¿Acaso hinchar por la Argentina nos convierte en opas?
Leo y oigo que el Mundial de fútbol está siendo visto como una maniobra tendiente a distraernos de la realidad. El viejo pan y circo romano, táctica tan usada por dictaduras de toda laya a lo largo de la historia. El uso político que se hace es obvio, no tengo nada que decir a ese respecto. Cambia el humor social según si el equipo al que pertenecemos gana. Tal vez por breves instantes, en virtud del estado nirvánico en el que parece quedar sumergida la población, habrá silencios o expresiones de alegría que podrán ser tomados como apoyo político. Como si el poderoso Mundial inyectara en las mentes indefensas de gente adormecida un chupete calmador de angustias, una droga anestesiadora de conciencias o una tapadera de pensamientos.
Tal vez sea así para algunos. Pero no para todos. ¿Es que acaso disfrutar de los encuentros, hinchar por la Argentina, sufrir por la derrota o ser feliz por un triunfo nos convierte en opas o ciegos?
Entiendo poco de fútbol. No tengo el hábito ni la necesidad de verlo, cosa que cambia, para mi propia sorpresa, durante los mundiales, cuando juega la Argentina. Vivo en el seno de una familia muy futbolera, me hice amiga de giros y chistes, aprendí sobre enojos y alegrías y entiendo la emoción del hincha. Mi marido, mis hijos y mis nietos son de Boca, pero yo me hice de River allá por los cincuenta enamorada de la pinta de Amadeo Carrizo, el “Tarzán argentino”. Y aunque quiera compartir con mi familia la emoción que sienten ante los triunfos de Boca no puedo cambiar de club, es como si fuera parte de mi identidad. No conozco a nadie que haya cambiado de club, como si fuera una elección filiatoria indeleble.
En medio de este vaivén emocional ante cada partido, me desconcierta ver que hay personas que lo transitan con indiferencia porque “no me importa el fútbol” o “me enoja que quieran tapar con eso todo lo que pasa” y que me miren como si fuera tonta o como si estuviera ciega porque me importa el Mundial y comparto angustias y deseos de triunfo con la mayoría de la gente.
Y sí. Me importa. Y me pregunto por qué. ¿Qué tienen el fútbol y otros deportes masivos que concitan tanta emoción colectiva y se tejen con nuestras identidades? Hay puesto mucho dinero, ídolos que se entronizan y entran en juego ilusiones colectivas que benefician a las grandes marcas y a los que se ensucian las manos con sobornos y lucran con negocios no siempre claros. Todo el mundo lo sabe, pero se lo encapsula y a la hora de los partidos parece no importar, el fervor, la pasión están incólumes. Hay mucho olor a podrido en el armado de cada Mundial, hay mucho que está dolorosamente mal en nuestra realidad cotidiana, pero cuando nos sentamos a ver el partido nos abrimos a otra realidad, corremos con cada jugador, amagamos cada gambeta, nos duele cada foul, contenemos el aire con el VAR, discutimos las sanciones y saltamos de alegría con cada gol. ¿Somos opas? ¿Estamos ciegos? ¿Creemos que todo se ha solucionado a nuestro alrededor? Me parece una lectura sesgada que merece ser revisada por incompleta.
El fútbol ha sido descripto como una metáfora o una sublimación de la guerra. El campo de batalla es la cancha, los jugadores son los enemigos a los que hay que abatir, hay reglas, tácticas, estrategias; sus avatares, igual que en las guerras, tienen tanta importancia social que desencadenan pasiones incontrolables y resulta difícil permanecer indiferente.
Los equipos rivales luchan para ganar, derrotar al adversario, aniquilar al enemigo. Los pases, los logros, los yerros enardecen a jugadores que se juegan la vida y a hinchas sumergidos en emociones que obnubilan el pensamiento. Ante alguna injusticia o simplemente un error, estalla la violencia en las canchas, en las tribunas y hasta en los que lo ven por televisión. Cada uno defiende lo suyo y no es de extrañar que crezcan la xenofobia y el racismo cuando se odia a un otro definido como enemigo, cuando se reaviva el temor atávico de matar o morir, como en la guerra. Nuestra identidad se viste con camisetas, escudos, colores específicos, cantitos, son como los uniformes y las banderas de un ejército en acción, identifican quién es cada uno y de qué lado está.
La felicidad ante el triunfo es parecida a la del guerrero victorioso. La tristeza ante la derrota tiene el mismo tono emocional que la aniquilación en batalla. Hay muertos, y la cantidad de penurias es muy diferente en una guerra, pero la emoción toca núcleos similares. Lo propio y lo ajeno, esa dicotomía que en los albores de los tiempos fue esencial para la supervivencia, hace que quizás esa violencia que nos acompaña como humanos se encauce en parte hacia el fútbol y permita que, en este matar simbólico al adversario amenazante, derramemos mucha menos sangre que en las guerras de verdad.
¿Será el fútbol un resabio de la horda primitiva, de aquellos nómadas que, si eran vencidos, perdían el fuego, sus mujeres y sus niños? Perder era igual a desaparecer y tal vez guardemos aquel temor atávico de ser aniquilados toda vez que debamos confrontarnos con un grupo diferente, “infamiliar” como decía Freud, mal traducido como siniestro. La amenaza de ese otro que se nos opone pone en guardia a nuestro sistema neurohormonal que se activa para demostrar que somos mejores, que ganamos para apaciguar aquellos antiguos terrores que siguen anidados en nuestro cerebro primitivo, y es desde ahí que se nos disparan y nos cubren estas emociones tan irracionales.
Es nuestro cerebro reptiliano que reacciona defensivamente ante la amenaza a nuestra tribu, grupo o clan, porque lee perder como morir. Y sentimos y hablamos en primera persona del plural, “ganamos”, “perdimos”, porque nos pasa a todos y la alegría propia y colectiva ante un triunfo y el duelo masivo en la derrota alojados en el pasado más remoto de la humanidad adquieren otro sentido.
Yo sé, muchos sabemos, que si ganamos nada cambiará. No somos idiotas. Pero igual anhelamos ganar. Nos sentamos ante el televisor y ponemos en juego magias, trucos, cábalas como si cada uno de nosotros tuviera el poder de torcer el resultado según lo que haga o no haga, como si cada uno de nosotros estuviera ahí jugando junto a ese ejército de gladiadores que lucha en cada partido según cree nuestro cerebro primitivo por nuestra supervivencia. Gritamos y soñamos juntos y mantenemos viva la esperanza de que el fuego seguirá con nosotros.
Especialista en vínculos. Emprendedora de Memoria