Además de “déficit cero” se necesita “insulto cero”
El deterioro del lenguaje expresa un deterioro en la convivencia democrática; cuando se pierde el respeto por el otro, se cae en una violencia simbólica que puede habilitar otras formas de violencia
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Si decidieran formar un club o una asociación, a esta altura ya sería una entidad numerosa y heterogénea de dimensión internacional: cada vez son más las personas insultadas, agredidas o destratadas por el Presidente. Entre ellos hay economistas, mandatarios extranjeros, funcionarios del FMI, periodistas, intelectuales, actrices, cantantes, gobernadores, legisladores, banqueros y empresarios. También hay ciudadanos comunes y corrientes, a los que se atropella en las redes porque “son giles”: no la ven.
El diccionario que condensa la agresividad del poder también es cada vez más frondoso: chantas, imbéciles, corruptos, ensobrados, chorros, ratas, dinosaurios, mentirosos, fracasados... El agravio se dirige tanto a los que están en las antípodas como a muchos que comparten el rumbo del Gobierno y que solo se permiten plantear reparos o críticas constructivas: estos últimos son “libertarados”. Ni los amigos están a salvo del arrebato temperamental del Presidente.
La escalada verbal no se detiene; al revés: crece el voltaje de virulencia y vulgaridad. Tampoco se encapsula en el jefe del Estado, sino que se contagia, se imita y se reproduce entre actores de la vida política. Mientras el Presidente decía la semana pasada que a banqueros y operadores financieros “les dejamos el culo como un mandril”, una diputada libertaria competía en educación y elegancia para decir de un exfuncionario que “se arrodillaba para sobarle la quena a alguien”. Un exministro de Economía, al mismo tiempo, cruzaba insultos y agresiones con un exfuncionario del Banco Central: uno lo trató de “inmundo y repugnante”, el otro le contestó que fue “sodomizado por el kirchnerismo”. Ese es el tono de la discusión. Lo peor es que no nos escandalizamos. Estamos peligrosamente cerca de naturalizar el insulto y de acostumbrarnos a que, desde la cima del Estado, se zamarree con descalificaciones y agravios a cualquiera que no piense del modo “debido”. No se confrontan las ideas ni las opiniones, sino que se ataca al emisor. Se crea así una atmósfera de inseguridad y temor: nadie sabe qué comentario o interpretación puede desatar la ira del poder. Se potencia, además, una espiral de agresividad en la que se degrada el debate público y se normaliza la violencia verbal como si fuera parte de “un estilo”.
El deterioro del lenguaje expresa algo más profundo: un deterioro en la calidad de la convivencia democrática. Cuando se pierde el respeto por el otro, se cae en una forma de violencia simbólica que puede habilitar otras formas de violencia. La agresión esconde una fragilidad argumental y les quita razón y legitimidad a posiciones que, planteadas de un modo apropiado, podrían ser correctas y consistentes.
La naturalización del lenguaje agresivo y soez desde el poder se ampara en una serie de confusiones. Se intenta asociar el insulto a un estilo duro, firme y enérgico de confrontación con “la casta”. Se lo identifica con rasgos disruptivos y con cierta audacia y excentricidad en el ejercicio del liderazgo. Se lo minimiza, además, como si fuera una mera cuestión de formas y no de fondo. Y hasta se llega a interpretarlo como una expresión de franqueza y transparencia: “dice lo que piensa”, “él es así”. ¿Lo disruptivo tiene que ser agresivo y rozar incluso la actitud patoteril? ¿La firmeza tiene que ser arrogante y atropelladora? ¿Desde cuándo la franqueza habilita a alguien a decir y hacer lo que se le ocurre sin medir las consecuencias? Confundir una cosa con otra puede llevarnos a un peligroso territorio en el que se empieza por relativizar el agravio y se termina por justificar la violencia verbal.
