A la guerra con Dante
Como si no hubiera sido suficiente con la publicación de una nueva traducción de la Comedia (una de referencia: la de Claudia Fernández Speier), los 700 años de la muerte de Dante Alighieri trajeron también uno de esos ensayos que aparecen muy cada tanto (y cada tanto es cada vez menos). Me refiero a La palabra deseada. La Divina comedia en el mundo contemporáneo, recién salido con el sello Mardulce, del argentino Mariano Pérez Carrasco.
Hay en Pérez Carrasco una implicación, se diría, angustiosa, un poco desesperada con la Comedia. Es acaso el ensayo más audaz y valeroso que haya leído en un mucho tiempo. De un asunto que es presa fácil de los estudios académicos, Pérez Carrasco (que es también académico) hace de la Comedia un campo de batalla en la lucha cuerpo a cuerpo con este tiempo, y al hacer eso formula la pregunta (angustiosa) de cómo recusar ese tiempo nuestro, el “mundo contemporáneo”. En la pregunta misma habita la recusación. No es subrayado de lector, sino persecución de autor. Podrían alegarse dos citas. Leer como pide Dante es poner en crisis el modo de mirar el mundo, este mundo. Dice Pérez Carrasco: “De allí que la lectura de Dante que aquí propongo sea también una lectura de nuestra época Y es, además, algo más que una mera lectura: es un cuestionamiento del sentido común de nuestra época”. Antes: “Quisiera que este fuera un libro de guerra”. Lo confirma con tres versos del Infierno: “… e io sol uno/ m’apparecchiava a sostener la guerra/ sì del camino e sì de la pietate”. Es la guerra de un hombre solo, tal vez porque en esa guerra somos todos hombres solos.
La Comedia es aquí objeto de estudio, pero mucho antes de eso es palabra viva. Es imposible en estas líneas escasas hacer justicia con esa palabra, “las experiencias que Dante nos hace ver”. Quisiera detenerme apenas en la confrontación que, con la Comedia, propone Pérez Carrasco entre san Agustín y el filósofo Theodor Adorno. Todo empieza con un sermón 80 de Agustín, sobre Mateo 17, 18-20. El tema es, por tanto, la oración, y el pedido de que aumente la fe, pero también, hacia el final, el mal. Señala Agustín: “Abundan los males en el mundo para preservarnos del amor al mundo”. (Es asombrosa la relación entre sus predicaciones y las obras mayores, no solamente “De Urbis Excidio” como simiente de La ciudad de Dios, también en ella, en los libros XXI y XXII, se explica largamente la cuestión del mal). Pero hay además libertad, y para Pérez Carrasco la libertad es “el tema filosófico central de la Divina comedia”. La naturaleza es buena, diría Agustín, lo que puede ser mala es la voluntad. Concluye Pérez Carrasco: “Enseñar a la elegir la buena vida es el propósito central de la Divina comedia”. Adorno, en cambio, envuelto en la negación de lo existente, se deslizaría sin más al nihilismo. En cierto modo, Pérez Carrasco toca el punto ciego de la estética adorniana, puesto que ni siquiera la belleza es posible, y si es posible es porque es falsa. No estoy tan de acuerdo con esa conclusión. En su ensayo “Progreso”, Adorno hace notar que “San Agustín comprendió que la redención y la historia no son la una sin la otra ni están la una dentro de la otra, sino que están en una tensión”. Tal vez Adorno no niegue la redención, pero no puede pasarse por alto que la aplaza indefinidamente.
Pérez Carrasco es una especie de servidor, en el sentido más profundo y sencillo de la palabra, del poema de Dante, y quien sirve a este poema, sirve además a la verdad del poema. No es otro su venablo. Es nuestro espejo. Lo escribe mejor Pérez Carrasco: “El hombre que escribió la Divina comedia fue, hasta cierto punto, un fracasado. Para huir de ese mundo que lo combate afirma otro mundo, un mundo que realiza los valores que su propio mundo niega. A través de esa afirmación a la vez literaria y filosófica (y, sobre todo, religiosa), Dante va a juzgar las creencias y los actos de sus contemporáneos”.