"Mirame. Mirame ahora. A mí, mirame. Acá". Mensajes, fotos que saltan a derecha y a izquierda, videos que se activan antes de que nosotros hayamos hecho clic, cartelones. Y cada vez que entramos a la Web (como si alguna vez realmente saliéramos de ella), lo mismo: notificaciones, "sugerencias", tentaciones al paso. Bienvenidos al bazar más inevitable del mundo. Bienvenidos al mercado de la atención, eso que (como bien definió el premio Nobel de Economía Herbert Spencer hace casi cuatro décadas) es el verdadero valor en juego en el mercado global. Vivimos, pues, acechados por el cibertintineo de miles de baratijas que buscan, no ya sus quince minutos de fama, sino sus quince minutos de atención que –con un poco de suerte y mucho de datos– podrán convertirse en horas y horas de encandilamiento. Por eso, también, el interés por saber si seguimos ahí después de una maratón de nuestra serie favorita. Dormidos no le servimos a nadie. Pero si estamos despiertos, el circuito vuelve a repuntar.
"En la década de 1970, la información estaba en manos de muy poca gente, era un bien escaso y por lo tanto –como todo bien escaso– tenía valor. En 2019, la información sobra y cada dos años y medio se duplica", precisa Adriana Amado, doctora en Ciencias Sociales, especialista en comunicación política y autora de Política pop. De líderes populistas a telepresidentes (Ariel). "Y como al menos por ahora los humanos seguimos teniendo un procesamiento secuencial, y por lo tanto tenemos la misma cantidad (sino menos) de tiempo para procesar la misma información, lo que adquiere valor en estos tiempos es la atención porque ese es el bien escaso".
En abril de hace veintidós años, en una revista digital pionera llamada First Monday, el investigador Michael Goldhaber alertaba sobre una nueva era en la historia de la Economía. La pelea por lograr el interés de los consumidores (inmersos en un universo donde los datos abundan, fluyen y agobian) reconfiguraría –profetizaba Goldhaber– toda nuestra experiencia. Solo las organizaciones que lograran captar la atención de sus audiencias lograrían sobrevivir en tiempos así de turbulentos.
Hoy sabemos que no se equivocó. Sabemos también lo que no previó: el big bang de demanda de atención al que estamos asistiendo. Esa que avanza, al mismo tiempo, en horizontal y en vertical: sobre el tiempo que miden los relojes, y sobre cuánto espacio "extra" pueda colonizar. Es una guerra descontrolada y a tiempo completo por captar tanta atención como sea posible. De convencer a todos y a cada uno de los usuarios de que lo mejor que pueden hacer con un recurso no renovable como el tiempo de sus vidas es invertirlo en una partida de Fortnite, otro capítulo de Mindhunter o una vuelta por las historias de Instagram de fulano de tal. Que estemos ahí, mirando. Siempre mirando.
Me darás tus ojos
Ya lo dijo hace dos años Reed Hastings, CEO de Netflix, empresa que hoy cuenta con cerca de cien millones de suscriptores alrededor del mundo: "Nuestra verdadera competencia no es HBO. Es el sueño". Porque en este mundo hiperconectado se permite todo, menos cerrar los ojos. Hace más de doscientos años, un pintor romántico llamado Joseph Wright dijo lo mismo en La fábrica de algodón de Arkwright durante la noche. La pintura, de 1782, muestra una escena de la campiña inglesa a la luz de la luna. Pero, si miramos mejor, una mole de líneas rectas rompe la postal bucólica. Es un edificio de siete pisos lleno de ventanas y encendido a día. Ahí, por primera vez, los telares funcionan sin parar: de día y de noche. Los controlan hombres y niños convertidos, ellos mismos, en máquinas de movimiento perpetuo.
Si algo pasa, está pasando ahí y habrá que estar al acecho para no perderse nada. Encendidos de noche, como la fábrica de Arkwright. Revisando, el 95% de nosotros, nuestros dispositivos entre 80 y 110 veces por día. Interrumpiendo desde una cena romántica hasta el sexo para pispear una pantalla. Para muchos, de hecho, eso es lo primero que hacen al despertarse y lo último que hacen antes de irse a dormir.
