A 50 años de un gran capítulo
Literatura argentina. En 1968, el Centro Editor de América Latina, creado por Boris Spivacow, lanzó una colección de libros y fascículos que hizo leer como nunca a varias generaciones
Imposible olvidarse de aquellos días. Aun habiendo trabajado después en diferentes oficinas y redacciones, aparentemente con mayor responsabilidad y resonancia públicas, no volví a sentir el calor envuelto en entusiasmo de esas jornadas de 1967 y 1968. Creamos, simplemente, una editorial -permítaseme compartir, desde el lugar más modesto, la primera persona del plural-, pero esa creación implicaba publicar libros, y publicar libros puede significar una consigna de lucha o una apuesta por la libertad o, por lo menos, una negativa a conformarse. No es garantía de nada, sino apenas una esperanza.
Hablo, por supuesto, de la puesta en marcha del Centro Editor de América Latina (CEAL) por Boris Spivacov, quien abandonó en 1966 la conducción de la Editorial Universitaria de Buenos Aires (Eudeba), ante el golpe de Estado del general Onganía, que depuso al presidente Arturo Illia y decretó el cese de las autonomías de las universidades. Spivacov y sus amigos decidieron que había que resistir a la dictadura, y lanzaron un producto que desde su nacimiento sufrió diversas clases de hostigamientos por parte del gobierno militar, pero que que insospechadamente iba a provocar un terremoto en el escenario de la distribución de libros.
No se trataba de una obra política, al menos no explícitamente. Lo que propuso Spivacov -y después unos cuantos llevamos a cabo- fue una nueva historia de la literatura argentina, enfocada desde el período colonial hasta el presente. La obra estaba compuesta por 59 entregas semanales, cada una de las cuales se componía de un fascículo de 24 páginas ilustradas, más un libro de diversas extensiones, habitualmente entre 100 y 200 páginas. El plan fue diseñado por el escritor y crítico Roger Pla, designado director de la obra, y el profesor universitario Adolfo Prieto, especialista en literatura argentina. A la vez fui convocado -con mucho interés y expectativa- como coordinador general de la nueva Historia.
A mediados de 1967 el equipo estaba formado, y yo solo necesitaba una asistente que me ayudara, tanto en teoría como en práctica. Lo conseguí, en la persona de Josefina Delgado, jovencísima e inteligente cuasiegresada en Letras, que después se graduó, además de destacarse como crítica, editora y funcionaria cultural. Tras arduos debates, sellamos la colección con el nombre de Capítulo, al mismo tiempo colectivo e individual.
Asumimos la preparación de cada fascículo y libro como un acto de militancia. Naturalmente, no podíamos tocar los textos salvo en caso de error evidente. Cada trabajo era firmado por su autor, por lo general un crítico o investigador reconocido, y sus ideas debían respetarse. ¿Cómo atrevernos a modificar a Bernardo Canal Feijóo cuando habla del Barroco, o a Raúl Castagnino cuando se refiere a la época de Mayo, o a Gregorio Weinberg cuando presenta el nacimiento de la crítica?
El lanzamiento de la colección se hizo a través del los quioscos de diarios. El éxito fue espectacular y superó las previsiones más optimistas. Aunque nunca llegamos a disponer las cifras de venta exactas, podía afirmarse que se habían superado holgadamente los 150.000 ejemplares semanales, con lo que batíamos a cualquier venta de libros en nuestro país, y entrábamos en insólita competencia con diarios y revistas.
El Centro Editor se convirtió en una plataforma mágica que despachaba en forma ininterrumpida mensajes sobre la Argentina, que eran coleccionados prolijamente. Los colaboradores más tradicionales se alternaban con críticos más jóvenes, que nos traían propuestas y enfoques modernos. Entre los primeros, podemos citar, aparte de los ya mencionados, a figuras prestigiosas como Rodolfo Borello, Luis Ordaz, Carlos Mastronardi o Augusto Raúl Cortazar. Cada visita de un escritor "veterano" a las oficinas del Centro Editor, situadas por entonces en la Avenida de Mayo, constituía una experiencia única para Josefina Delgado y para mí; el lenguaje enfático que empleaban motivaba una sonrisa, como cuando Canal Feijóo, para indicar que le gustaba un texto, lo calificaba de "conceptuativo" e "inspiracional".
En el segundo grupo de colaboradores, en su mayoría menores (en 1968) de 40 años (el límite podría marcarlo Noé Jitrik, autor, entre otros, de importantes fascículos sobre Esteban Echeverría y José Hernández), se advierte una rica galería de nombres que han atravesado fructíferamente el medio siglo, o parte de él: Beatriz Sarlo, Eduardo Romano, Jorge Lafforgue, Nora Dottori, Angel Núñez, Susana Zanetti, Jorge Rivera y unos cuantos más. En 1979-82 el CEAL publicó una nueva edición de Capítulo, ampliada y actualizada, con la dirección de Susana Zanetti. La nueva edición obtuvo el reconocimiento de la crítica, pero su éxito de venta fue menor.
La importancia del primer Capítulo no puede discutirse. Fue la primera historia popular de nuestra literatura, que vino a suceder y a poner al día las obras más académicas de Ricardo Rojas y Rafael Alberto Arrieta. Al entregar un libro con cada fascículo, contribuyó a formar, en millares de hogares, pequeñas bibliotecas en las que, casi sin saberlo, quedaban guardados fragmentos del patrimonio nacional. De Sarmiento a Borges, de José Hernández a Julio Cortázar, de Alfonsina Storni a Leopoldo Marechal, de Ernesto Sabato a Abelardo Castillo, el material de lectura era variado y revelador.
Lástima que hoy, a medio siglo de distancia, la grave decadencia de nuestro sistema educativo ha reducido al mínimo la voluntad y el placer de leer. Renunciar a leer es renunciar, también, a la identidad y a la memoria.