A 150 años de la epidemia de fiebre amarilla en Buenos Aires
La expansión de la enfermedad enlutó a la gran aldea porteña; hoy, que sufrimos una pandemia, podemos comprender las vicisitudes que vivieron sus habitantes
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Se cumplen, este 2021, 150 años de la trágica epidemia de fiebre amarilla que enlutó a la por aquel entonces gran aldea de Buenos Aires. Hoy, que sufrimos una pandemia con dramáticos resultados en muertes, casos y consecuencias sociales, educacionales, económicas, políticas, entre otras, podemos comprender las vicisitudes que vivieron sus habitantes.
Como expresaba el epidemiólogo Enrique Nájera, estas consecuencias deben esperarse siempre; posteriormente, se buscaron los posibles culpables. Desde 1881, gracias a las investigaciones del médico cubano Carlos Juan Finlay, se describió en detalle a la enfermedad como una zoonosis. Antes de esa fecha, los médicos atribuían la causa de muchas epidemias a lo que llamaban miasmas: emanaciones fétidas de aguas impuras que se suponía flotaban en el ambiente. Diversos autores han estudiado esta epidemia: Penna, Navarro, Scenna, Sánchez, Fonso Gandolfo y Ruiz Moreno. Hasta 1850, aproximadamente, la concepción de salud urbana priorizaba el alejamiento de los miasmas.
En numerosas ocasiones, la fiebre amarilla había llegado a Buenos Aires en los barcos que arribaban desde la costa del Brasil, donde era endémica (teoría del “barquito vector” señalado por Nájera). No obstante, se cree que la epidemia de 1871 habría provenido de Asunción, portada por los soldados argentinos que regresaban de la Guerra de la Triple Alianza, ya que previamente se había propagado por la ciudad de Corrientes.
La plaga de 1871 hizo tomar conciencia a las autoridades de la urgente necesidad de mejorar las condiciones de higiene de la ciudad, de establecer una red de distribución de agua potable y de construir cloacas y desagües. Los primeros casos de esta enfermedad –a la que se le solía llamar “vómito negro” debido a las hemorragias que produce en la zona gastrointestinal– aparecieron en la región del Río de la Plata a mediados de la década de 1850. La situación era muy precaria en lo sanitario, y existían muchos focos infecciosos. Por ejemplo, los conventillos, generalmente habitados por inmigrantes pobres europeos o afroargentinos, que se hacinaban en su interior y carecían de las normas más elementales de higiene. En Buenos Aires, había entonces apenas 160 médicos, menos de uno por cada mil habitantes.
Desde principios de 1870 se había tenido noticias en Buenos Aires de un recrudecimiento de la fiebre amarilla en Río de Janeiro. Es posible que los soldados brasileros lo hayan llevado a la guerra y que el traslado de soldados argentinos desde el frente de batalla, de Asunción a Corrientes, realizado por el general Vedia, fuera la causa del ingreso a nuestro país.
Algunos autores dan como fecha de inicio de la epidemia el 27 de enero de 1871 con la identificación de tres casos por el Consejo de Higiene Pública de San Telmo. Tuvieron lugar en dos manzanas de San Telmo, lugar que agrupaba a numerosos conventillos, y fueron asistidos por el doctor Juan Antonio Argerich, quien no pudo evitar las muertes. La Comisión Municipal, que presidía don Narciso Martínez de Hoz, desoyó las advertencias de los doctores Luis Tamini, Santiago Larrosa y Leopoldo Montes de Oca sobre la presencia de un brote epidémico y no dio a publicidad los casos.
A fines de febrero, el médico Eduardo Wilde, que venía atendiendo casos de enfermos, aseguró que se estaba en presencia de un brote febril –el 22 de febrero se habían registrado 10 casos– y recomendó desalojar algunas manzanas a la redonda. Sin embargo, los festejos de carnaval entretenían demasiado a la población como para escuchar la advertencia del luego ilustre facultativo. Sólo el 2 de marzo, cuando el carnaval llegaba a su fin, las autoridades prohibieron su festejo..
Ante esta situación se aconsejaron determinadas medidas: fogatas similares a las que se hacían durante la epidemia de cólera, limpieza de letrinas y blanqueo del interior de las casas. El Hospital General de Hombres, el Hospital General de Mujeres, el Hospital Italiano y la Casa de Niños Expósitos no dieron abasto con la cantidad de pacientes. Se crearon, entonces, centros de emergencia, como el Lazareto de San Roque –actual Hospital Ramos Mejía– y se alquilaron otros privados. El puerto fue puesto en cuarentena, y las provincias limítrofes impidieron el ingreso de personas y mercaderías procedentes de Buenos Aires.