"Hoy nuestra atención se vende y –literalmente– se remata al mejor postor, como hace Google con sus avisos. Según qué empresa haga la mejor oferta, sus anuncios aparecerán en los lugares con más clics. Al mismo tiempo, alcanza con bajarse una herramienta llamada Disconnect para ver a cuántos lugares envían nuestros datos de navegación, apenas nos conectamos, los sitios como Facebook", explica Alejandro Tortolini, docente de Inclusión Digital de la Universidad Nacional de José C. Paz. "Lo que para las empresas siempre es ganancia, para nosotros es pérdida pura. Pérdida de charlas, salidas, descanso. Por eso, cada vez que uno se conecta, debería ser capaz de pensar quién se beneficia más con esa relación que hoy ya es de dependencia. Si solo voy a obtener una notificación o un like mientras alguien más se hace multimillonario vendiendo mis datos, mis fotos, mi intimidad, estoy haciendo un pésimo negocio".
Tal vez por eso, "un entorno 24/7" tiene la apariencia de un mundo social, pero en realidad es un modelo no social de rendimiento maquínico, y una suspensión de la vida que no revela el costo humano que se necesita para mantener su eficacia", como anota Jonathan Crary en su imprescindible 24/7-El capitalismo tardío y el fin del sueño (Paidós).
Seguimos pues conectados en vacaciones, desde casa, adentro de la cama, sin importar si es sábado o domingo. Porque si la atención siempre está ahí y puede captarse en cualquier momento, un sistema permanentemente antojado de ojos expectantes también estará presente. Derramando su berreo pedigüeño sobre todo lo que toca y generando a su paso unas cuantas horribles novedades.
El FOMO (Fear Of Missing Out o "temor a quedarse afuera" de alguna conversación o tema) es una de ellas. El Síndrome de Fatiga Informativa (IFS, según sus siglas en inglés) es otro: el psicólogo David Lewis llamó así a ese desborde que experimentamos ante la imposibilidad de procesar la información que se produce a velocidad inaudita. La "vibración fantasma" es otra. Se trata de la percepción –falsa– de una nueva notificación. Una suerte de espejismo sensorial derivado del bombardeo cotidiano de avisos y alarmas. Es nuestra mente, pendiente de su nueva dosis de información, la que nos juega esta clase de trucos.
Volver, mirar, volver
Frente a esto, muchos se preguntan si será para tanto. Pero varios estudios confirman las sospechas. Hace ya algunos años la antropóloga Natasha Dow Schull, del MIT, estudió la relación entre las máquinas tragamonedas de Las Vegas y los cerebros de los jugadores que viven reclinados sobre esos neoconfesionarios. El resultado fue un libro clave, llamado Adicción de diseño, en el que Schull mostró cómo la dependencia de los ludópatas era el resultado inevitable de un sistema armado para alimentar ese ciclo eterno de incertidumbre, recompensa y frustración. Un loop que –hoy lo sabemos– las redes sociales también han adoptado con éxito similar. Por eso volvemos, una y otra vez, a ver "si pasó algo". Por eso el fervor a la hora de revisar los comentarios, las historias en Instagram, los tuits y retuits: detrás de cada palabra o corazoncito se oculta una gota de placer químico que cae sobre nuestro ego en permanente estado de necesidad.
Sin embargo, según Alejandro Artopoulos, director de Investigación y Desarrollo del Centro de Innovación Pedagógica de la Universidad de San Andrés, "ver lo digital como ajeno a lo humano es un error, porque lo digital es tan artificial como la pastilla que te tomás para calmar el dolor". En ese sentido, la idea de Antropoceno se puede aplicar a lo digital y obligarnos a reflexionar acerca de que todo lo digital requiere de una intervención humana activa. "El problema es ese: en general no pensamos en una intervención humana activa, sino que creemos que todo lo digital va a reemplazar la intervención humana. Es solucionismo tecnológico, como lo llama Evgeni Morozov, cuando lo que en realidad necesitaríamos sería una mayor reflexión y toma de conciencia", agrega.
