A 50 años de la publicación de Mi planta de naranja-lima
Este año se cumple el 50º aniversario de la publicación de Mi planta de naranja-lima, del escritor brasileño José Mauro de Vasconcelos. Leímos esa novela, que cuenta la historia de Zezé Vasconcelos, un chico de barrio que quiere ser poeta, cuando teníamos pocos años más que el protagonista. En ese entonces las compras de libros en la escuela se hacían en forma grupal. Como no había librerías cerca, la maestra juntaba el dinero para comprar los ejemplares de los estudiantes, allá lejos en el "centro", donde sí había. Cuando el gasto resultaba excesivo para una familia, se podía compartir un libro entre varios compañeros. No guardé un ejemplar de Mi planta de naranja-lima.
Había varias coincidencias entre la familia del chico de la novela y algunas de nuestras familias. En ocasiones, en esos años un padre se quedaba sin trabajo, como el padre de Zezé Vasconcelos, o se enfurecía con las travesuras de los hijos pequeños. No recuerdo que la violencia familiar fuera objeto de análisis en el aula, como sí pasaba con la imaginación frondosa de Zezé en su amistad con la planta de naranja-lima. Creo que estudiantes y docentes preferíamos pensar que eso era algo que solo ocurría en el plano de la ficción. Además, en la mayoría de las familias, casi siempre había un tío o una tía o un adulto al que le gustaban la música, la lectura de libros o las obras de arte, como pasaba con un personaje del entorno del chico.
La novela fue un best seller, en parte porque era material de lectura obligatorio. Pero el secreto del éxito no residía tanto en el retrato de una familia empobrecida ni en la denuncia social ni en la suma de peripecias del héroe infantil (la estructura de la obra combinaba la novela picaresca con los dramas de Charles Dickens protagonizados por niños). Lo extraordinario estaba en una idea sencilla: una planta se convertía en la amiga íntima de un chico soñador y sentimental, que buscaba evadirse de una realidad difícil. La planta de naranja-lima era la confidente, la compañera de juegos y el soporte emocional del locuaz Zezé. El chico le había dado un nombre: Xururuca. La planta de naranja-lima coprotagonizaba Mi planta de naranja-lima.
Pasaron los años y, durante la adolescencia, empezamos a tomar distancia de la novela de Vasconcelos. Aunque en la primaria la habíamos amado e incluso emulado en los jardines (en verdad, les decíamos los "fondos") de las casas, a los catorce o quince de pronto nos pareció un rejunte de cursilerías y golpes bajos. ¿Había necesidad de que el mejor amigo de Zezé, sin mencionar la planta, muriera en un accidente ferroviario? ¿No era un prejuicio social pensar que un hombre desempleado se transformaba de la noche a la mañana en un padre violento? ¿Y qué era, por Dios, una planta de naranja-lima? Ninguno de nosotros había visto una en su vida.
En ese momento, mientras descubríamos en la biblioteca escolar las novelas francesas del existencialismo, el teatro del absurdo y a Boris Vian (tal vez al único que ahora rescataríamos si nos dieran a elegir), la historia del chico carioca de familia empobrecida, ¡y sin conciencia de clase!, nos daba vergüenza ajena. Nadie se atrevía a recordar ni mucho menos a contar que, pocos años atrás, mientras estábamos solos en el fondo de la casa alquilada donde vivíamos, jugábamos y conversábamos con un árbol. Una higuera de ramas confortables, una morera, el limonero, el ciruelo que florecía en primavera o cualquier otro árbol, preferiblemente frutal, hacía el papel de la planta de naranja-lima.