A 170 años del Acuerdo de San Nicolás de los Arroyos
Como dijera Alfonso de Laferrère (Historia, política y letras, p. 55), el Acuerdo de San Nicolás de los Arroyos, celebrado el 31 de mayo de 1852, fue una parte del edificio de la Constitución. Tras una cruenta guerra civil de más de veinte años, nuestra patria emprendió el difícil camino de la organización nacional sobre la base del reconocimiento del Pacto Federal, como ley fundamental de la incipiente nación argentina.
Como es sabido, el propósito inmediato que perseguía dicho acuerdo consistió en la convocatoria a un Congreso Constituyente para que este cuerpo sancionara una Constitución “bajo el sistema federal”, que arreglara todo lo concerniente a la administración general del país, la regulación de su comercio interior y las finanzas públicas, entre otros objetivos.
En realidad, se trató de un verdadero tratado interprovincial cuya finalidad más trascendente era alcanzar la paz en un país dividido por las contiendas políticas entre unitarios y federales, finalidad que recién se pudo cumplir en 1860, cuando Buenos Aires se incorporó definitivamente a la República Argentina. A partir de allí, comenzó a despejarse el futuro de la joven nación, apoyada en la máxima alberdiana que proclamaba que gobernar era poblar nuestro extenso territorio.
La historia suele juzgar los acontecimientos por los resultados y nadie puede negar que al sancionar la sabia Constitución, que en su mayor parte todavía nos rige, logramos constituir la unión nacional y consolidar la paz interior haciendo posible uno de los desarrollos económicos y sociales más grandes ocurridos en esa época. Cabe entonces preguntarnos acerca de la razón por la cual, después de haber alcanzado tan extraordinarios niveles de crecimiento en todos los campos, descendimos al lugar en que están los países menos desarrollados del mundo.
Nuestra decadencia se debió al enorme desequilibrio económico producido por un gasto público desorbitado (tanto en el empleo estatal como en la inversión pública), que alteró el equilibrio con el sector privado, provocando una crisis moral en la cultura del trabajo y sucesivas crisis económicas que se paliaban con emisión monetaria. La causa ha sido ese desequilibrio constante entre los factores de producción y el Estado, pues la emisión monetaria es consecuencia de esta situación de desequilibrio que se agrava al estatizar la mayor parte de la economía.
En efecto, a partir de la finalización de la Segunda Guerra Mundial, de haber sido un modelo de orden y progreso, la Argentina pasó a padecer sucesivas crisis en sus finanzas públicas. La decadencia se acentuó en la calidad de las prestaciones indispensables para el desarrollo armónico de las personas, tal como ocurrió en ámbitos vitales como son la salud y enseñanza pública, entre otras actividades primordiales.
El fin de esa política económica es conocido y pese a los esfuerzos realizados para cambiar esa orientación en varias oportunidades, bajo diferentes gobiernos, fue imposible continuar el esquema estatista prebendario. Recién en la década de los noventa tuvimos la ilusión de que la economía había cambiado aquel rumbo, mediante la adhesión a la economía social de mercado y privatizaciones, que la mayoría de la sociedad aceptó, aun con sus desviaciones y corruptelas.
La ausencia de políticas de Estado y el rechazo a la aplicación de las leyes de una sana economía por obra de las ideologías políticas dominantes hicieron el resto y contribuyeron a la generación de un cuadro variopinto de demandas sociales insatisfechas, cuyos sectores quedaron cautivos de los líderes de turno, que siguieron al pie de la letra el manual sobre la razón populista que diseñó Ernesto Laclau.
Hace dos décadas escribimos un breve artículo en La Nación y al releerlo advertimos que la situación actual se asemeja a la crisis que entonces padecíamos. Porque las continuas pujas electorales y las divisiones existentes no ayudan a superar la profunda crisis de fondo que nos agobia, producto no solo de los dirigentes políticos y sociales, sino de la sociedad entera, cuya indiferencia por la cosa pública ha hecho que la calidad técnica y moral de la gobernanza sea un bien escaso o inexistente.
Así, por seguir políticas basadas en recetas populistas, no obstante haber mejorado la posición de la Argentina en la economía global a raíz de que la pandemia (si bien nos beneficiamos con los términos del intercambio comercial), estamos envueltos en una crisis de mayor dimensión, de la que solo saldremos con el esfuerzo del sector productivo de la economía, mediante la restauración progresiva de la unión nacional y de la confianza pública que podrá lograrse al disminuir el gasto público.
En tal sentido, una legión de ciudadanos son conscientes de la necesidad de lograr acuerdos sobre políticas de largo plazo sustentables, que, inexplicablemente, la Argentina no ha adoptado y, por tanto, no ha podido seguir, quedando fuera del radio de los países que progresan en todos los ámbitos, particularmente en la educación de sus pueblos.
Pero para ello se necesitará deponer el odio y la violencia y procurar la paz social, sin impunidad para nadie cualquiera que fuera su credo político y, sobre todo, recuperar la cultura del trabajo que hemos perdido en un mar de planes sociales y subsidios irrazonables e injustificados. Urge abandonar, entonces, una economía caracterizada por el constante crecimiento del gasto público y el aumento consiguiente de la tributación privada. La inflación no podrá combatirse con relatos verbales y aunque pueda reconocer varias causas se sabe que, hasta tanto no bajemos los excesivos gastos estatales, será muy difícil que disminuya el ritmo inflacionario, objetivo nacional que resulta impostergable.
Nada mejor para este momento histórico que la máxima “tanta libertad como sea posible, tanto Estado como sea necesario” que encarna la real exigencia del actual escenario en el que se plantea la necesidad de cumplir con el principio de subsidiariedad, a fin de enfrentar la pobreza y promover el crecimiento con el apoyo de los sectores privados de la economía, sin perjuicio de la intervención estatal para cubrir, con prudencia y sin demagogia, las necesidades de los sectores más carenciados de nuestro pueblo.
Esta visión es compatible tanto con los fines de nuestra Constitución histórica de 1853 como con el espíritu del Acuerdo de San Nicolás de los Arroyos. Solo resta la voluntad colectiva de llevarla a la práctica de una vez por todas.
Presidente de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires