A la jueza le gustó la historia
A ella le interesó la historia. Tiene todos los condimentos para ser un fascinante relato de violencias: doméstica, institucional, filicida, homicida. Ella es profesora y la facultad donde trabaja necesita mostrar más investigación para satisfacer a la Coneau (Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria). El libro que se imaginó a lo largo del juicio puede ser su aporte a ese esfuerzo institucional. Sin embargo, la cosa es un poco más complicada…
Si escribe el libro va a ser parte de esa misma historia porque ella es jueza en el tribunal que decidió el destino del ahora condenado. Mientras pergeñaba el libro también pergeñaba la sentencia. Hacía dos cosas a la vez: estaba en la platea y actuaba en la obra. Tan fascinada estaba con su objeto de estudio y con su hipótesis que votó en disidencia. La historia que tiene que contar no la comparten sus colegas del tribunal. Seguramente el libro explicará su particular versión de los hechos. De ser así, a su voto le faltan argumentos o a su libro le sobra información.
La jueza-profesora-investigadora ya había tenido problemas por confundir sus tareas. Como profesora de una práctica profesional había llevado a sus estudiantes material de un caso de abuso sexual de una niña sin ocultar datos personales. Sus estudiantes hicieron la debida denuncia.
Ahora se la ve en un video con su reciente condenado, convertido en sujeto de investigación, o informante clave, sentados en el suelo, con los rostros cerca para no ser escuchados, tomando mate, hay quienes piensan que besándose.
Sin embargo, ella no está sola, todos la estamos mirando, como miramos a todo el Poder Judicial. Miramos y esperamos que los jueces y las juezas trabajen diligentemente para probar los hechos y dictar sentencia conforme las normas que democráticamente nos impusimos, que cumplan con el primer deber de las profesiones jurídicas: aplicar el derecho. Pero hay un segundo deber.
En efecto, en todo conflicto hay al menos dos partes y en muchos casos una de ellas quedará disconforme. El segundo deber del sistema de justicia consiste en asegurar que quienes no obtienen lo que creen merecer acaten pacíficamente la decisión tomada por las autoridades. Es decir, crear confianza en la gente para que no solo acepte las decisiones de las instituciones de la democracia constitucional y colabore en el cumplimiento de las normas, sino que además deponga la violencia y acceda a la justicia en la seguridad de que va a encontrar procedimientos adecuados y autoridades respetuosas, imparciales, independientes y diligentes. Este es el segundo deber de las profesiones del derecho: la tarea continua de construir legitimidad.
Según el último informe de Latinobarómetro, en la Argentina el 74% de las personas confía poco o nada en el Poder Judicial. Los linchamientos de los que dan cuenta los medios de comunicación han dejado de ser una sorpresa. Ya es un lugar común hablar de anomia o del incumplimiento de la ley en nuestro país. Las cosas no andan bien en el frente de la legitimidad.
Para aumentar la confianza de la ciudadanía en la Justicia se imponen restricciones a quienes ejercen el derecho que no se aplican a la gente común. Si bien podemos hacer cosas que el resto no puede (hablar ante los jueces, dictar sentencias, iniciar investigaciones, ordenar la detención de personas, obligarlas a entregar dinero, a no ver a sus hijos, a quebrar sus empresas), hay cosas que el resto de la gente puede hacer y que nosotros no. Tenemos un enorme poder pero, como dice la frase, “un enorme poder conlleva una enorme responsabilidad”. No podemos mentir, chicanear, ser desleales, actuar con mala fe, aconsejar actos fraudulentos, faltarle el respeto a la gente, demorar los procesos, ser parciales, ser dependientes de voluntades ajenas, ocultarnos detrás de la oscuridad del lenguaje profesional. Y estas no son meras expresiones de deseos, son reglas que juramos respetar.
Algunos de estos deberes se encuentran respaldados con sanciones, a veces incluso por sanciones penales, y otras veces forman parte de principios a los que debemos aspirar.
La ética judicial se rige por la máxima “no solo se debe ser, sino también parecer”. Ser parcial, corrupto o dependiente no son solo faltas éticas son, en algunos casos, delitos. El punto de la ética judicial es que aunque un juez o una jueza sea independiente, imparcial o íntegra, si no parece independiente, imparcial o íntegra ante una “observador razonable” (es el lenguaje de los principios de Bangalore de la ONU y del Código Iberoamericano de Ética Judicial) está violando las reglas éticas, minando la confianza pública en las instituciones y socavando su legitimidad.
A los jueces y juezas la obligación de mantener cierto ethos se le mete en su vida privada, se le imponen “exigencias que serían inapropiadas para el ciudadano común” (CIEJ). Tienen, por regla, una autonomía personal recortada por el rol que les toca asumir en nuestro sistema político.
Si les parece mucho, si no están dispuestos a asumir ese recorte, si quieren seguir dando clase o investigar científicamente casos en lo que se encuentran involucrados, o escribir libros y hacerse famosos o lograr honores académicos en el tiempo en el que deberían estar decidiendo causas, o abogar por la versión de una de las partes en un juicio que ellos mismos presidieron y que aún no tiene sentencia firme, o peor, si quieren entablar una relación personal con una persona a la que hace un rato han condenado, no tienen más que renunciar a su cargo para volver a convertirse en ciudadanos y ciudadanas de nuestra democracia constitucional y recuperar así la autonomía perdida. No se puede todo.
Abogado (UBA), investigador principal Cippec