A merced de las otras emergencias
Estamos en emergencia y no es por la crisis energética, la inflación, el peso devaluado o la caída de las reservas del Banco Central. Ésta tiene otros tiempos, es permanente, cuesta vidas humanas y pérdidas millonarias. Es la que plantea la naturaleza, la de los calores insoportables, los fríos que calan los huesos, las inundaciones que arrasan con lo que encuentran a su paso. También los tornados y huracanes que pulverizan lo que está en su camino, el granizo que perfora autos y destruye siembras, los rayos que fulminan vidas, los tsunamis y terremotos que ya no son cosa de la ficción cinematográfica.
Hace tiempo que la naturaleza viene avisando que su equilibrio se perdió. Es el llamado "cambio climático", un concepto que, lamentablemente, de tanto uso ha perdido su fuerza movilizadora. El planeta que habitamos tiene tres grados más de temperatura y ese calentamiento ha modificado las condiciones en las cuales se desenvolvió la naturaleza, y nosotros con ella, en el último siglo. Los culpables somos los seres humanos. Todo por un desarrollo industrial sin planificación ambiental y un consumo expansivo innecesario y mal distribuido.
Si hoy todos los poderes mundiales se pusieran de acuerdo en corregir el daño producido (y que nos hicimos), no se tardaría menos de un siglo en encauzar el problema. Está claro por eso que conviviremos por mucho tiempo y varias generaciones con los desastres y las catástrofes naturales.
¿Está la Argentina preparada para hacer frente a este problema? Con las evidencias científicas reveladas, ¿el tema figura como una de las prioridades de la agenda pública nacional? En 1999 se creó el Sistema Federal de Emergencias (Sifem); y en 2004, por decreto, se formó la Dirección Nacional de Protección Civil, que depende del Ministerio del Interior y Transporte, con una partida presupuestaria de alrededor de 200 millones de pesos. Pero en las catástrofes recientes ambas estructuras brillaron por sus ausencias públicas. Se entiende por qué, entonces, cuando ocurrió la tragedia de la caída del rayo en Villa Gesell, que mató a cuatro jóvenes, reinó el desconcierto y se desató una carrera de anuncios, sin fundamento técnico, entre la intendencia y la gobernación bonaerense acerca de cuántos pararrayos habría que instalar en la costa para evitar que se espante el turismo. Pura improvisación, que se intenta justificar con aquello de que la naturaleza es impredecible. Falso.
Hay claras señales en los últimos años sobre el incremento de estos fenómenos. Recordemos que en mayo de 2003 las imparables inundaciones en Santa Fe dejaron más de 120 muertos. El año pasado, el desborde del arroyo El Gato, en La Plata, mató al menos a 64 argentinos. También en 2013, por las lluvias desbordaron los ríos en Córdoba y en pleno centro de la capital murió un hombre atrapado en su auto. En enero, los vientos voltearon ómnibus y dejaron muertos y heridos. El reciente alud de Catamarca produjo la muerte de 14 personas, y semanas atrás las lluvias en San Juan pusieron en peligro la capital provincial. Ayer, las fuertes precipitaciones provocaron trastornos varios. ¿Más evidencias?
Lo usual es la indiferencia oficial. Los gobernantes sólo atinan a ir detrás del problema. Y a pesar del esfuerzo y de la voluntad que ponen quienes trabajan en socorrer a las víctimas, lo cierto es que no alcanza con los buenos oficios de bomberos, Defensa Civil, policía, Fuerzas Armadas, Servicio Meteorológico e, incluso, con los pilotos de los aviones hidrantes.
Esta realidad impone consensuar una política de Estado que vaya más allá de los gobiernos de turno. Tomar la iniciativa para planificar medidas que atenúen los estragos y, al menos, contengan sus efectos posteriores. En principio, sería útil llamar a los mejores especialistas de cada una de las materias para identificar los riesgos naturales a los que está expuesta la Argentina y sus potenciales escenarios geográficos; los principales afectados son los centros urbanos. Luego, diseñar un plan de contingencia o de catástrofes naturales que contemple cada amenaza real, sus posibles consecuencias y los pasos a seguir en cada instancia. Confeccionar un mapa de riesgos por zonas y formar equipos especializados, interdisciplinarios y tecnificados, para actuar preventivamente o en la emergencia, asistiendo primero a los damnificados y víctimas para luego reparar la infraestructura dañada. Coordinar un sistema de información tecnológica que permita estar en línea a todos los agentes para poder actuar con rapidez; y desarrollar campañas de difusión permanentes para que la sociedad tome conciencia de los riesgos y sepa cómo actuar en cada emergencia. Programar obras públicas que permitan evitar o atenuar los efectos de los desastres y, fundamental, destinar un presupuesto anual que mantenga en funciones el plan y sus equipos operativos.
Otro aspecto importante a tener en cuenta es el de la prevención. Por ejemplo, el calor extremo no se combate con más aires acondicionados que no harían otra cosa que profundizar la crisis energética y contribuir al calentamiento global. El uso racional de la energía, con fuentes alternativas, es central, como también lo es poner en marcha un plan nacional de forestación, especialmente en las ciudades, donde el cemento conserva y multiplica el calor. Es indispensable planificar la agricultura evitando la desertificación de vastas áreas del país, que impide la absorción de las intensas lluvias y ríos desbordados y permite que esa masa de agua descontrolada llegue a las ciudades y pueblos, como ocurrió en la catástrofe de Santa Fe. Prevención es, también, llevar agua allí donde se sabe que faltará, compensando los dramas de las sequías prolongadas. Y comenzar a revertir en serio, con decisión política y menos discurso, los procesos industriales altamente contaminantes. Por último, incluir todas estas temáticas en los programas educativos desde la escuela primaria hasta el nivel terciario.
De esto no hablan los funcionarios y dirigentes políticos. Nos limitamos a contar víctimas y a mostrar por los medios historias de las tragedias humanas. Tampoco se trata de adoptar actitudes extremas o heroicas. Sería, sencillamente, afrontar como sociedad los peligros naturales que nos acechan y nos acecharán por varias generaciones.
Quizá la muerte de tanta gente inocente provocada por estos desastres nos sirva para dejar de mirar hacia el costado y asumir responsabilidades. Es una invitación a que los equipos técnicos de los grupos políticos que se disputarán el poder en 2015, ganados por la inmediatez de la coyuntura, puedan incluir este grave problema entre sus objetivos de gobierno. Al menos para dejar atrás la improvisación.