo habían hecho prisionero y lo habían mandado a Dresde, justo a tiempo para “disfrutar” del famoso bombardeo de esa ciudad (llevado a cabo por los suyos), que luego le inspiraría uno de sus libros más bellos y desesperados (y que se convertiría en libro de culto para los pacifistas).
Vonnegut estaba entre los únicos siete prisioneros norteamericanos que habían podido sobrevivir al bombardeo, porque estaba encerrado en la celda subterránea de un matadero. De ahí el título del libro, Matadero cinco (Slaughterhouse Five).
Sus obras han sido publicadas más de una vez por editores atípicos, quizá porque al principio pasaba por ser un escritor de ciencia ficción. En cierto sentido lo era, pero sólo con el correr del tiempo se entendió que más bien era un moralista que escribía utopías negativas, como George Orwell. Su primer libro (de 1952), Player Piano, salió en Italia con tres títulos distintos: como La societá della camicia stregata (La sociedad de la camisa embrujada), como Distruggete le macchine (Destruid las máquinas) y, por fin, en 2004, como Piano meccanico, que es, justamente, La pianola.
Como dice el prefacio, “no es un libro sobre las cosas tal como fueron, sino tal como podrían haber sido”. Vonnegut es un profeta muy amargo del triunfo de la tecnología. Su segundo libro, de 1959, Las sirenas de Titán, salió en Italia en 1965, con un prefacio mío. No tengo ningún ejemplar, no lo encuentro en las librerías de viejo y tampoco recuerdo ya qué escribí.
Es un libro delirante y difícil de resumir. Lo mejor es que intentemos captar su sentido en los últimos capítulos. Casi quinientos mil años antes de Cristo, desde el planeta Tralfamadore (del que Vonnegut habla también en otras novelas) se envía un autómata para llevar un mensaje secretísimo a los extremos confines de la galaxia. Unos 300.000 años más tarde, el mensajero tiene que pararse por una avería en Titán, y aún le faltan 18 millones de años luz hasta su meta. Manda mensajes a casa para pedir una indispensable pieza de repuesto, pero a esas distancias las comunicaciones viajan despacio y el náufrago estelar se da cuenta de que de Tralfamadore le envían mensajes en forma de misteriosos jeroglíficos, que él ve proyectados sobre la superficie de la Tierra. Estas “escrituras” representan a Stonehenge, la Gran Muralla china, la Domus Aurea, el Kremlin, el edificio de la Sociedad de las Naciones. El intercambio epistolar les lleva más de dos mil años. Al final, se entiende que toda la historia de la Tierra ha sido trazada por los tralfamadorianos con el objetivo de hacer llegar la pieza de repuesto a Titán. Cuando, por fin, llega la pieza (al precio de muchas matanzas en la Tierra y en Marte), el mensajero (contraviniendo las órdenes, con exasperación) abre el mensaje y se da cuenta de que dice “Saludos”. Si hubiera alguna duda sobre el pesimismo de Vonnegut, esta historia sería más que suficiente.
Quiero recordar también: Payasadas o ¡Nunca más solo!, Dios le bendiga, Mr. Rosewater, El desayuno de los campeones, Birlibirloque, Buena puntería, (también con el título de El francotirador), Barbazul, Galápagos, Cuna de gato, Pájaro de celda, Madre Noche, God Bless You, Dr. Kevorkian, Fates Worse than Death y Timequake.
Recuerdo que en Madre Noche había un diálogo de este tipo:
–Tú odias a los Estados Unidos, ¿verdad?
–Odiarlos sería por lo menos tan estúpido como amarlos. No consigo experimentar ninguna emoción; la tierra en sí no me interesa. No consigo pensar en términos de fronteras. Para mí, esas líneas imaginarias no son más reales que los elfos o los duendes. No puedo creer que indiquen verdaderamente el principio o el final de algo importante para el ser humano. Las virtudes y los vicios, el placer y el dolor atraviesan las fronteras a su antojo.
–¡Cómo has cambiado!
–Para algo tenían que servir las guerras mundiales. Si no, ¿qué finalidad tendrían?
Esto me recuerda mi último encuentro con Vonnegut, un hombre, recordémoslo, que había combatido por su propio país. Estábamos en Nueva York, en una reunión de la Academia de Artes y Letras, y en una pausa me lo encontré sentado en el último escalón de una escalinata, con esa cara suya de morsa triste que te está tomando el pelo.
Me preguntó qué había hecho esos días y le dije que había ido a ver una película, La Momia. Me pregunta qué tal era y le contesté: “Técnicamente perfecta, pero irrelevante”.
Vonnegut me miró de arriba abajo y, con un aire un poco aburrido, me dijo: “Esto es América. Si no te gusta, go home, vuélvete a casa”.
© The New York Times Syndicate y LA NACION
(Traducción de Helena Lozano Miralles)