Acción colectiva y liderazgo político
Las elecciones presidenciales abren la posibilidad de encontrar un camino firme para dejar atrás nuestra decadencia como proyecto de vida colectiva. Para que esa posibilidad se transforme en una nueva trayectoria histórica, es necesario comprender que nuestras crisis recurrentes se deben a una causa estructural: la incapacidad para la acción colectiva que caracteriza a la sociedad argentina.
Mancur Olson (1932-1998) explicó en su libro La lógica de la acción colectiva (1965) por qué ciertos pueblos a menudo son incapaces de actuar en beneficio de sus propios intereses colectivos. En los grupos pequeños, las personas están dispuestas a aportar para un bien colectivo porque perciben en forma directa la compensación que reciben. A medida que el tamaño de los grupos sociales aumenta, se pierde progresivamente la percepción de los beneficios recibidos y, en consecuencia, la acción colectiva voluntaria no alcanza para tomar decisiones que beneficien al conjunto de la sociedad. Según esta lógica de la acción colectiva, ningún individuo estará incentivado de por sí a invertir en proteger un bien público como el medio ambiente. Adicionalmente, Olson sostiene que existen grupos de presión que obtienen ventajas sociales y económicas cuyos costos se distribuyen entre toda la población y, debido a esto, no generan una fuerte resistencia. Ortega denominaba “particularismo” a esta falencia de las sociedades. Por fortuna, la democracia es el sistema de gobierno que logra conciliar los intereses de los grupos de presión con el bien común de la sociedad. La lógica de la acción colectiva bajo sistemas democráticos es una lógica del poder compartido entre los distintos sectores.
Esa lógica virtuosa no se materializa en sociedades con nuestra tipología: los ciudadanos no confían en sus gobernantes, y tampoco confían entre sí, de modo que las relaciones sociales se desarrollan en un clima de falta de solidaridad. Con palabras de Francis Fukuyama: “en todas las sociedades que alcanzan el éxito sus comunidades están unidas por la confianza”. Si esta tesis es cierta, nuestra decadencia tiene su raíz más profunda en el bajo nivel de confianza que los argentinos manifiestan en su acción colectiva, de la cual la clase política es apenas el emergente más visible. Por eso, no basta con echarle la culpa a la clase política con el latiguillo demagógico de la casta. La crítica a la casta resulta tan estéril para construir una mejor sociedad como los cacerolazos y los discursos incendiarios. No se puede conducir un país sin política pese a que, como sostenía Ortega, también se desarrolle en la oscuridad de los sótanos.
¿Cómo se puede entonces reemplazar la falta de confianza connatural a la sociedad argentina? Teniendo resultados positivos en el próximo período presidencial. Los argentinos hemos vivido demasiados fracasos por promesas electorales mesiánicas que no se cumplieron. No estamos dispuestos a ser conejillos de indias en experimentos que no cuentan con las condiciones mínimas de gobernabilidad y que, por lo mismo, están condenados a fracasar y producirían una colosal decepción en los ciudadanos. Un nuevo fracaso podría llevar la falta de confianza de los ciudadanos en la política a la propia democracia. Así de grave es la situación actual.
Para lograr resultados positivos se requiere de un claro liderazgo, de un plan integral de gobierno, ambicioso pero posible, y, muy especialmente, de una estructura de poder político territorial y parlamentario que asegure la gobernabilidad. Las tres condiciones son necesarias para llevar adelante el cambio y las reformas estructurales que reclama la sociedad. Solo así se recuperará la confianza y el progreso.