A Donald Trump sólo puede pararlo la gente
¿Quién para a Donald Trump? Ésa es la pregunta que muchos se vienen haciendo desde que comenzaron las primarias en Estados Unidos. La respuesta parece obvia: nadie.
El problema es que la pregunta está hecha desde una expectativa errónea, pues supone que alguien, un líder mesiánico, una figura con fuerza, podría salirle al cruce y detenerlo de un solo golpe de efecto. No es así. Los únicos que pueden parar a Trump son los votantes. Y todo indica que no quieren hacerlo. Les gustan su demagogia y su populismo sin límites. Lo quieren porque es así.
Algo sobre cómo funcionan estas cosas la gente ya lo sabe en América latina. Durante una década larga el votante estuvo dando su apoyo, generoso y amplio, a gobernantes que dicen similares disparates a los de Trump y han gobernado tal como lo haría Trump si es que ganara. Y han hecho el tipo de desastres que en su momento, y si le toca, también hará Trump.
Hugo Chávez y luego Nicolás Maduro demostraron que la demagogia puede llegar hasta el infinito. Al igual que Trump, destratan y basurean a sus rivales, sin consideración ni contemplación alguna. Chávez pidió echar sulfuro en la sede de la ONU porque un rato antes había estado el demonio mismo. O sea, el entonces presidente norteamericano George W. Bush. Ninguneaba a sus allegados y asesores, los despreciaba, al igual que lo ha hecho la ex presidenta argentina Cristina Fernández de Kirchner y tal como lo hará Trump. Es que sólo ellos lo saben todo: nadie entiende la realidad a su manera, que es la verdadera. Son los auténticos mesías de la política, los profetas infalibles.
En la misma línea de Cristina, Chávez y Maduro, Trump apuesta a la confrontación verbal. Ubica a todos sus adversarios en la vereda de enfrente, del lado de los villanos, de los malos, de los antipatriotas. Denigra sin reparos a los periodistas inquisitivos. Hace lo mismo que se vio en la Argentina y Venezuela en esta última década cuando surgió lo que ahora se ha dado en llamar "la grieta". Es que los populismos demagógicos no tienen signo ideológico. Son un fenómeno en sí mismo. Y vaya si un fenómeno pernicioso.
La cuestión entonces está en la gente. La que vota. No hay una voz sabia solitaria que pueda parar a Trump, como no la hubo para detener a Chávez ni a Cristina. Fue mucha la gente que quiso que ellos, y no otros, fueran los gobernantes de sus respectivos países. En el caso de Cristina, sus períodos bajos fueron en las elecciones de mitad de período, donde sólo se renovaban bancas y algunas gobernaciones y donde la gente aprovechaba para enviar señales de alerta al gobernante que en ese momento no estaba poniendo en riesgo su propio cargo. Las cosas cambiaban cuando llegaba el momento de su elección y reelección: ahí sí las mayorías se volvieron abrumadoras. Con Chávez pasó algo similar.
Por alguna razón, que merecería otro tipo de análisis, la gente quiere escuchar estos cuentos. Prefiere la versión simplificada, grosera, brutal de cómo debe hacerse la política. La seduce la irracionalidad belicosa de una peculiar retórica política. Y contra eso es poco lo que se puede hacer. Ante tanta fácil simplificación es imposible anteponer una lógica que recurra a la sensatez, a la cordura, a la sutileza y a la sofisticación requeridas para hacer política en serio.
En caso de que gane Trump, surge el temor de que su sola presencia cause antipatía y resentimiento en buena parte del mundo. Lo cual tampoco es nuevo. Cristina hizo lo mismo. Gobernó enfrentada a los países que se suponía eran sus amigos. Los irritó, los perturbó, los sacó de casillas con gestos y palabras hirientes, innecesarias.
La Argentina, por cierto, no es una potencia como Estados Unidos. Las consecuencias de su irracional política exterior afectaron al país, pero no pusieron en vilo la paz mundial. Como sí ocurrirá en caso de ganar Trump.
Es notorio que el electorado republicano se volcara mayoritariamente a favor de este populismo nacionalista y rampante que propone su candidato. No está claro qué piensa hacer el resto del país.
Lo que importa señalar en todo momento es que Trump tiene apoyo entre la gente y por eso ya no hay cómo "detenerlo". Está claro además que no es una peculiaridad propia de un sector del pueblo norteamericano. Ni del latinoamericano. El mismo fenómeno intenta surgir en otros países, incluidos algunos de Europa central y occidental.
Hay gente, demasiada gente, que pide a gritos ser seducida por una retórica de promesas fáciles, de relatos falsos, de demagogia pura, de populismo descarnado. Si la Argentina pudo tenerlo, si Venezuela también, ¿por qué no habría de ocurrir en Estados Unidos con Trump?
El autor, uruguayo, es periodista y columnista político