Un gesto evangélico que no supone convalidar un delito
Pronto se cumplirán tres años de un acontecimiento inédito, cuya significación histórica y profunda gravitación espiritual fueron apreciadas por igual por creyentes y quienes no lo son. En la tarde romana del 13 de marzo de 2013, la sede de Pedro -vacante como nunca antes, no por la muerte de un pontífice, sino por la renuncia de Benedicto XVI- fue cubierta por quien hasta entonces era el cardenal de Buenos Aires. Un argentino, Jorge Bergoglio, se convertía en el primer jesuita y el primer latinoamericano que llegaba a obispo de Roma. Fue el primero también en escoger el nombre de Francisco, el santo de Asís, modo expresivo, directo, de anunciar un pontificado de renovación originado en la bisagra abierta por el gesto augural del pontífice alemán.
Vale evocar hoy aquella escena y el modo en que comenzó a desplegarse después en gestos y palabras, en encíclicas y documentos, en revisiones y cambios, en viajes conmovedores y en incursiones audaces, riesgosas, en las que Francisco clamó por la paz, denunció dramas e injusticias y hurgó en las periferias.
Al ritmo impreso por las decisiones y la prédica renovadora, ecuménica e interreligiosa de Francisco, la autoridad moral de la Iglesia Católica ha ido creciendo en todas partes. ¿También entre nosotros?
El sentido abierto y de servicio en la búsqueda de otro modo de ejercer el ministerio petrino, su cercanía y compromiso van componiendo un pontificado que insiste en avanzar en la descentralización de las decisiones, en promover una profunda reforma de las estructuras pastorales y en la construcción de una Iglesia sinodal, con amplia participación.
Un pontificado que confronta resistencias internas, pero que no rehúye sino que alienta el debate fraterno y, por lo tanto, sincero. En la primera de las dos sesiones del Sínodo de la Familia -donde promovió la discusión de cuestiones candentes antes escamoteadas-, el Papa pidió a los obispos que discutieran con tanta fuerza como sinceridad. Hace pocos días, al sacudir a apoltronados obispos mexicanos, sólo dejó la lectura de un texto de su puño y letra, para pedirles que se hablaran de frente y sin rodeos.
Vale evocar aquellas instancias liminares y su desarrollo, propios de un tiempo de cambio excepcional, porque toda esa prédica, esos testimonios, ese llamado al diálogo y al encuentro conmueven e interpelan por igual, aunque de modo diverso, claro, a creyentes y quienes no lo son, y a distintas sensibilidades espirituales capaces de aquilatar la magnitud de la instancia desafiante que atraviesa la humanidad. ¿No ha de interpelar de un modo especial a todos los argentinos y aún más, si cabe, a la Iglesia en la Argentina - obispos, sacerdotes, religiosos y laicos- y en toda América latina?
Un nuevo modo de ser Iglesia se está gestando, una conversión pastoral, como se la denominó en la Conferencia de los obispos latinoamericanos en Aparecida, está en marcha, y son pocos los que dudan: el camino emprendido no tiene retorno.
Pronto se cumplirán tres años del comienzo del pontificado de Francisco y muchos se preguntan qué ha cambiado aquí en las pequeñas y grandes comunidades católicas. ¿Va creciendo la opinión pública en la Iglesia acerca de cuánto se ha enriquecido el diálogo franco, fraterno, entre los distintos matices y sensibilidades pastorales, en sintonía con el programa contenido en La alegría del Evangelio, en la encíclica ecológica o en la bula que convocó al Año de la Misericordia? ¿Se contribuye desde la fe y la razón para que la lectura de los gestos, las palabras, los silencios de Francisco no se agote ni se reduzca a la legítima mirada crítica propia de la óptica sociopolítica?
No se trata de pegar pósteres y reiterar discursos y homilías pontificias, sino de remozar criterios y cambiar actitudes. Dentro de dos o tres décadas, ¿se hallarán claras muestras del lío provocado en su tierra de origen por este pontificado de renovación?
¿Acaso podría asignarse ese carácter a la controversia abierta en estos días por el envío de un rosario a Milagro Sala? Aquí se discutían el sentido y el alcance de ese inequívoco gesto mientras la televisión mundial mostraba al Papa visitando cárceles mexicanas, como antes lo hizo en otras partes y lo seguirá haciendo en muchas más. ¿Dónde sino aquí se pretende concluir que esos gestos evangélicos comportan la convalidación del delito?
Una controversia de la misma naturaleza reduccionista y manipuladora que antes se empleó para convertir al entonces arzobispo porteño en jefe de la oposición y después, sin reparos ni pudores, ensalzarlo con comitivas tumultuosas. Reduccionismo que se practica desde todas las veredas, porque no faltaron otra vez los que pretenden ignorar que una misma fe religiosa deviene en opciones políticas tan legítimas como plurales.
Si algo ha quedado claro en estos casi tres años de pontificado es que Francisco cultiva un estilo desaprensivo, libre, no exento de audacia. Y lo ejercita, sin ánimo de cambiarlo, como clara expresión del sentido de servicio que asigna a su ministerio pastoral. Un estilo que le es propio y que no se extiende a compatriotas dispuestos a ser sus exégetas e intérpretes.