Todo sigue una lógica que exacerbó el kirchnerismo: la de ver al adversario o al crítico como un enemigo. La de no admitir matices: “estás conmigo o estás en contra de mí” y la de dividir al mundo entre “buenos y malos”. Oponerse implica un alto costo. Al “enemigo” le puede caber el “escrache”, el agravio o la estigmatización. Ya los vimos con 6,7,8 o con otras formas de acoso y hostigamiento fogoneadas desde el poder. ¿O nos olvidamos de la amenaza de Aníbal Fernández contra Nik (que terminó en un pedido de disculpas judicial) y de otras expresiones del “patoterismo de Estado” que rigió durante el kirchnerismo? Muchos han tenido, y todavía tienen, el coraje y la fortaleza para resistir, pero otros se repliegan frente a un temor comprensible. El que los “marca” es el Estado. ¿Cómo no sentir inseguridad e inquietud ante semejante asimetría? ¿Cómo no sentirse vulnerable frente al insulto de quien maneja desde la SIDE hasta la AFIP y que además cuenta con un ejército de trolls y de fanáticos dispuestos a seguir la faena a través de los “pelotones de fusilamiento” que funcionan en las redes?
El insulto lastima y descoloca: ¿cómo se contesta un ataque del Presidente? El interrogante remite a la vértebra más sensible de todo sistema jurídico e institucional: ¿cómo se defiende el ciudadano común frente al atropello o al abuso del Estado? Pero en la era de las redes, del anonimato digital y de la ruptura sui generis de las normas de convivencia que proponen distintas formas de populismo, la respuesta suele ser más difusa. Muchas veces el insulto proviene de un “retuit”. En otros casos se disfraza de réplica: ¿no puede el Presidente criticar a los que lo critican? Por supuesto que sí. Incluso puede hacerlo de manera enérgica y terminante. Lo que no puede es agraviar. Desconocer esa frontera es desconocer los límites que impone el sistema de convivencia; es desconocer, además, la distinción básica entre el derecho y el exceso.
En manos de un gobernante, el insulto, o incluso la burla, pueden ser armas peligrosas. Engendran temor y abren heridas, pero también pueden incubar resentimiento. Incitan a algunos a hacerse eco del enojo presidencial. Tienen, además, el efecto de combatir la moderación y de convalidar el bullying. Las voces equilibradas tienden a replegarse, mientras se exacerban las más agresivas y temerarias. El tono general del debate público empieza a crisparse y la agresividad y los exabruptos se naturalizan como si fueran la banda sonora de una época.
Todo ocurre, además, en un contexto en el que la conversación pública pierde rigor y profesionalismo. El Presidente propicia apariciones mediáticas en las que predomina el tono amistoso y hasta chabacano, donde la palabra gruesa y vulgar también tiende a confundirse con frescura y desacartonamiento, como si el diálogo y el intercambio con un presidente fuera equivalente a la sobremesa de un bar. En ese contexto, el insulto o el exabrupto fluyen con riesgosa naturalidad.
Se ha llegado a un punto que tal vez merezca una reacción institucional. Ha habido advertencias enfáticas y oportunas de distintas asociaciones, incluso muchas internacionales, como la Sociedad Interamericana de Prensa o Amnistía Internacional, referidas a los ataques a periodistas. Pero desde el propio sistema político y judicial debería plantearse un límite a la violencia verbal. ¿No merecería al menos un llamado de atención de la Cámara la diputada que se permite la grosería y el agravio hacia un exfuncionario? ¿O dejamos que pase como parte del folclore y el ruido de fondo?
El Gobierno ha convertido en eje central de su gestión el “déficit cero” y el combate frontal contra la inflación. Son pilares fundamentales para sanear la economía y recuperar una noción de estabilidad y de futuro. ¿No debería ponerse el mismo empeño en una política de “insulto cero”? ¿No debería combatirse la violencia verbal con la misma energía que el descalabro fiscal? No agraviar y no insultar deberían ser el núcleo de un pacto ético de la política. Una economía sana y ordenada es tan importante como una convivencia democrática respetuosa y saludable. No es una cosa o la otra. Es cierto que venimos del desorden económico con autoritarismo político. Pero los logros parciales que, en apenas siete meses, puede exhibir el Gobierno en aspectos macroeconómicos no tienen por qué ser en desmedro de un debate público civilizado. Equilibrio fiscal con equilibrio discursivo. Respeto a las reglas de la economía con respeto a las reglas de la convivencia. Superávit con buenos modales. Sin esa fórmula, la Argentina seguirá atrapada en la espiral del retroceso permanente.