Los italianos, mayoría entre los extranjeros, fueron injustamente acusados por el resto de la población de haber traído la plaga desde Europa. Unos 5000 de ellos realizaron pedidos ante el consulado para retornar a su país. Sin embargo, había pocos cupos, y muchos de los que lograron embarcar murieron en altamar. A mediados de mes, las muertes diarias superaban las 150 y, el 20 de marzo, llegaron a 200. Entre las víctimas, estuvieron los doctores Francisco Javier Muñiz, Carlos Keen, Adolfo Argerich y Roque Pérez, así como una larga serie de facultativos.
A mediados de marzo, el presidente Sarmiento, y su vicepresidente, Adolfo Alsina, abandonaron la ciudad en un tren especial, acompañados por otras 70 personas, gesto que fue criticado por los periódicos de la época. Los miembros de la Corte Suprema, los cinco ministros del Poder Ejecutivo Nacional y la mayor parte de los diputados y senadores hicieron lo propio. En cambio, Bartolomé Mitre y sus hijos permanecieron en la ciudad: todos enfermaron del mal y se curaron. El terror cundió y se evacuó la ciudad. De sus 190.000 habitantes, quedaron solamente unos 45.000. La gente se instaló en pueblos de los alrededores, como Flores o Belgrano, y otros se alejaron aún más. Los hospitales rebosaban de enfermos, y el Estado arrendó el Hospital Italiano.
La ciudad contaba solamente con 40 coches fúnebres, de modo que los ataúdes se apilaban en las esquinas a la espera de que coches con recorrido fijo los transportaran. Como eran cada vez más los muertos, y entre ellos se contaban los carpinteros, dejaron de fabricarse ataúdes de madera y los cadáveres se envolvieron en trapos. Por otra parte, los carros de basura se incorporaron al servicio fúnebre, y se inauguraron fosas colectivas. El gobierno municipal adquirió entonces siete hectáreas en la Chacarita de los Colegiales y creó allí el nuevo Cementerio del Oeste, se llegó a enterrar 564 personas en un día y, en la memoria colectiva, quedó el recuerdo macabro de las inhumaciones nocturnas de cadáveres. El Ferrocarril Oeste de Buenos Aires extendió una línea a lo largo de la calle Corrientes (hoy avenida) hasta este nuevo cementerio, con el objetivo de inaugurar lo que se dio en llamar “el tren de la muerte”, que realizaba dos viajes cada noche.
Se creó una comisión popular que aconsejó abandonar la urbe “lo más pronto posible”. El 10 de abril, fecha del pico de muertes, los gobiernos nacional y provincial decretaron feriado hasta fin de mes, medida que oficializaba, en realidad, lo que, de hecho estaba sucediendo. Ayudada por los primeros fríos, la cifra comenzó a descender en la segunda mitad de abril hasta llegar a 89. Sin embargo, a fin de mes se produjo un nuevo pico de 161, probablemente provocado por el regreso de algunos de los autoevacuados. Esto condujo, a su vez, a una nueva huida. El mes terminó, en definitiva, con un saldo de más de 7500 muertos por el flagelo; y algo menos de 500, por otras enfermedades. La Revista Quirúrgica informó 6 muertes en enero, 318 en febrero, 4992 en marzo, 7564 en abril, 845 en mayo y 38 en junio, es decir, un total de 13.763.
El doctor José Penna, a principios de la década de 1890, determinó el número de muertes por causa de fiebre amarilla registrados en los cementerios y obtuvo los siguientes datos: 11.044 en el Cementerio del Sur y 3423 en el Cementerio de la Chacarita. La mayor parte de las víctimas vivían en los barrios de San Telmo y Monserrat, en el centro de Buenos Aires y en los barrios situados en proximidades del Riachuelo, bajos y húmedos, y aptos para la proliferación de mosquitos.
Cabe señalar un dato que ilustra la frase “a mar revuelto, ganancia de pescadores” ya que existe constancia de que, una vez finalizada la epidemia, se originaron numerosos juicios, relacionados con testamentos sospechosos de haber sido fraguados por delincuentes que buscaban hacer fortuna a costa de los verdaderos herederos.
La sociedad de la época expresó su agradecimiento a todos los médicos que lucharon contra la epidemia y que, incluso, murieron a causa de esta. Como fuera indicado precedentemente, tal es el caso del Dr. Francisco Javier Muñiz, cuyo nombre lleva tanto el hospital de enfermedades infecciosas de la ciudad de Buenos Aires como el sitial número uno de la Academia Nacional de Medicina.
Miembro de número de la Academia Nacional de Medicina