Sobre todo porque, como muchos investigadores destacan, lo único que han hecho las nuevas tecnologías es potenciar nuestro innato apetito por la novedad. Así lo explica Pedro Bekinschtein, biólogo, neurocientífico y autor de Neurociencia para (nunca) cambiar de opinión (Ediciones B). "En todas las especies, incluyendo a los seres humanos, hay una tendencia innata a explorar lo nuevo. Los bebés, de hecho, tienden a mirar cosas nuevas antes que cosas familiares. Sobre eso, muchas de nuestras conductas se transformaron en hábitos. Así, el celular se ha convertido en una suerte de extensión de nosotros mismos. Está todo tan transferido ahí que si te sacan el celular es como si te sacaran una parte del cuerpo".
El punto es lo ya dicho: que con cada nueva visita al ciberespacio sembramos de información personal cada segundo de conexión. Es por eso que nos quieren allí, y prestando atención: para conocernos mejor que nadie. Para poder decirnos, después, exactamente eso que queremos escuchar. Y facturar por toda esa información, claro.
Hace dos décadas nadie parecía haber conjeturado nada sobre los potenciales efectos de la economía de la atención. Como todo futuro, también ese era rutilante y prometedor. Veinte años después, la situación es otra. Tanto Narciso ahogándose a repetición en su propio lago digital no ha sido en vano. "Hay una suerte de vuelta, de reflujo", destaca Artopoulos. "Mucha gente que antes era promotora de la dispersión digital ahora asume una actitud más responsable y consciente. Esto se debe a dos cosas: una reacción vinculada al movimiento social slow y su reclamo de volver a manejarnos con tiempos más humanos. Y, por el otro, a la aparición de autoritarismos (de derecha y de izquierda), a partir del Brexit. Este episodio fue para los británicos un golpe tremendo en términos de salud de la democracia. Fue la primera elección hackeada por las plataformas. La comprobación de cómo, a través de las plataformas digitales, los autoritarismos de izquierda o derecha pueden intervenir en una elección".
Desde adentro
Tristan Harris (delgado, rubio, joven, egresado de Stanford: el candidato ideal para cualquier madre de millennial) es parte de esta avanzada que habla de los peligros envueltos en el papel brillante de la economía de la atención. Como exempleado de Google, tuvo la oportunidad de conocer el fenómeno desde adentro. En 2013 decidió no ser más parte de eso. Abandonó la empresa y –junto a un grupo de amigos y colegas preocupados por las mismas cuestiones– creó Time Well Spent (Tiempo bien gastado), una ONG que promueve la recuperación del control sobre la tecnología. Desde entonces, además, recorre el mundo dando charlas sobre el tema.
"Quiero que se imaginen entrando en una sala de control con un montón de gente, y que esa sala de control moldeará los pensamientos y sentimientos de mil millones de personas. Esto puede sonar a ciencia ficción, pero realmente existe. Hoy, justo ahora. Lo sé porque yo estuve en una de esas salas de control. Estudié cómo se controlan los pensamientos de la gente", dice en una de sus presentaciones.
Habla de lo que ha vivido y por eso mismo sus frases suenan tan perturbadoras. "Hay un objetivo oculto dirigiendo toda la tecnología que hacemos. Ese objetivo es la carrera por la atención". Y cualquier recurso vale. ¿Aun la indignación? Sobre todo la indignación, apunta Harris. Una noticia indignante es al mismo tiempo la que más nos llamará la atención y la que compartiremos casi sin pensar. Eso, según él, está afectándolo todo: la calidad de nuestras conversaciones, el tiempo que pasamos con nuestra familia y amigos, nuestra calidad de descanso. La democracia misma, porque en un universo pensado para usuarios-clientes que, como tales, "siempre tienen la razón", el mundo a nuestro alcance tiende a volverse sospechosamente homogéneo: gente con intereses parecidos, preocupaciones y deseos análogos.
