Acerca de la naturaleza humana
Recuerdo que, de chico, mi hermano padecía asma. Sus vías respiratorias fueron un motivo de preocupación familiar hasta que en la adolescencia los ataques y la necesidad de andar con el pequeño vaporizador que lo ayudaba en esos trances pasó a la historia. En cambio, como nos ocurre a todos los que gozamos del buen funcionamiento de nuestro organismo, pocas veces me detuve a pensar en mis pulmones. Estaban allí y cumplían con su función, ¿qué más? Sin haber incurrido nunca en el tabaquismo, y sin haber registrado ni una gripe en décadas, no me había detenido a pensar en el servicio que nos prestan hasta que, hace ya casi tres semanas, el nuevo coronavirus SARS-CoV-2 ingresó a mi cuerpo y empezó a trastocar ese precioso equilibrio que nos permite vivir sin detenernos a pensar en nuestra suerte.
Nada más efectivo para prestar atención al servicio que nos prestan estos órganos de algo más de medio kilo cada uno, formados por alrededor de 500 millones de pequeñas cavidades (los alvéolos) y en los que se realiza el intercambio gaseoso con la sangre que permite llevar a los tejidos el oxígeno para que funcione cada una de nuestras células.
De repente, incluso sin dificultades ostensibles para respirar, sentí una inusual debilidad, como un desgano. Como suele suceder cuando uno se ve expulsado de la "normalidad" que da por garantizada, los días que siguieron me dieron la oportunidad de pensar en el precioso servicio que nos brindan. Pero también en otras cosas, como la naturaleza humana.
Hace más de medio siglo, el poeta chileno Nicanor Parra se definió magistralmente en su Epitafio: "Ni muy listo ni tonto de remate/Fui lo que fui: una mezcla/De vinagre y aceite de comer/¡Un embutido de ángel y bestia!".
En situaciones extraordinarias como la que estamos viviendo, en las que el hastío y las necesidades nos hacen sentir que ya no podemos seguir adelante, es probable que la bestia sea lo primero que salte a la luz. Pero créanme que basta con transcurrir varios días en la incertidumbre de una internación con aislamiento, para descubrir a una plétora de ángeles que se ocupan de nosotros cuando más los necesitamos.
En mi caso, fueron el equipo de enfermeras de la Trinidad, de Palermo, que con infinito cuidado se esmeraron para que ninguna de las intervenciones que debían realizar me causara dolor. El equipo médico encabezado por el doctor Roberto Froment y la doctora Teresa Zito, junto con los médicos de planta cuyos nombres no alcancé a conocer. El doctor Pablo Pardo, coordinador de la terapia intensiva, que también había caído bajo el influjo del coronavirus en una situación muy similar y estaba nuevamente trabajando. Todos ellos analizaron mi caso y buscaron la mejor forma de tratarlo.
Pero hubo muchísimos más. Mis amigos y compañeros de La Nacion, y también de la Red Argentina de Periodismo Científico, que cada día preguntaban por cómo seguía. El equipo de "Pasaron cosas", que con una enorme calidez se puso a mi disposición "como si fuera de la familia". El queridísimo Adrián Paenza, que se puso en contacto inmediatamente conmigo en cuanto conoció la noticia y cuya ayuda excede todo lo imaginable. Científicos e investigadores como Jorge Geffner y Jorge Aliaga, cuyos mensajes encontraba cada mañana preguntando por mis progresos, Laura Bover, que impulsó en la Argentina un ensayo con plasma de recuperados y me escribía casi diariamente desde los Estados Unidos, Gabriel Rabinovich, al que le preguntaba sobre los mecanismos inmunológicos promovidos por el virus, y médicos como Luis Cantaluppi y, en particular, Claudio Yaryour, que con una generosidad sin límites se ofrecieron a ocuparse de mi tratamiento. Y tantas decenas, cientos de personas que, a la distancia, me desearon lo mejor y a los que estaré eternamente agradecida. Aunque no lo parezca, vivimos en un mundo de superhéroes. Pero no de los de historieta, sino de los de carne y hueso.