A la mala política la hicieron boleta
Hace mucho tiempo que la sociedad percibe un divorcio profundo entre la agenda parlamentaria y las necesidades sociales e institucionales. Un síntoma amargo del puente roto entre la política y la sociedad, entre la racionalidad y la mesura.
La historia de la sanción de la boleta única de papel (BUP) -como nuevo instrumento de sufragio a nivel nacional- es elocuente. Durante años las resistencias al cambio o la búsqueda de innovaciones extremas, no hicieron más que demorar una solución simple y efectiva, a mano y fácil de instrumentar. Un camino que, sin embargo, atentaba contra las cajas de los partidos políticos y el financiamiento opaco de las campañas. Cuantiosos recursos destinados, en cada elección, a la impresión de las boletas de votación cuya tarea quedaba en manos y “responsabilidad” exclusiva de los partidos políticos. El Estado era simplemente el gran proveedor de fondos millonarios que luego nadie auditaba y que se rendían con dudosas facturas de imprentas cercanas. La vieja política no quería ver o no quería verse a sí misma.
De vez en cuando algún impulso reformista, como el del gobierno de Mauricio Macri, buscó dejar atrás lo vetusto para intentar entronizar a la diosa tecnología -y sus múltiples negocios-, un camino que hace tiempo abandonaron los países más poderosos en tales avances (Alemania, Holanda, Corea del Sur, entre otros). Para ejemplo bastaría con mirar a Venezuela, sus urnas electrónicas y su reciente y escandaloso fraude que sigue perpetuando al dictador Nicolás Maduro.
Una jugada de la oposición en medio del gobierno de Alberto Fernández, en mayo de 2022, logró darle media sanción al proyecto de boleta única de papel, camino que con sobriedad y ejemplaridad habían iniciado algunas provincias argentinas y que con el tiempo serían la inspiración para el cambio, en las versiones de Córdoba y Mendoza. El Senado de entonces bajo dominio kirchnerista -resistente a cualquier reforma- planchó la iniciativa hasta el final de la gestión anterior. Sin embargo, el germen de la transformación había sobrevivido lo suficiente, permanecido vigente y con la chance de darle una sanción definitiva bajo una nueva administración.
El principio rector de que las reformas electorales deben impulsarse y acordarse en años no electorales -para seguridad y previsibilidad de las reglas de juego- se ha cumplido. Y el de que las reformas electorales no se imponen consiguió el milagro del diálogo y el consenso de fuerzas políticas muy diversas.
La BUP sancionada marcará un hito en la vida electoral del país, dada su autenticidad (la entrega el presidente de mesa), su economía, equidad e integridad al incluir a todas las fuerzas en una única oferta electoral. Significa, también, el fin de las trampas, menor necesidad de fiscalización, sustentabilidad ecológica, y una mayor facilidad para el escrutinio.
Al fin, los fondos destinados a la impresión de boletas quedarán en poder del propio Estado, único responsable de imprimirlas y suministrarlas el día de las elecciones, ahorrando recursos y dando certezas. Pero lo más relevante es que asistimos al funeral de una práctica que durante décadas permitió que muchos ciudadanos en situación de fragilidad quedaran cautivos del “aparato” partidario oficial. Maquinaria que con naturalidad les recordaba los “beneficios” que recibían del mismo Estado que los empobrecía, mientras los “guiaba” a los centros de votación, y les proporcionaba la vieja boleta partidaria como un mandato obligatorio para asegurarles permanecer en el círculo vicioso de la dependencia clientelar.
Al fin la mala política, signada por los nuevos tiempos, tuvo que propinarse un giro irreversible. Al fin, la hicieron boleta.
Director del Observatorio de la Calidad Institucional de la Escuela de Gobierno de la Universidad Austral