Abelardo Castillo: coherencia sin objeciones
Conocí a Abelardo recién a mediados de los años noventa, cuando contratamos la totalidad de su obra y comencé a publicarlo en Seix Barral, pero mi relación como lector comienza mucho antes y de una manera que podríamos llamar curiosa o indirecta.
Accedí a sus escritos y al mundo cultural y político de Abelardo a partir de la lectura de El grillo de papel. En la década del sesenta, años de intensos y apasionados debates político-culturales, El grillo de papel cumplió un papel central en las discusiones de la época, e influyó muchísimo en la formación literaria e ideológica de aquel joven y fiel lector de la revista que era yo. Un buen día me enteré de que el director de la revista publicaba un libro de cuentos, Las otras puertas. Debo confesar que su lectura me perturbó y me abrió “otras” puertas. Hoy sabemos que es un clásico y un libro de cuentos fundacional de la narrativa argentina. Si la memoria no me es infiel, creo que en el mismo momento de su publicación sus lectores tuvimos la sensación de estar leyendo un libro que marcaba un nuevo rumbo en la literatura nacional y creaba un nuevo modelo de lector.
A partir de ese libro no sólo leía la revista, sino que fui leyendo sus libros a medida que iban apareciendo: Cuentos crueles, Las panteras y el templo, Las maquinarias de la noche, la novela El que tiene sed y sus piezas de teatro, Israfel y El otro judas. A mi regreso del exilio completé las lecturas que me faltaban y en cada nuevo libro no sólo encontraba el placer de la lectura, sino que afloraba su sentido del humor y hacía coincidir en un mismo texto lo sublime y lo infame, la contradicción entre la ética y el instinto, siempre con su personalísimo estilo, la palabra justa y los finales contundentes.
Finalmente y luego de más de treinta años de lector, conocí a Abelardo, esta vez en mi condición de editor. La comunicación y la empatía fueron inmediatas y trabamos una amistad que duró hasta el aciago 2 de mayo. Durante estos veinte años mantuvimos un contacto y conversaciones que iban más allá de la relación autor-editor: descubrí un Abelardo de una memoria prodigiosa, de un humor muy fino e irónico y de una exigencia exasperante con su escritura. Con Abelardo manteníamos largas conversaciones telefónicas, siempre después de la seis o siete de la tarde, como puede dar fe su compañera de tantos años Sylvia Iparraguirre. Llamaba para preguntar por algún libro y terminábamos hablando de la literatura rusa o sobre Ibsen, Chejov o Flaubert, pero siempre ejerciendo su lado pedagógico, sin que uno lo sintiera.
Cuento esto porque hay una especie de lugar común de que Abelardo era hosco o huraño. Tratándolo se revelaba este Abelardo cálido y solidario. Sucedía, por ejemplo, en sus cumpleaños, que eran celebrados puntualmente con un elenco estable de unos pocos amigos y alumnos y alumnas de su taller. Todos pueden dar cuenta del humor que desplegaba en esas reuniones. En sus talleres, por los que pasaron muchos escritores hoy consagrados, ponía la misma pasión, exigencia y disciplina en la escritura que la que se exigía para si mismo. En estos veinte años le publiqué unos quince libros entre los cuales se encuentran sus obras fundamentales, pero si tuviera que recomendar uno elegiría Ser escritor, una joyita, en el que Abelardo reflexiona sobre su poética, sus gustos literarios y las opiniones sobre la escritura y en el que se refleja esa vocación pedagógica que es uno de sus legados.
Desde Goethe, que quería crear un nuevo círculo en el infierno para enviar ahí a los editores, la relación autor-editor ha sido conflictiva. Con Abelardo establecí una relación que trascendió a la de editor, siempre me sentí un amigo y hoy siento su partida como una pérdida irreparable. En su caso queda el consuelo de su obra, que es el mejor legado que un escritor puede dejar a los lectores del presente o del mañana.
Borges sostenía que la muerte mejora cualquier biografía. La afirmación no se aplica a Abelardo, quién en vida tuvo una trayectoria personal y una obra cuya coherencia no tiene objeciones.
El autor es director editorial de Emecé / Seix Barral