¿A qué le tenemos tanto miedo?
Ya se habla de la mass shooting generation. Tan jóvenes, tan empoderados, tan desprotegidos. Chicos y chicas de escuelas primarias y secundarias de Estados Unidos que crecieron con códigos rojos, alarmas y simulacros de tiroteo, cuando no también con el recuerdo de compañeros muertos, memoriales con sus nombres y pancartas con sus fotografías. Una siniestra pedagogía paralela que los acompaña desde que entran en las aulas y a la que todos parecían haberse acostumbrado.
A veces las palabras nos sacan ventaja, uno lee "la generación de los tiroteos masivos" y de pronto queda claro algo que estaba a la vista: ya pasaron casi 20 años de aquel ataque en una escuela de Colorado que se hizo célebre gracias al documental de Michael Moore Bowling for Columbine. Ya pasaron 20 años y hubo desde entonces más tiroteos masivos y más muertos, miles de muertos. Se habla de "otro episodio en una escuela de Estados Unidos". Solo la palabra, una vez más, da cuenta del modo en que se lo está pensando: episodio, parte de una secuencia que continúa.
"Y pensar que a todo se acostumbra uno", decía el personaje de La isla desierta, de Arlt. A regulares golpes de espanto, eso sí. Espanto y olvido. Espanto y olvido. Como individuos y también en forma colectiva, como sociedad, los seres humanos solemos repetir esos movimientos: saber y olvidar; darnos cuenta de algo, entenderlo y, minutos después, desestimarlo. Porque es insoportable o porque nos gana el desaliento, la sensación de que no hay nada que se pueda hacer.
Pero ahora, la generación post-Columbine quiere hablar por sí misma y empieza a ejercer presión. Crecida bajo amenaza en una sociedad que se resignó a no poder defenderla, sacude a los adultos, enfrenta a los políticos en las redes sociales, denuncia hipocresías y agita la sensibilidad ciudadana: "Nosotros somos chicos. Ustedes son los adultos -conmovió David Hogg, uno de los sobrevivientes, de 17 años-. Tienen que pasar a la acción y jugar su rol. Trabajen juntos. ¡Vayan por sus políticos y hagan algo!". Inspirados en la bellísima película de Martin McDonagh Tres anuncios por un crimen, en la que una madre pega carteles en la vía pública para increpar a la policía que no esclarece el crimen de su hija, activistas contra las armas llevaron el viernes tres camiones hasta la oficina de un senador republicano (niño mimado en la generosa repartija de fondos de la Asociación Nacional del Rifle) con enormes carteles en los que se podía leer: "Masacre en una escuela. Y aún no hay control de armas. ¿Por qué, Marco Rubio?".
Es posible que esta vez el protagonismo de las víctimas en el debate público logre mover las aguas de una discusión estancada. Aunque todas las estadísticas sobre armas -ventas, cantidad en manos privadas, facilidad para obtenerlas, falta de control estatal- confirman que además de lobbies e intereses creados hay una fuerte marca de identidad en esa cultura violenta que cada tanto se vuelve socialmente suicida. En un texto que escribió especialmente después de la masacre del Teatro Aurora, Michael Moore insistió en la tesis central de su mayor acierto cinematográfico, Bowling for Columbine: el problema son las armas, sí, pero el problema no son solamente las armas. El problema, volvió a decir, es la confianza que tiene nuestra sociedad en que matar es la respuesta, como sugieren la persistencia de la pena de muerte, las guerras recurrentes, la doctrina del "dispare primero pregunte después". "¿A qué le tenemos tanto temor que necesitamos tener 300 millones de armas en nuestras casas? Somos un pueblo fácil de asustar y es fácil manipularnos con el miedo".
Es sabido que, históricamente, el poder construye enemigos y miedo para alcanzar sus propios objetivos. ¿Cuántas muertes e injusticias podrían evitarse si las sociedades se atrevieran a hacerse una pregunta elemental: a qué le tenemos tanto miedo?