A 30 años de Tango argentino en París
Las ocho de la mañana fría de otoño, con un apenas de garúa. En el aeropuerto auxiliar de Orly aterriza y avanza hacia el playón de atraque el exótico vuelo con el mayor desembarco o retorno de tango en París. París, la "pata" europea del tango en sus orígenes. Bajan por la escalerilla esos artistas nocturnales golpeados por el día, que saben que antes de las diez todo es un insoportable madrugar. Van hacia los buses preparados por el Festival de Otoño. Salgán, el expansivo Libertella, María Graña, Goyeneche, con su echarpe y las solapas del saco levantadas. Se los alivia de saludos convencionales y palabras de obvia bienvenida. Dormirán el resto del día y, esa misma noche, Claudio Segovia los familiarizará con las tablas históricas del Teatro de Châtelet.
Tres toneladas y media de carga: decorados, baúles de vestuario, instrumentos, el contrabajo en su caja como un gigante sin brazos, los lúgubres estuches de los bandoneones (sus ejecutantes los llevan en su mano al ómnibus).
Buenos Aires-París-Montevideo, las ciudades madre de esa melancolía universalizada y persistente. Un siglo atrás, desde 1907, habían llegado Ángel Villoldo y Alfredo Gobbi, enviados por la tienda Gath & Chaves para gravar cilindros de cera con aires camperos y milongas, con músicos de la banda de la Guardia Republicana. A partir de 1910, el tango prendió con inusitada fuerza y moda arrolladora empujada por el esnobismo de la clase alta parisina. El 10 de enero de 1911 anotaba Le Figaro: "Lo que bailaremos este invierno será una danza argentina, le tango-argentin , que es graciosa, rítmica, extraña, variada...". Así, ese "pensamiento triste que se baila" pasa de los burdeles de La Boca y de los peringundines del Cerro, al París de Bagatelle y Passy y de allí, por fin, al "Centro" porteño y montevideano (este itinerario se repetiría). Justamente, aquella nota de Le Figaro conllevaba el bautismo del espectáculo: Tango a rgentino.
Entre 1910 y 1914 en esa Europa esquizoide, Francia, Alemania, Italia, Austria, entre el charlestón desbocado y la melancolía lenta del tango, parecía cancelarse el fin de siglo ante el muro atroz de la Guerra Mundial. Todo era champagne-tango, color tango, Magic-City en el hotel d'Orsay, Mistinguette, d'Annunzio caricaturizado, bailando con la Duse sobre un plato humeante de maccarroni . Lujo de argentinos de smoking en el Bataclán y El Garrón. Larreta de Tiempos iluminados . Espléndidas mujeres muy Tamara de Lempicka, con largas boquillas y espaldas desnudas, con esos engominados dandys argentinos que obsesionaban al Céline del Viaje al final de la noche .
Sí, ahora el tango volvía al palacio de su fama primera y muchas de estas nostalgias movieron el éxito con que los franceses lo coronaron. Aunque yo regresé del aeropuerto sin presentir triunfos y más bien deseando un aceptable resultado.
Yo dirigía entonces el Servicio Cultural de la embajada en París. Uno de nuestros objetivos era traer, con la ayuda de Francia, una orquesta de tango-tango capaz de exponer todas sus épocas y estilos. La experiencia exitosa del ballet de Ginebra de Oscar Araiz con Atilio Stampone hacía suponer que era posible nuestro propósito. Queríamos presentar un "centenario" de tango, desde Villoldo y Saborido, pasando por Maglio, Arolas, De Caro y Gardel, hasta Troilo y Piazzolla. Tango bailado (como comenzó) y cantado. Se produjo una feliz coincidencia entre ese propósito y el proyecto del escenógrafo Claudio Segovia, que venía de producir en Estados Unidos con grandes elogios un espectáculo de jazz y otro de cante jondo. Hicimos el camino juntos.
La Argentina necesitaba asegurar gastos de vestuario y los pasajes para unas sesenta personas y el abundante equipaje. En principio, Aerolíneas Argentinas prometió colaboración indispensable. Segovia reclutó el mejor elenco posible y el Servicio Cultural trabajaba con el Festival de Otoño. Se comprometieron todas las partidas del Servicio Cultural de ese año. Un primer inconveniente fue que la orquesta más adecuada del momento, la de Leopoldo Federico, estaba contratada en una gira extensa. Y Piazzolla, figura ya famosa, especialmente en Francia, iniciaba también una ineludible gira con su quinteto a fines de ese mismo noviembre. Segovia logró achicar el daño uniendo a Horacio Salgán, uno de los más finos creadores, y su grupo de alta musicalidad, con la eficacia del Sexteto Mayor de Stazo y Libertella.
El mayor sobresalto fue en agosto, unas semanas antes del estreno. No se logró cumplir con lo convenido: llevar la troupe a París a cargo de Aerolíneas. Finalmente, la Cancillería consiguió que un carguero de Lade fuese adaptado con asientos normales.
El viernes 11 de noviembre de 1983, a sala llena, prorrumpió el tango con su pasado y su presente, con toda su curiosa riqueza existencial, musical y poética. Tal vez el mayor acierto, aparte de los grandes intérpretes, fue la escenografía y el manejo de luces, que ambientaron tanto el espacio evocador de los años 20, como la consabida mitología de cuchilleros, tauras y milongueras. La guardia vieja: "El esquinazo", "El porteñito", "La puñalada", "El apache argentino". Una "Cumparsita" con bailarín de frac en cabaret de lujo y Cecilia Narova con diadema. Provocación, gracia, irrealidad bien conducida.
Malevos bailando en una esquina empedrada, casi cheek to cheek . El impacto juguetón y travieso del tango-milonga y, poco a poco, la transición a la melancolía inmigracional, a la existencia. "Nostalgia", "Cuesta abajo", "Canción desesperada". La voz escultural de Lavié y el recitado íntimo de la gran Elba Berón, el "Caserón de tejas" de la infancia perdida en María Graña. Tango verdadero: en la penumbra, parejas silenciosas caminando, más allá de toda inmediata sensualidad, como raptados en un rito sentimental, en silencio, mecidos por esos bandoneones con eco catedralicio. "Quejas de bandoneón".
Un cuerpo de baile excepcional y entre ellos uno de los últimos grandes del tango debidamente caminando, con lentitud y a veces con necesario canyengue de compadre: Virulazo y Elvira, bailando a Julio De Caro. Máxima perfección.
Los franceses tienen el don de reconocer y hacer propia la calidad del arte cualquiera que sea su procedencia. De Picasso a Gardel o hasta Borges, esa sensibilidad consagra y universaliza. Cuando Goyeneche cerró la noche cantando "Garúa" doblándose sobre sí mismo, como cayéndose en su tormento, con sus manos temblorosas, diciendo el tango como para escapar de la melodía, la entrega fascinada del público le dio nuevo impulso a esa música tan rica en su poesía que no excluye la indispensable "pizca de mugre", como solía decir Hipólito Jesús Paz.
De París saltó a Nueva York, Roma, Tokio, Berlín; incluso a Buenos Aires, su madre, muchas veces indiferente.
© LA NACION