A 50 años del Concilio Vaticano II
Apenas cesó el tronar de las bombas que arrasó con siglos de creación intelectual y espiritual, durante la Segunda Guerra Mundial, hubo quienes supieron evaluar la magnitud y profundidad de la tragedia y asumieron una actitud de compromiso y acción por rescatar tan siquiera algunos tizones de los cimientos de una cultura que la barbarie pretendió borrar de la faz de la tierra.
Entre las acciones más aberrantes y ominosas que se desarrollaron en el marco de esa contienda se halla la Shoah, la aniquilación sistemática e industrial de seis millones de judíos por el mero hecho de poseer tal identidad. Lo que hace excepcionalmente singular a ese crimen no es sólo su magnitud, sino la ideología que urdió el plan destructivo. No se trataba de aniquilar sólo a los miembros de esta comunidad, sino a todo aquel que tuviese en sus genes un rastro de parentesco con lo judío. Destruir sus instituciones, textos y pertenencias. Devastar hasta sus cementerios, haciendo añicos sus lápidas y profanando sus tumbas. No sólo los judíos vivientes debían ser trocados en cenizas, hasta los huesos de sus antepasados debían eliminarse. Eliminar a los lactantes y a los niños por nacer. Borrar de la faz de la tierra todo rastro que refleje la existencia de lo judío.
Raphael Lemkin acuñó un término nuevo para definir este crimen: genocidio. Bien aclara Élisabeth Roudinesco en su libro A vueltas con la cuestión judía , que esa palabra define exactamente el propósito del nazismo, pues lo que se propuso fue eliminar el génos , la identidad, el ser, la historia y la genealogía judíos.
La historia del antisemitismo europeo es tortuosa y milenaria. Su máxima expresión destructiva se manifestó en el accionar del nazismo, pero muchos cimientos del mismo fueron erigidos por el Cristianismo. Así lo escribió en su libro Christ Jesus and the Jewish People Today el cardenal Walter Kasper, quien sirvió en el Vaticano como presidente de la Comisión Pontificia para las Relaciones Religiosas con los Judíos, desde 2001 hasta 2010: "La historia de las relaciones judeo-cristianas es compleja y dificultosa. En adición a algunos tiempos mejores, como cuando obispos tomaban a judíos bajo su protección contra los pogromos de las turbas, hubo tiempos oscuros que quedaron especialmente grabados sobre la conciencia colectiva judía. La Shoah, la matanza estatalmente organizada y patrocinada de aproximadamente seis millones de judíos europeos, basada en una primitiva ideología racial, es absolutamente el punto más bajo en esta historia. El Holocausto no puede ser atribuido al cristianismo como tal, ya que también tuvo claros rasgos anticristianos. Sin embargo, durante siglos, el antijudaísmo teológico cristiano contribuyó a diseminar una antipatía contra los judíos, de tal modo que el antisemitismo motivado ideológica y racistamente pudiera prevalecer en forma tan terrible, y que la resistencia contra la ignominiosa brutalidad humana no lograse el aliento y la claridad que se debiera de esperar".
Si bien hubo muchos que se comprometieron a rescatar los tizones humeantes de la cultura europea después de la Segunda Guerra Mundial, hubo dos líderes que la historia recordará como especialmente emblemáticos: Konrad Adenauer y Juan XXIII. Ambos lucharon a su modo contra la barbarie nazi. Adenauer aunándose con los que conspiraron contra el régimen. Juan XXIII, como delegado apostólico en Turquía, salvando la vida de miles de judíos perseguidos.
En Alemania, surgieron líderes que enfrentaron los errores del pasado y dedicaron esfuerzos por rescatar lo máximo de aquello que alguna vez había conformado el diálogo cultural judeo-alemán, del que Martin Buber, Franz Rosenzweig y Gershom Scholem son algunos ejemplos conspicuos. Juan XXIII convocó a un nuevo Concilio, a fin de recrear el mensaje eclesial frente a una realidad nueva, cambiante. Uno de los temas que preocupaban al papa Angelo Roncalli era el diálogo y el reconocimiento de hermandad que por herencia histórica y espiritual se deben judíos y cristianos. Un diálogo que tiene sus raíces en el momento mismo de la génesis del cristianismo a través de la acción de un maestro judío, Jesús, y sus discípulos, los Apóstoles. Juan XXIII no alcanzó a ver la versión final y aprobada de Nostra Aetate, que firmó su sucesor, Pablo VI. Pero su espíritu y fe están en ella. Esta declaración conciliar sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas, y sus afirmaciones acerca de la relación con el judaísmo, conforma la piedra angular sobre la que se desarrolló posteriormente el fecundo diálogo judeo-católico, y el accionar de Juan Pablo II con el pueblo judío y el Estado de Israel.
El pueblo judío es el depositario de una cultura milenaria enraizada en una cosmovisión en la que se deposita la fe en un Dios absolutamente espiritual y sempiterno, creador de todo lo existente a partir de la nada. El ser humano es la única criatura que lleva en su constitución material un hálito de lo divino. Esta cultura que sirve de fundamento a este pueblo singular, pues subsistió sin su propio territorio durante dos milenios, supo mantener en su larga historia un diálogo fecundo entre sus propias corrientes al igual que con las culturas con las que interaccionaba. De su seno nació el cristianismo, de su heredad se nutrió el islam. La negación obsesiva de su derecho a existir, de su derecho a continuar desarrollando su cultura, es un estigma que macula la condición de todos aquellos que la sostuvieron y sostienen.
El Concilio Vaticano II, de cuyo inicio se cumplen 50 años, fue la reacción de una de las instituciones que forjaron la cultura occidental ante sus propias falencias. Buscó dar respuestas a una realidad cambiante en la que la confusión y las pulsiones más abyectas llevaron a pretender erradicar la memoria del pueblo en cuyo seno se gestó sustancialmente la esencia de su credo. Las proclamas del Concilio se hicieron carne en fieles seguidores que entienden, al igual que muchos judíos, que las milenarias visiones proféticas de un mundo que sabe del diálogo del espíritu aún se mantienen incólumes en una esperanza que pese a todas las desventuras no se pierde. Seguramente porque sin la misma, para muchos, la existencia misma carecería de sentido.
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