Fantasías literarias. Cuando las máquinas puedan amar
En Máquinas como yo, su nueva novela, Ian McEwan imagina un mundo en que la tecnología logra crear humanos artificiales mientras la sociedad alrededor se desintegra: el paralelo de esta novela y otros libros con algunos síntomas de la actualidad es escalofriante
Toda invención, de la rueda a la computadora, es una prolongación del ser humano. ¿Qué pasaría si las creaciones, de golpe, pudieran independizarse y revelar la incongruencia de sus creadores? La pregunta en sí misma, claro, encarna un género. Desde el barro del Golem y el mármol de Galatea hasta Frankenstein, el deseo de dar vida a simulacros de mujeres y hombres cobra existencia propia en libros, series y películas. Solía recurrirse a la magia o a los dioses, pero la tecnología ofrece una posibilidad más prosaica: la inteligencia artificial.
El futuro, se sabe, es el escenario natural para ensayar hasta dónde pueden ser humanas las máquinas. Es curioso, al principio el porvenir quedaba lejos, como ocurre en el clásico 2001: Odisea del espacio, la película de Stanley Kubrick inspirada en el libro de Arthur Clarke, con la célebre y desquiciada Hal 9000, la primera computadora que siente miedo de ser desconectada y elimina, de a uno, a los tripulantes de una nave espacial. Sin embargo, en cuanto la tecnología pasó a integrar la vida, las máquinas imaginarias irrumpieron en el centro de la cotidianidad. Basta mirar un episodio de la serie Black Mirror para descubrir los terrores que engendra esa convivencia.
Menos apocalíptica, pero más inquietante, Máquinas como yo, la nueva novela del inglés Ian McEwan (Aldershot, 1948), se sumerge en esa tradición. Solo que no especula con el futuro. Lo que hace es proyectar en el pasado la ansiedad contemporánea sobre el cambio de destino que conlleva la inteligencia artificial. En un 1982 alternativo, donde Inglaterra pierde la guerra de Malvinas y los Beatles se reúnen para tocar juntos de nuevo, Charlie Friend recibe una herencia y compra a Adán, uno de los doce primeros humanos artificiales. El autómata tiene la fisonomía de un hombre, es capaz de desarrollar inteligencia, sexualidad y, al parecer, sentimientos. Charlie es un hombre mediocre y pretende enamorar a su vecina Miranda con el juguete nuevo; le propone criarlo juntos. La vida doméstica los une en una especie de triángulo amoroso, tan familiar como siniestro.
Hay que decir que el pasado alterado de la década de 1980 propone, con cierta melancolía, una especie de juego que tensa el contexto de los personajes en dos direcciones opuestas: por un lado, la situación de Gran Bretaña es crítica, se acentúan las desigualdades, la gente sale a protestar a las calles y las ideologías avanzan hacia extremos irreconciliables; por otro, el padre de la computación Alan Turing, en lugar de suicidarse luego de someterse a la castración química que le impusieron por su homosexualidad -lo que de hecho ocurrió en 1954-, en la novela elige la cárcel, sobrevive y se vuelve uno de los impulsores de la investigación sobre la inteligencia artificial que termina por desencadenar los primeros humanos artificiales. Dicho más simple, la tecnología evoluciona hacia formas cada vez más perfectas mientras que las relaciones sociales se desintegran. El paralelo con el panorama actual que plantea McEwan es escalofriante.
La atmósfera nostálgica, entre la metafísica y la ciencia ficción, lleva a pensar en dos novelas de otros autores contemporáneos. En la primera, más apática y cínica, La posibilidad de una isla (2005), el francés Michel Houellebecq ensaya un futuro donde la clonación es una forma de eternidad, con neohumanos y una sociedad absolutamente decadente. En la segunda, Nunca me abandones, publicada aquel mismo año, Kazuo Ishiguro aborda el mismo tema con más delicadeza. En un futuro similar al presente, varias generaciones de clones son educados en un colegio que simula ser normal, con el objetivo más o menos evidente de entrenarlos como repuestos de órganos de los humanos originales. Más allá de la naturaleza diferente de los inventos, Ishiguro y McEwan recurren a creaciones que replican lo humano para proyectar los viejos dilemas morales y éticos. El énfasis, sin duda, no está en la tecnología, sino en la condición humana.
De ahí que los dos relatos se adentren, sin condescendencia, en los sentimientos y dudas existenciales que recorren tanto a seres naturales como artificiales. En especial, McEwan encuentra en la plasticidad de su escritura una manera clara de mostrar la oscuridad interior de los personajes, incluidos los robots. Quizá la historia lateral de un nene desamparado, Mark, que Charlie conoce accidentalmente refleje con luz propia una zona inaccesible para Adán. El humanoide no termina de comprenderlo, pero sí puede sentir amor de manera drástica.
No es la primera vez que una máquina se enamora de un humano. Ya le sucedió al protagonista de "El hombre bicentenario", el cuento de Isaac Asimov que Robin Williams inmortalizó en el cine. Y, de manera más sensual, al sistema operativo de Her, la película escrita y dirigida por Spike Jonze, que muestra el amor entre un hombre solitario y su computadora. A pesar de la ausencia de un cuerpo que acariciar -el de ella- los dos intentan por todos los medios concretar su pasión. Y el romance, se sabe por anticipado, está destinado a fracasar. Por el contrario, el cuerpo, en la novela de McEwan, no es un obstáculo. Adán es capaz de tocar y ser tocado, puede gozar y sufrir. Su materia es sintética, pero su deseo tan angustiante como el nuestro.
Muy pronto la sexualidad del robot queda eclipsada detrás de los grandes temas que atraviesan el relato. Al igual que en Expiación, McEwan centra en una mentira el núcleo candente de la tragedia. A la larga, la sensibilidad de las máquinas va a revelarse como el retrato de Dorian Gray de una humanidad cada vez más deshumanizada. En ese laberinto existencial aparece una luminosidad mínima, pero suficiente, para insinuar una salida posible.
MÁQUINAS COMO YO
Por Ian McEwan
Anagrama. Trad.: J. Zulaika. 356 págs./ $ 850