¿A dónde nos llevan las cumbres climáticas?
Se ha convertido en un rito de último momento en todos estos encuentros delegar en la reunión siguiente la definición de los pasos para concretar, en el futuro, las promesas y los planes
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En 2015 estuvimos en París cuando se firmó el “Primer acuerdo universal de la historia de las negociaciones climáticas”, como lo llamó el entonces presidente François Hollande. Se trata de un documento destinado a establecer medidas para detener el calentamiento global y que corona un proceso iniciado en la Cumbre de Río en 1992. El acuerdo de París fija como objetivo principal que el aumento de la temperatura media del planeta se estabilice “muy por debajo” de los 2°C con respecto a los niveles preindustriales y, en lo posible, no supere el 1,5°C.
El mundo esperaba ese acuerdo para transitar hacia un objetivo imprescindible y en apariencia inalcanzable: habitar un planeta que sólo empleara energías renovables.
En aquel momento, debido a los ataques terroristas ocurridos semanas antes, el gobierno francés declaró el estado de emergencia e impidió las usuales marchas de protesta que acompañan cada Cumbre del Clima. Esa prohibición inspiró una sutil movilización estática: diez mil pares de zapatos –incluidos los del papa Francisco– fueron depositados en la Plaza de la República en nombre del derecho a la libertad de expresión.
Siete años han transcurrido desde 2015 y las circunstancias se han agravado. El pasado 23 de octubre, en el Museo Barberini de Potsdam, en Berlín, jóvenes activistas contra el cambio climático arrojaron puré de papas sobre un cuadro de Claude Monet. Una semana antes, en la National Gallery de Londres, otros militantes ecologistas lanzaron salsa de tomate sobre Los girasoles de Van Gogh. En Roma, manifestantes italianas cubrieron con sopa otro cuadro del pintor holandés. Luego, se pegaron a la pared de la galería mediante un adhesivo.
¿Qué diferencia hay entre estas expresiones de disconformidad social con las políticas ambientales y las decisiones tomadas en las cumbres climáticas? Por un lado, ambas revelan una misma impotencia aunque se contrapongan. Por otro, se contraponen porque las primeras expresan auténtica desesperación mientras las segundas expresan hipocresía. La desesperación y la hipocresía han aumentado. La emisiones también.
Los agresores juveniles de las obras de arte aspiran a desenmascarar un poder al cual le importa más preservar la belleza artística en los museos que el cuidado ambiental. Por eso –sostienen–, a la destrucción del mundo en el que quieren vivir responden con agresión a lo que ese poder valora.
¿Habrá mejores métodos para alertar y revertir el calentamiento global que arrojar salsas contra algunas de las obras más célebres de la pintura? Las acciones de protesta no resultaron eficaces a la hora de sacudir la escalofriante apatía de los principales participantes de la reciente Cumbre del Clima celebrada en Sharm el-Sheikh. Estos no vacilaron en sumar nueva inoperancia a la ya acumulada en las reuniones anteriores. Como ocurre en la mayoría de estos eventos, concurrieron más de 35.000 personas, entre ellas representantes de cerca de 200 países. Muchos arribaron al aeropuerto local en unos 800 jets privados, un hecho tan inaceptable como arrojar salsa a las obras de arte.
No faltará sin embargo quien crea que esas voces de protesta han sido eficaces al evidenciar la urgencia que hay en adoptar las medidas indispensables para evitar un aumento superior a 2°C en la temperatura global. No obstante, los resultados de la cumbre se mostraron indiferentes a esa convicción: aunque algunos jefes de Estado querían “mantener vivo el 1,5 °C”, el lenguaje empleado para impulsar esta aspiración no preponderó en la redacción final del acuerdo. Se prefirió mantener la expresión “reducción gradual” de los combustibles fósiles, ya empleada en la COP26, en lugar del concepto de “eliminación gradual”. Quizá ello sea consecuencia de que en esta reunión haya habido más “lobbistas” de los combustibles fósiles que representantes de los países afectados por el cambio climático. Algo así como una mayoría de defensores de la industria del tabaco en una conferencia de salud (circunstancia que podría incluso agravarse en la próxima cumbre a celebrarse en Dubai, capital de Emiratos Árabes Unidos). El mensaje cínico de este procedimiento es indisimulable: si el porvenir de la Tierra afecta nuestros negocios, peor para el porvenir de la Tierra.
