"Fui porque no quiero que se vayan"
Ir o no ir a la masiva protesta del jueves fue, para muchos, una decisión meditada que obligó a poner en blanco sobre negro las propias razones. Dos posiciones divergentes sobre un fenómeno inédito
Mi reclamo es que el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner y sus funcionarios vuelvan a ocupar aquellos lugares que por desidia o desinterés abandonaron en estos últimos años. Yo fui porque no quiero que se vayan. Muy por el contrario. Y fui, también, porque creo que la oposición tiene que dejar de ser comentarista del partido y entender que su lugar también está en la cancha.
Las pocas cacerolas que sobrevivieron a esta nueva convocatoria sonaban a un ritmo muy distinto de cómo lo habían hecho en 2001. Que no se vayan todos. Que se queden. Todos. Que completen su mandato y se hagan responsables de responder desde la gestión de gobierno ante quienes los votaron. Y ante los que no los votaron también.
No fui a pedir ninguna renuncia. Sí a exigir que reasuman responsabilidades perdidas. Y el único peligro que vislumbro, justamente, es el de la ausencia del Estado. Fui a pedirles que aparezcan, porque cuando no están nos ponen en riesgo a todos. ¿De quién es la responsabilidad de controlar el estado de los trenes, el material rodante, las vías, los vagones en los que cada día viajan millones de argentinos? ¿Nuestra? Cada pasajero tendría que llegar a la mañana a la estación acompañado de un perito ferroviario para asegurarse de que va a llegar a destino. O cruzar los dedos y entregarse a la suerte, que es lo que terminamos haciendo cuando el Estado no está. Fui porque la tragedia de Once dejó al desnudo un perverso entramado de complicidades que, 51 muertes después, nadie me garantiza que bajo otra forma no siga existiendo.
Fui porque el Gobierno desoyó a la Auditoría General de la Nación que presentó cuatro voluminosos informes en los que decía, palabras más palabras menos, "acá va a ocurrir una tragedia". Y ocurrió.
Fui porque sospecho que tal vez cientos de miles de voces anónimas logren lo que siete experimentados auditores no pudieron: que los funcionarios y la Presidenta escuchen las alertas.
Fui porque estoy harta de ver familias destrozadas por hechos de inseguridad, que tal vez sean muchísimos menos que en San Pablo o en Ciudad de México, pero todos tienen nombre y apellido y una familia que los llora. Acá, que es donde vivo. Y porque quiero dormir tranquila antes de escuchar la llave que anuncia que mi marido llegó a casa tarde a la noche. Y hoy no puedo hacerlo. Porque desconozco el plan de seguridad que tiene este Gobierno, atrapado en el garantismo sobreactuado y en los falsos progresismos que terminaron imponiendo la falsa idea de que las respuestas a la inseguridad son privativas de la derecha.
¿Qué van a hacer para garantizarnos que salimos de nuestras casas y volvemos? ¿Qué hicieron estos últimos años? ¿Qué están haciendo ahora? Eso me inquieta y quiero que me lo expliquen una y mil veces y no que me conformen como a los chicos, explicándome que otros están peor. Los otros no somos nosotros.
Como periodista , estoy convencida de que la información es un derecho irrenunciable. Y no quiero ni que me la escondan ni que me la nieguen ni que la tergiversen: fui por el Indec y por las cifras de la inseguridad que no aparecen. Fui a pesar de los exacerbados delirantes golpistas y agitadores. No por ellos. Y éramos muchos ayer los que estábamos convencidos de que dejar de ir por ellos era cederles nuestro derecho a manifestarnos.
No voté al kirchnerismo en 2003. Ni en 2007. Pero de haber tenido una urna en el preciso momento en el que dieron el impulso político para poder juzgar a los genocidas de la última dictadura hubiese puesto una boleta con el nombre de la Presidenta sin dudarlo, a modo simbólico. Y hubiese puesto el nombre de Néstor Kirchner cuando firmó el decreto 222 que convirtió a la Corte Suprema en el tribunal que siempre debió haber sido. Y otra vez lo hubiese hecho ante la Asignación Universal por Hijo.
Y fui también por eso. Porque me resisto a ser una pieza más en el juego que proponen jugar, inspirado en una lógica maniquea que no se traduce en la vida cotidiana. De la gente que me rodea no me gusta todo. Y aun de la que no me gusta y a la que evito me cuesta decir que no rescataría nada. ¿Por qué entonces podría hacerlo con los dirigentes políticos o con el Gobierno? ¿Por qué siento que me lo piden? Y ayer, más que nunca. ¿Al Gobierno le resulta más fácil creer que era toda gente acomodada llorando buenos viejos tiempos en Miami? Porque está claro que no era así.
Buscaron insistentemente deslegitimar la convocatoria a través de diversos argumentos. El primero, que no era espontánea, que había sido financiada y orquestada por sectores de ultraderecha y el multimedio Clarín. Pero en esa afirmación se pierde la consecuencia. La convocatoria generó empatía. De otra manera, la plaza hubiese estado vacía. Mañana toda la maquinaria mediática y financiera se puede poner al servicio de convocar una marcha en repudio de la indiscriminada caza clandestina de rinocerontes en Sudáfrica. ¿Cuántos argentinos hubiesen estado dispuestos a dejar sus casas después de una agotadora jornada de trabajo con más de treinta grados de calor para acompañarlos?
El otro argumento más escuchado pre y post-8 de noviembre fue que no había un reclamo unívoco. Y no. Pero la superposición de reclamos no los anula. Hay demandas más egoístas, otras que priorizan el interés colectivo. Están quienes fueron porque la sensación de inseguridad les atravesó el cuerpo. Y otros, porque no quieren experimentarlo nunca. Estaban los que apenas llegan a fin de mes con los pesos que cada vez valen menos con cada compra y los que a changuito lleno quieren refugiar sus ahorros en dólares. Y hubo muchos, entre los que me reconozco, que reclamamos por un Poder Judicial independiente, menos venal y miserable. Y ese reclamo fue al Poder Judicial porque en una república pedírselo al Ejecutivo es un error conceptual.
Y fui porque quiero vivir acá y criar a mis hijas en el mismo país en el que mi abuelo Enrique eligió nacionalizarse, agradecido al país que le abrió las puertas a él, que llegaba desde Polonia con las manos vacías escapándose de la guerra.
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