Aborto en Francia, un ejemplo que no debe imitarse
Las agresiones al derecho a la vida, especialmente en los países más representativos de la cultura occidental, llegan al punto de que Francia se ufana de ser el primero en consagrar el aborto como derecho en su constitución. Se pretende dar, según el presidente Macron, con “orgullo francés”, un “mensaje universal”. Ni siquiera parece importar que lo sea a expensas de la libertad religiosa, lo que ha llevado a monseñor Michel Aupetit, arzobispo emérito de París, biólogo y médico, a concluir que “Francia se ha convertido en un Estado totalitario”.
Es lamentable que la Argentina, con un notable historial a favor de la vida, anterior y posterior a 1810, cuya manifestación de máxima protección puede fijarse en la sentencia “Portal de Belén” de la Corte Suprema de Justicia de la Nación de 2002, en la que reiteró que “el derecho a la vida es el primer derecho natural de la persona humana preexistente a toda legislación positiva que resulta garantizado por la Constitución Nacional”; haya pasado a ser, según algunos dirigentes franceses, modelo de la lucha por el aborto. Es este el peor legado del proceso político iniciado en 2003, que funcionó como un régimen, y que incluyó hasta la injusta remoción de la mayoría de los jueces que dictaron aquel preclaro pronunciamiento. El fallo “F.A.L.”, de la nueva Corte, fue el ariete para la campaña que culminó en diciembre de 2020 con la sanción de la ley 27.610, arteramente denominada de legalización de la interrupción voluntaria del embarazo.
Según estimaciones con fuente en datos de la Organización Mundial de la Salud, en 2021 y 2022 se realizaron entre 44 y 73 millones de abortos cada año, constituyéndose en la primera causa de fallecimiento de la población mundial. En la República Argentina, de acuerdo con informes oficiales del Ministerio de Salud de la Nación, desde la promulgación de esa ley por el expresidente Alberto Fernández, se dio muerte a trescientos mil niños por nacer, lo que es, sin discusión, una verdadera tragedia moral y demográfica para el país.
Tal como señaló San Juan Pablo II, estas masivas matanzas de inocentes en el seno materno son un genocidio. En igual línea, nuestro Papa ha comparado el aborto con algunos de los crímenes nazis e incluso dicho que “es como llamar a un sicario para resolver un problema: no se puede”. También configuran un delito contra la humanidad, a tenor de la doctrina del Estatuto de Roma y sus antecedentes, aprobado por la ley 25.390, dado que, en lo sustancial, la ley 27.610 actúa contra una categoría de personas que es creada por ella: “los niños no deseados”, a los que se posibilita eliminar en forma generalizada y sistemática a través de la legalización y la despenalización del aborto. Incluso el Estado se obliga a realizarlos en forma directa, con sus recursos humanos y materiales, u ordena practicarlos a los privados, en abierta violación del federalismo, la autonomía municipal, la libertad religiosa y la libertad contractual.
Desde una visión escatológica, la humanidad está cada vez más dividida en esta batalla por el derecho a la vida que, como en otros esenciales temas, entraña una rebelión antropológica contra el Creador. Los evangelios en varias ocasiones se refieren a la “dureza” del corazón del hombre, que es, fundamentalmente, aquella por la que se daña al prójimo en forma consciente y por elección. El artículo 19 de la Constitución Nacional prohíbe cualquier norma que opere de esa forma, como lo hace la ley 27.610, dado que no se trata de la eliminación de un mero conjunto de células o de un simple fenómeno, como burlescamente se pretende justificar. La nueva vida, que la ciencia determina que es humana desde la concepción, no es genérica ni abstracta, sino que es poseída por alguien que no es, precisamente, la madre. Por eso, inexorablemente y bajo cualquier lógica jurídica, se trata de un sujeto que, de derecho, es un “tercero” al que ese precepto constitucional pétreo prohíbe perjudicar “de ningún modo”. Más aún, la Constitución, en el artículo 75, inciso 23, lo declara expresamente “niño” y manda al Estado protegerlo.
Merece por eso incondicional adhesión la denuncia del Presidente sobre la existencia de la “agenda sangrienta del aborto”. Asimismo, es destacable la valentía de haberla efectuado ante el Foro Económico Mundial de Davos. Sin efectuar comparación, eso trae al recuerdo el discurso de la Bendita Madre Teresa de Calcuta al recibir el Premio Nobel de la Paz, cuando dijo: “El aborto es el mayor destructor de la paz de hoy. Porque si una madre puede matar a su propio hijo, ¿qué falta para que yo te mate a ti y tú me mates a mí? No hay nada en el medio”. Todos los hombres de buena voluntad, creyentes o no, tienen la obligación de manifestarse públicamente en contra del aborto porque es, según la Constitución Gaudium et spes del Concilio Vaticano II, un “crimen abominable”.
En esta confrontación inconciliable, constituye una luz de esperanza la sentencia “Dobbs” de la Suprema Corte de Justicia de los Estados Unidos de 2022. Es contra ella que Francia ha reaccionado con furia, al advertir que la anulación del repudiable precedente “Roe vs. Wade” removió el obstáculo que, durante medio siglo, impidió todo intento de protección de la vida naciente en aquel país, dada la categoría de derecho constitucional que se le había otorgado, y que presionó a gobiernos y tribunales de otras naciones para la instauración del aborto. Como fruto de aquella anulación, se suma la resolución del Tribunal Supremo de Alabama, emitida recientemente, por la que han sido declarados “niños” los embriones, con la consecuente protección de la ley.
Cabe recordar que uno de los primeros actos soberanos de nuestra patria fue dar derechos a niños por nacer. En plena Guerra de la Independencia, la Asamblea de 1813 los declaró libres desde el vientre materno. Por el contrario, Francia, que declama ejemplaridad para el mundo, luego de la Revolución de 1789, reintrodujo en 1802, con evidente incoherencia, la esclavitud –otra aberración en la larga lista de miserias de la humanidad–, que solo abolió medio siglo después.
Por eso, por el mandato fundacional que se encuentra en la raíz de la existencia como nación, se debe, lo más pronto que sea posible, volver a nuestras tradiciones más sagradas y rectificar el peor y más sangriento error de la historia legislativa argentina. Porque es inaceptable que desde el Estado se admita que un sector de la población pueda tener el carácter de dominante sobre otro grupo de seres humanos que se encuentran en situación vulnerable, otorgándoles el derecho de realizar sobre ellos ataques mediante acciones físicas, químicas o farmacológicas hasta lograr su muerte, solo en consideración de su propia y exclusiva conveniencia, utilidad o comodidad, lo que repugna a la “inviolabilidad” y “trato digno” que “en cualquier circunstancia” merece el ser humano (artículo 51 del Código Civil y Comercial de la Nación) y lesiona tanto evidentes derechos individuales a la vida como los que universal y colectivamente le corresponden a toda la especie humana pues, como señala el Estatuto de Roma, “esos graves crímenes constituyen una amenaza para la paz, la seguridad y el bienestar de la humanidad”.
Presidente de la Corporación de Abogados Católicos