A 30 años de una Semana Santa que hizo historia
Un recuerdo incompleto y oportunista del levantamiento militar de 1987 quiere ver como claudicación lo que fue un gran triunfo de la democracia
"Felices Pascuas, la casa está en orden." La frase que trajo alivio al país se recuerda incompleta por quienes vieron en las jornadas de Semana Santa de 1987 una claudicación.
Creo, por el contrario, que en esos días se afirmó para siempre nuestra democracia.
El 15 de abril de 1987 un grupo de oficiales del Ejército hizo pública resistencia a presentarse ante la Justicia en causas en las que estaban imputados por diversos delitos. Se rompió la cadena de mandos: mientras los jefes de las tres fuerzas y la mayoría de los oficiales superiores acataban el orden constitucional, una minoría activa y organizada resistía las órdenes de los jueces.
Un rápido recorrido nos permitirá entender mejor lo sucedido. El 30 de septiembre de 1983, en un acto en Ferro, Raúl Alfonsín sostuvo que anularía el decreto de autoamnistía firmado por el gobierno militar y anunció los tres tipos de responsabilidad que se tendrían en cuenta: la de los que tomaron la decisión de actuar como se hizo, la de los que cometieron excesos en la represión y, otra distinta, la de los que cumplieron órdenes en un marco de extrema confusión.
A tres días de haber asumido la presidencia firmó los decretos de procesamiento de los ex comandantes de la juntas militares y de las cúpulas guerrilleras. Los jefes guerrilleros serían juzgados por los delitos cometidos en democracia. En el decreto se instaba a la persecución penal de quienes hubieran tenido capacidad decisoria y se mencionaba al personal subalterno que pudiera haber sido inducido a error sobre la significación moral y jurídica de sus actos. Los delitos de violación, apropiación de menores y bienes materiales quedaban excluidos de exculpación.
Se reformó el Código de Justicia Militar incorporando la apelación a los Tribunales Federales y se creó la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep), para recibir las denuncias y elaborar un informe que develara las violaciones de los derechos humanos.
El Juicio a las Juntas se celebró en 1985 y significó un antes y un después en nuestra historia. Es uno de los hechos más reconocidos mundialmente en la lucha por los derechos humanos. Pocos se imaginaron que esto sería posible; una vez terminado, cientos de ciudadanos se animaron a denunciar a otros represores.
Frente a la incertidumbre que generaba el estado de sospecha sobre todos los miembros de las Fuerzas Armadas y con el peligro que suponía que las denuncias se dilataran en el tiempo, el 23 de diciembre de 1986 se sancionó la ley conocida como de punto final. La aceleración de las causas por la aplicación de la ley y las citaciones a más de 400 oficiales, 100 de ellos en actividad, profundizaron la inquietud en los cuarteles. Ése fue el escenario de Semana Santa.
Días antes, en Las Perdices, Córdoba, Alfonsín ya había anunciado que se trabajaba en una ley que reflejara el compromiso asumido en la campaña electoral: los tres niveles de responsabilidad.
Volvemos entonces al levantamiento del 15 de abril. Frente a los acontecimientos, el presidente, su gobierno y el sistema de partidos políticos desplegaron una actividad que movilizó a la sociedad en defensa de la democracia.
La Asamblea Legislativa emitió una declaración de repudio a la actitud de los sublevados y en apoyo del orden democrático. Los partidos políticos de la Argentina, incluido el Partido Justicialista, presidido por un comprometido Antonio Cafiero, firmaron el Acta de Compromiso Democrático. El secretario general de la CGT, Saúl Ubaldini, convocó a la movilización. Decenas de miles de ciudadanos llenaron las principales plazas del país y hubo quienes se dirigieron a las puertas de Campo de Mayo a repudiar a los sublevados. El juez federal de San Isidro, Alberto Piotti, se trasladó hasta allí para solicitar que depusieran su actitud.
El liderazgo personal del presidente Alfonsín orientó y condujo a miles de ciudadanos movilizados y a los mandos de las Fuerzas Armadas, que respondían a la autoridad presidencial. Ordenó el despliegue del Segundo Cuerpo de Ejército, al mando del general Ernesto Alaiz, para retomar las unidades y detener a los amotinados.
Éstos solicitaban una amplia amnistía, la renuncia de los jefes del Ejército y que su reemplazo surgiera de los nombres que ellos propusieran. Alfonsín sostuvo que la democracia no se negociaba y no aceptó los términos exigidos.
Cuando no se pudo avanzar más en el diálogo con los amotinados, a pesar de los esfuerzos del ministro de Defensa, Horacio Jaunarena, Alfonsín tomó la decisión de ir a Campo de Mayo a intimarlos a deponer su actitud. Me tocó estar en el despacho contiguo al presidencial cuando esto sucedió y acompañarlo al balcón sobre la Plaza de Mayo. Preocupados, emocionados y conmovidos lo oímos decirle a la multitud: "Estamos demostrando la definitiva decisión de vivir en democracia. La fuerza de la movilización pacífica de la ciudadanía, que es más fuerte que la violencia. (...) Estamos arriesgando el futuro de nuestros hijos, estamos arriesgando sangre derramada entre hermanos. (...) Antes de proceder he resuelto ir personalmente a Campo de Mayo a intimar la rendición de los sediciosos.(...) Dentro de un rato vendré con las soluciones a decirles que podemos volver a nuestros hogares para darles un beso a nuestros hijos y en ese beso decirles que les estamos asegurando la libertad para los tiempos".
Estos discursos de tono a la vez firme y conciliador se apoyaban en la fuerza de la movilización popular y en la conciencia democrática generada por la propuesta de Alfonsín, sintetizada en la idea de que no habría democracia sobre la base de una claudicación moral que evitara las sanción de los crímenes y sin la reinserción de la Fuerzas Armadas en el orden jurídico. Alfonsín contenía y dirigía esa fuerza sin exaltar odios ni enfrentamientos que pudieran terminar en derramamiento de sangre. En un país en el que desde ese mismo balcón se instó a las masas a la violencia y al enfrentamiento, optó por una relación dinámica entre la movilización del pueblo y el despliegue de unidades militares.
Se ha atribuido la demora en el desplazamiento de las fuerzas a la falta de voluntad de los mandos superiores; me consta que se debió a la intima convicción de Alfonsín de que las fuerzas debían ser disuasorias, debían procurar evitar la represión y dar tiempo para que el diálogo y el arte de la buena política hicieran su tarea.
Los amotinados depusieron su actitud, fueron sometidos y juzgados. Ninguno pudo continuar su carrera militar, aunque el cabecilla, el teniente coronel Aldo Rico, sí pudo hacer carrera política en el peronismo.
El peronismo renovador tuvo una participación protagónica en esas jornadas, así como cupo al radicalismo la responsabilidad de conducir esa gesta histórica.
El oportunismo hizo que luego se perdiera este compromiso y se procurara ver en los episodios de Semana Santa la claudicación a que hicimos referencia al principio. Cuando el peronismo volvió al gobierno, decretó un indulto que dejó libres a más de 200 oficiales y 100 civiles que cumplían condena por violación de los derechos humanos y también a las cúpulas guerrilleras.
A 30 años de aquellas jornadas cabe reflexionar sobre la desvalorización y tergiversación que se hizo de estos acontecimientos y recordar íntegramente el proceder y el mensaje del presidente Alfonsín. Cuando dijo: "Felices Pascuas. Podemos todos dar gracias a Dios, la casa está en orden y no hay sangre en la Argentina", fue, para mí, su hora más gloriosa.
Dirigente radical, ex intendente de la ciudad de Buenos Aires