El descontrol del gasto jaquea a la democracia
Cuando se gasta más de lo que se puede para buscar réditos electorales, se termina provocando el caos; los desequilibrios fiscales fueron el principal factor en la inestabilidad que signó las recurrentes crisis argentinas
Las recurrentes crisis argentinas han tenido orígenes diversos. Algunas veces –las menos– fueron el resultado de shocks externos; otras, la mayoría, tuvieron su origen en causas internas, la acumulación de desequilibrios (monetarios, fiscales y de cuentas externas) que terminaron explotando. Las crisis fueron el modo de resolver conflictos que encontró la sociedad argentina, paralizada por su incapacidad de decidir quién pagaría los costos del fin de la fiesta y de la vuelta a la normalidad. Las crisis de la primera mitad del siglo XX comenzaron por circunstancias externas, la Primera Guerra y la crisis internacional de 1930. Las de la segunda, en 1949, 1951-1952, 1959, 1962-63, 1975-76, 1981-82, 1989-90 y 2001-2002, fueron el desenlace de crecientes desequilibrios macroeconómicos.
No se puede explicar este extraño comportamiento argentino sin referirse a la política, ya que en ambas dimensiones las circunstancias interactuaron.
Una descripción del proceso debería comenzar (como en 1946) con la expansión del gasto y del dinero que responde a un estímulo externo favorable, con mejores precios de exportación y mayores ingresos para el país y el fisco (que éste aumenta gravando las exportaciones). Todo eso le da al gobierno réditos políticos y le permite armar una importante coalición electoral. Pero con el tiempo la evolución de los precios de exportación cambia, el sector exportador del que se ha extraído recursos no crece como las necesidades de importación de las industrias; los precios internos suben y baja la competitividad. El gobierno gasta más de lo que ingresa y lo financia con emisión monetaria o aumentando la deuda; el mayor gasto incide negativamente en el balance de pagos y salen reservas. Estas circunstancias promueven la inflación y la desconfianza. Con la incapacidad de equilibrar las finanzas se espera un ataque confiscatorio del gobierno y comienzan la especulación contra la moneda local y disminuyen peligrosamente las reservas; hay corridas bancarias y estalla la crisis con una devaluación o un default, enormes transferencias de ingresos que benefician a los más advertidos y castigan a los más pobres, y hay recesión. Esta secuencia no fue inevitable sino resultado de políticas deliberadas –lo que Federico Sturzenegger llamó los ciclos populistas– que se reiteraron en el país desde fines de la Segunda Guerra.
La propagación de los factores que conducen a la crisis no se puede explicar sin referirse a la política. En la fase de expansión, el gobierno puede mostrar una gestión aparentemente exitosa y consolidar una coalición política si privilegia, además, el consumo y posterga la renovación de los bienes de capital y los consume sin renovar. Otras veces (y a veces conjuntamente) la expansión sucede a un previo y fuerte ajuste. En medio de los temores de la crisis previa, el gobierno logra obtener poderes extraordinarios que le conceden un manejo excepcional de la economía y la política. Sin las vacilaciones y confrontaciones de un régimen parlamentario, domina el Ejecutivo con poder de decisión, lo que en algunos casos lleva a comportamientos autoritarios.
En los años 50, el gobierno, que tenía un origen popular, asumió poderes excepcionales, con una Corte adicta (tras el juicio a la preexistente), una reforma constitucional que le permitió la reelección permanente, el control total de la prensa y la radio y, desde 1951, suspendiendo el hábeas corpus.
Pero para que el crecimiento fuera sostenible se hubiera requerido un aumento de la producción paralelo al consumo, lo que necesitaba del ahorro y la inversión en infraestructura, muy improbable cuando los recursos se gastaron en la fiesta previa. El problema fue que al invertirse el ciclo hubo que asumir su fase negativa. Como hacerlo haría perder la clientela electoral, se siguió aumentando el gasto y se lo financió con la colocación de deuda del gobierno en el Banco Central. Como en algún momento la bomba iba a estallar, se buscó pasarla al que venía después. Los gobiernos más exitosos fueron los que subieron al poder después de crisis y fuertes recesiones. Lo hizo Perón, que se había beneficiado al llegar, tras los duros años 30 (y con buenos precios internacionales del 46 al 48), pero que tuvo su primera crisis en 1949, y luego en 1951-52. Aunque se logró bajar la inflación, durante el resto del siglo siguieron las distorsiones en los precios, en la administración del Estado y la economía, con crisis energética en los transportes y en el agro.
También Menem se benefició del salvaje ajuste que produjo la hiperinflación, y Duhalde, después, de otro no menos salvaje con la devaluación y el default de 2001. Los que recibieron el país con desequilibrios enormes tuvieron tremendas dificultades políticas que afectaron su gobernabilidad.
No cabe duda de que la crisis se agravó a partir de mediados de los años 70, con la suba de la inflación y un crecimiento negativo, sumado a los conflictos políticos, que tuvieron una violencia inédita. Pero los ciclos de expansión con inflación y luego crisis y recesión empezaron en 1946. El país se aisló y tuvo repetidas crisis de balance de pagos. Desde entonces la inflación fue de dos dígitos anuales y el crecimiento, hasta 1963, fue casi nulo. Sólo en los años 60 hubo un crecimiento positivo, que en gran medida siguió a los ajustes de Frondizi.
Hasta la Primera Guerra la Argentina creció más que la economía mundial y entre las dos guerras se desaceleró, como el resto del mundo. En cambio, entre los años 50 y 70, aislada, quedó fuera de la enorme expansión del comercio y el crecimiento mundiales.
Las situaciones de excepcionalidad no sólo se dieron durante las interrupciones militares, sino que comenzaron con la concentración de poder en el Ejecutivo, la suspensión de garantías constitucionales y la libertad de prensa y la clausura de hecho a la alternancia en el poder en la década del cincuenta. Los desequilibrios fiscales y monetarios no sólo afectan los precios y el crecimiento, sino que también son el principal factor en la inestabilidad de los gobiernos. Esto es parte de la trágica historia del país.
No cabe duda de que hay factores políticos autónomos, pero el marco de la inestabilidad macroeconómica ha sido el que hizo imposible la gobernabilidad y fue factor negativo para la democracia representativa. En el estado de parálisis y tembladeral que lleva a la crisis, el régimen representativo parece ineficiente y se espera la decisión de un líder salvador (en una época, militar; en otra, un caudillo) que ponga fin al caos. Cuando hay temor, la población está dispuesta a ceder derechos para ganar seguridad. Así, el Ejecutivo ha logrado obtener leyes de excepción con facultades que le corresponden al Congreso, pero que perduran cuando la emergencia ya pasó. Los grandes desequilibrios económicos han sido y son una amenaza a la gobernabilidad y al régimen representativo.
© LA NACION