La Organización Meteorológica Mundial no deja dudas sobre el escenario actual: desde la Cumbre de París hasta la fecha (excepto en 2020 cuando las emisiones globales se redujeron como consecuencia de la pandemia) se ha observado un incremento continuo de los niveles de dióxido de carbono (CO2) y de otros importantes gases de efecto invernadero. En 2022 las emisiones globales de CO2 alcanzaron un nuevo récord mundial y no hay ni siquiera indicios de que se vaya a producir la disminución requerida para limitar, a fines del siglo, el calentamiento global a 1,5 °C.
Según las cifras de Global Carbon Project, los últimos siete años fueron los más calurosos jamás registrados. Esta cruda evaluación se publicó el día de la inauguración de la cumbre climática Cop27, en Egipto. En esa ocasión, Antonio Guterres, Secretario General de la ONU, advirtió: “Nuestro planeta está en camino de alcanzar puntos de inflexión que harán que el caos climático sea irreversible”. Esta demora en responder con eficacia para garantizar nuestra subsistencia no es más que una alianza siniestra por parte del poder político con la alteración sustancial de las condiciones indispensables para nuestra vida en el planeta.
Probablemente las conclusiones de la reunión de Sharm el-Sheikh sean menos memorables que las protestas que las precedieron. De todos modos, no deja de ser un avance la creación de un fondo de “pérdidas y daños” a fin de compensar a los países de bajos ingresos devastados por el clima extremo. Resta sin embargo resolver lo más difícil: cómo será la financiación y de dónde provendrán los fondos.
Se mantiene intacto en la declaración final un mundo de palabras y expresiones grandilocuentes que no se traducirán en acciones concretas. Abstracciones destinadas a dar lugar a eso que se ha convertido en un rito de último momento en todas las cumbres, casi un “recurso renovable” de la burocracia: delegar en el siguiente encuentro la definición de los pasos para concretar, en el futuro, las promesas y los planes. Un éxito para quienes se empeñan en lograr que nada cambie. Un inexplicable fracaso, en realidad, de ese humanismo que ha creído en la ciencia y la razón como herramientas apropiadas para comprender el mundo.
Estamos así ante una evidencia más y no menos cruel. Cumbre tras cumbre se desoyen las advertencias de quienes, como científicos, no se cansan de repetir que el calentamiento global, en lugar de decrecer, aumenta más y más. El poder económico se impone sobre la lógica del conocimiento y obliga a la ciencia a subordinarse a sus intereses. El progreso se reduce, en consecuencia, a perseverar en el mismo error.
De esta manera, la distancia entre el lugar en el que deberíamos estar y aquel en el que estamos en materia de emisiones de gases de efecto invernadero es cada vez mayor.
Lo evidente no parece serlo: somos parte de un destino común con nuestro planeta que no sólo ni ante todo es un entorno sino parte constitutiva de nosotros. El descontrol del calentamiento global es un atentado del hombre contra sí mismo.
Sólo a través de la cooperación, el compromiso y la coordinación de todos los países se podrá evitar la profundización de los desastres que ya están destruyendo tanta vida. Se trata de preguntarnos si estamos decididos a escuchar lo que ya sabemos. Es indispensable que el coraje, la imaginación y sobre todo la dignidad lleven a cabo ese trabajo. La inacción actual es cómplice de un porvenir reñido con nuestra supervivencia. El desafío es aprender a convivir. Pero esta vez ya no solo entre nosotros, sino con toda la vida en la Tierra.