"La idea de ‘tener razón’ es intrínsecamente recompensante", confirma Bek. "Obtener un like es gratificante y activa en tu mente circuitos que tienen que ver con la recompensa, que se activan también con la comida o con el sexo. Cuando eso ocurre, y mucho, esos circuitos se adaptan a ese estímulo. Pero cuando no ocurre, se cae en una situación estresante, para salir de la cual se necesita más y más de lo mismo. Más y más likes".
Se trata, en última instancia, de un "mundo feliz" a la Huxley, donde la disidencia se paga con la expulsión de un universo conformado por millones de planetas girando alrededor de sus centros. Convenciéndose en cada nueva vuelta de su propia mirada. Atentos, sí. Sobre todo atentos a sí mismos.
Sin edad
El hombre lleva a su hijo a nadar. El nene se tira a la pileta una, otra y otra vez, para mostrarle a su papá - sentado en una mesa del bar de la escuela de natación, justo atrás del vidrio- cómo mejoró su estilo. Inútil: el papá (treinta y largos, barba profética, celular de última generación) no despega los ojos de la pantalla. Pero, eso sí, en cuanto el nene se cambia y también se instala en la mesa a tomar la merienda, su papá le insiste con dejar el celular de lado. "Dale, charlemos de algo", dice, sin fe. Diez minutos después están los dos nuevamente sumergidos en las pantallas. ¿Con qué resultados en el caso del niño?
Según la pediatra María José Fattore, especialista en desarrollo infantil, aún no lo sabemos con certeza. "Pero gracias a numerosos estudios científicos surge cada vez más información -explica-. Por lo pronto, el tiempo de exposición y la edad de los niños son dos factores clave en relación con el riesgo de presentar dificultades en la salud y el desarrollo global. Hay asociación entre mayor exposición y alteraciones en el desarrollo cognitivo, el desarrollo del lenguaje y el desarrollo socioemocional. Así, a menor edad del niño expuesto a tecnología, mayor será la probabilidad de encontrar tanto alteraciones en el desarrollo cognitivo como fracaso escolar". Y aporta un dato: hoy una de las consultas pediátricas más frecuentes tiene que ver con el retraso en la adquisición del lenguaje. Los niños "empantallados" desde su más tierna infancia parecen sentirse tan a gusto en el universo digital que no necesitan entendérselas con quienes quedan de este lado del silicio. "Un estudio canadiense que incluyó a niños de 18 meses que usaban dispositivos móviles más de 30 minutos por día demostró que presentaban un riesgo 2,3 veces mayor de retraso de lenguaje expresivo.
Al mismo tiempo, otro grupo de investigadores franceses concluyó que los niños que son expuestos a pantallas a la mañana temprano, antes de ir a la escuela y sin control del contenido por parte de los padres, tienen seis veces más posibilidades de sufrir un trastorno del lenguaje. A eso, con el correr del tiempo, hay que sumarle falta de concentración, agresividad, escasa tolerancia a la frustración y poco contacto visual.Sin embargo, no se trata de caer en el gesto neoluddita de abjurar de toda forma de tecnología y prescindir de las pantallas hechiceras, sino de hacer un uso inteligente de ellas. O, cuanto menos, comenzar a entender que no es inocuo el uso bulímico que grandes y chicos solemos hacer de estos dispositivos. Tiene consecuencias, y pueden llegar a ser graves. "Cuando surgió todo esto de Internet, las pantallas y la conexión, no sabíamos cuáles podrían ser sus consecuencias -dice Fattore-. Pero hoy ya están ahí. Las estamos viendo a diario. Está demostrado, por ejemplo, que el uso de pantallas altera el nivel de melatonina y que eso genera alteraciones en el sueño. Y, frente a eso, no podemos quedarnos de brazos cruzados".