A cuatro décadas de la “detonación” del conurbano pobre
Un proceso de secuencias difusas pero tangibles con solo repasarlas llevó a esa geografía bonaerense a un estado de anomia con final abierto, que en lo que va del siglo no hizo más que empeorar
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La “detonación” del GBA pobre fue un proceso de secuencias difusas pero tangibles con solo recorrer sus paisajes. Aún en los 60, la modalidad dominante de urbanización eran los grandes loteos de quintas de sus zonas periurbanas, registrándose un hilo de continuidad respecto del medio siglo anterior. Pero también aparecieron signos preocupantes, como la aceleración de la inmigración interna y las dificultades crecientes de formalización laboral.
Las “villas miseria” –término acuñado por Bernardo Verbitsky en referencia a nuestra modalidad de suburbios marginales– dejaron de ser lugares de paso para aumentar su densidad y las dificultades de su urbanización. Por lo demás, las estafas a los recién llegados alentaron las tendencias a las radicaciones promiscuas, pese a que todavía los gobiernos exhibían instrumentos rectificadores, además de los pomposos planes lecorbusianos del Fonavi. Muchas ventas no pudieron escriturarse, comprometiendo la noción compartida de propiedad privada que alentaba al fomentismo y a la transformación de las villas en barrios.
El proceso macroeconómico también brindó sus aportes a las tendencias anómicas. Por caso, la inflación oscilante se tornó elevada y perenne desde 1969 para no detenerse hasta 1991. Era solo el síntoma de una enfermedad de fondo: el agotamiento de los recursos fiscales genuinos y la lentitud de la reconversión de nuestras industrias protegidas en exportadoras. Ese sector, que había revelado cualidades tan virtuosas de ocupación de las masas expulsadas por la crisis agrícola entre los años 30 y los 50, las fue perdiendo al compás de su ingreso en las manufacturas básicas capital-intensivas, relegando a los recién llegados a la construcción, el servicio doméstico y diversas actividades informales.
Todos los síntomas insinuados desde los años 40 tendieron a agravarse, como las inundaciones por la insuficiencia de canales aliviadores, los alargues eléctricos ilegales, la saturación de las quemas de basura, los congelamientos vehiculares y la insuficiencia de los transportes, verificable en su atestamiento durante las horas pico y su irracionalidad por suspensiones, atrasos e imprevisibilidad de los horarios de llegada a los destinos laborales, estudiantiles y domiciliarios. Aun así, todavía reinaba el pleno empleo y las situaciones de miseria eran marginales, aunque comenzaron a tornarse parte del paisaje en plazas y terminales ferroviarias.
La violencia política de los años 70 habría de agravarlo todo. La inercia burocrática y la ineficiencia creciente de la década anterior impulsaron resoluciones tan drásticas como contraproducentes. El régimen militar instaurado en 1976 expulsó a varias villas de la Capital y arrojó a sus habitantes al GBA. Y sobre llovido, mojado: prohibió allí los loteos para detener la congestión, que no hizo más que exacerbarse por la prosecución de las migraciones internas, a las que se sumaron nuevos contingentes de los países limítrofes. El autoritarismo operó como “olla a presión” lista para detonar ni bien remitiera, conjugando los problemas habitacionales y de urbanización con los ocupacionales a raíz de la estanflación de los años 80.
Con la democracia comenzaron las primeras experiencias de tomas territoriales masivas, aceleradas con el correr de la década. La memoria autoritaria inhibió las restricciones de las de zonas inaptas para la habitabilidad como ex quemas, sitios de vuelco de residuos tóxicos o bajíos propensos a las inundaciones. La insolvencia estatal nacional y provincial transfirió las funciones de contención a las municipales, cuyos fondos exhaustos determinaron niveles decrecientes de sus funciones tradicionales. Y sus intendentes, perplejos, debieron disponerse a la resolución de las situaciones de emergencia de los nuevos barrios.
A su cabeza, emergió todo un elenco de dirigentes diestros en manejar las situaciones de carencia motivadas por el desempleo estructural masivo. Y de cuyo seno surgieron “referentes comunitarios” expertos en recorrer las dependencias municipales, “apretar” a los funcionarios allí donde les doliera y organizar movilizaciones callejeras en demanda de alimentos, medicamentos básicos y asistencia para la construcción de viviendas de chapa, cartón o madera. Y si los recursos resultaban insuficientes, la posibilidad de una transferencia de ingresos forzada por la vía de actividades ilegales que las autoridades garantizaban en las respectivas “zonas libres”.
La estructuración de estas situaciones fue el campo fértil para una nueva generación de fenómenos políticos imprevistos por la desinformación de los agentes de la democracia primigenia. Lo multitudinario de los nuevos suburbios los convirtió en un manantial previsible de votos ya no individuales sino colectivos de diversos agregados que abarcaban desde la religión, los orígenes étnicos, el deporte barrial o las actividades marginales. Cada uno demarcó informales reglas de convivencia que hicieron proliferar identidades sustentadas en sus respectivas estrategias de supervivencia.
Se empezó a extender la denominación de estas situaciones como “territorios”, y como contrapartida de la nueva camada de dirigentes de base, todo un staff de operadores que fueron el sustento de otra estribación imprevista: el patrimonialismo de los denominados “barones”, diestros en el conocimiento y la administración de la carencia. Pero los conflictos en el interior de los “territorios” y la prosecución de las tomas generaron una enorme indefinición jurisdiccional. Hemos ahí dos problemas yuxtapuestos: uno político y otro cultural.
El primero evoca una modalidad de ciudadanía vertical y colectiva, encabezada por caudillos de base, bien reconocida por muchos expertos en el resto de América Latina y el mundo subdesarrollado, pero no en la Argentina. Su lugar la ocupaban instituciones barriales de fomento horizontales de vecinos con trabajo más o menos estable, autonomía socioeconómica y eventual cobertura gremial. El segundo, remite a la identidad procedente de la pregunta sobre la pertenencia comunitaria. En barrios liminares, hasta las comunales resultaban difusas, al tiempo que cada agregado era regido por códigos diferentes entre sí, motivando conflictos frecuentes respecto de los cuales la intervención policial resultaba desbordada. A tal punto que el monopolio estatal de la fuerza fue cediendo a la convivencia con bandas armadas asociados a las actividades ilegales o a las barrabravas deportivas indispensables para el “aparateo” de los “barones” y para incidir en los resultados electorales.
La estabilización de los años 90 alumbró planes de recomposición de este rompecabezas. Pero la consolidación de la pobreza incubó nuevos emergentes socioculturales: desde los movimientos piqueteros en tensión con los referentes de base surgidos durante la década anterior, la deslegitimación municipalista de las clases medias resilientes hasta la emigración de las clases acomodadas a las nuevas urbanizaciones periurbanas situadas en el norte y el oeste. Anticipos de una saga de final aun abierto que en lo que va del siglo XXI no ha hecho más que empeorar.
Como lo hemos dicho en otras oportunidades, urge reflexionar sobre esta geografía anómica; una tarea adosada necesariamente a la reformulación provincial y la regionalización que recree ciudadanías universales al amparo del imperio de la ley.
Miembro del Club Político Argentino y de Profesores Republicanos