A 10 años del 11-S, la misma angustia
El filósofo alemán Martin Heidegger proponía distinguir entre miedo, que es el temor que nos invade cuando nos sabemos amenazados por un peligro claramente identificado, y angustia, que es el temor ante algo cuya naturaleza desconocemos por completo.
El estupor que provocaban, hace ahora diez años, las terribles imágenes de los aviones civiles secuestrados por Al-Qaeda estrellándose contra las Torres Gemelas, o de éstas desplomándose, tenía que ver, en gran medida, con la clara sensación de que no sabíamos lo que anunciaban, no sabíamos de qué eran pórtico, a qué nuevas situaciones podrían dar lugar. Las escenas que todas las cadenas de televisión del mundo no cesaban de emitir -y de repetir- aquel 11 de septiembre de 2001, apenas acompañadas de un sencillo subtítulo, generaban un específico espanto, el espanto que provoca aquello de lo que, más allá de su brutalidad, sólo reconocemos una cosa: su condición de inédito.
Precisamente por eso -vale la pena recordarlo ahora que ya tenemos una cierta distancia- llamaba la atención el apresuramiento con el que locutores y comentaristas se agarraban, como si de un clavo ardiendo se tratara, a las ideas que se iban formulando, como si experimentaran un claro alivio por empezar a entender algo. Que si es la primera vez que una cosa semejante le ocurre a Estados Unidos en su propia casa, que si han fallado de manera espectacular los sistemas de seguridad, que si el presidente no parecía en un primer momento estar a la altura de la situación, que si una operación tan sofisticada no podía haber sido llevada a cabo sin el apoyo logístico de algún gobierno... Agarraderas para ahuyentar el estupor, para no continuar experimentando la sensación -por lo visto, insoportable- de ser incapaces de interpretar lo que se estaba viendo.
Transcurrida una década, acaso no hayamos alcanzado a comprender mucho más que en el momento de los hechos, pero al menos algunas ideas parecen haber calado, haberse convertido, en el tiempo transcurrido, en lugares comunes que facilitan el entendimiento de las cosas.
El terreno del estupor fue siendo ocupado por los especialistas, que se afanaron en desplegar hipótesis e interpretaciones que, más allá de su verosimilitud, se diría que cumplían la función de complementar, a la escala en la que trabajan dichos teóricos, el tópico inevitable de la crónica periodística del día después: "Lentamente, todo vuelve a la normalidad".
Vana ensoñación, ciertamente, ese imposible regreso al orden (que encubre el loco empeño de hacer como si nada hubiera pasado) cuando lo sucedido era de tan desmesurada magnitud. Pero nuestra sociedad prefirió no pensar más en el asunto, convirtió el terrorismo en argumento prioritario de producciones cinematográficas de serie B y se sentó a ver pasar el cadáver del enemigo, confiando en que aquel mostrenco refrán según el cual "muerto el perro (o sea, Ben Laden), se acabó la rabia", fuera de aplicación a este caso. Pero había sido, sin sombra de duda, una experiencia demasiado angustiosa como para neutralizarla de cualquier manera. Una experiencia que, precisamente por su carácter inédito, nos había puesto a todos a prueba.
Puso a prueba a la periodista a la que, en el preciso momento en que se hundía la segunda torre, sólo se le ocurría lamentar que el skyline de Nueva York se hubiera quedado sin uno de sus trazos más característicos.
Puso a prueba al escritor, habitualmente generoso en referencias a los sufrimientos humanos (con especial debilidad por los de Europa en el período de entreguerras), que, invitado a narrar sus impresiones sobre el terreno a la mañana siguiente, se dedicaba a describir con minuciosidad la extraña sensación que le producía pasear por un Manhattan absolutamente desierto
Puso a prueba a algún especialista -no recuerdo si en relaciones internacionales, mundo árabe o historia contemporánea- que, tras lamentar protocolariamente el fallecimiento de tantas miles de personas, agotaba toda su preocupación en la reacción que pudiera tener el gobierno norteamericano (insistía en el término "desproporcionada", demostrando una monstruosa capacidad para el cálculo del horror), y así sucesivamente.
La relación podría continuar, pero no añadiría nada al argumento ampliar la nómina de quienes, a pesar de su oficio, apenas parecían entender gran cosa de lo que estaba ocurriendo.
Acaso dicha incapacidad resulte reveladora no tanto de la dificultad para interpretar lo nuevo cuando ocurre (si de eso se tratara, estaríamos obligados a ser comprensivos: ¿cómo no confundirse ante lo que parece surgir sin antecedente alguno?) como de la renuncia, del abandono que parece haberse producido de la expectativa misma de entender algo, sea esto lo que sea.
A fin de cuentas, todo lo olvidaremos mañana, cuando se produzca otro suceso de idéntica índole que nos suma otra vez en esa angustia sin remedio que parece haberse convertido en la condición más esencial del hombre contemporáneo.
El autor es catedrático de filosofía contemporánea en la Universidad de Barcelona
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