1983-2023: otro cambio de era
A cuatro décadas de la inauguración democrática, el balance tiene intensos claroscuros. Del lado luminoso, haber dejado atrás medio siglo de golpes y dictaduras convierte al año 1983 en un auténtico cambio de era, al sepultar para siempre la violencia como método de acción política.
Sin embargo, la institucionalidad ganada en 1983 ha sido hasta ahora insuficiente para construir un patrón productivo sostenible, social y económicamente, que reemplace el agotado modelo de sustitución de importaciones.
Un indicador de la frustración es que mientras el Índice de Desarrollo Humano, elaborado por las Naciones Unidas, ubicaba a nuestro país en el puesto 34 en 2005, en 2019 la Argentina descendió al puesto 48 en el posicionamiento global. La combinación de facilismo en lo económico y modos populistas en la acción política explica las malogradas expectativas sociales de progreso individual y colectivo.
En este contexto, de rutina en la elección popular de los gobernantes y estancamiento económico, el cuarto gobierno peronista con impronta kirchnerista consolidó el atraso relativo. Unos pocos datos ilustran esta afirmación: al finalizar la administración Fernández- Kirchner, los argentinos seremos más pobres que al inicio de su mandato; la inflación escalará a tres dígitos por primera vez en el siglo; 38,9% de la población urbana vive en situación de pobreza; dos de cada tres niños y adolescentes viven en hogares pobres; la mitad de las personas entre 18 y 24 años no cuenta con estudios secundarios.
El oficialismo pretende justificar esta dramática realidad con las derivaciones de la pandemia y el impacto económico de la guerra en Europa, desatada por la criminal invasión rusa a Ucrania. Sin embargo, así como el entorno económico internacional no ha sido hostil para nuestro país – el indicador que mide la evolución relativa de los precios de los productos de exportación e importación es un 40% superior al promedio histórico y está en los máximos niveles desde la recuperación democrática–, la pésima gestión oficial de la pandemia de Covid –en términos relativos con otros países, incluidos los de nuestra región– contribuye a explicar los desalentadores resultados en el período.
Los datos muestran que: formamos parte del grupo de 15 países con mayor número de fallecidos por millón de habitantes; la caída de la actividad en el primer año de la pandemia fue tres veces mayor al promedio global; el incremento de la pobreza en ese mismo año triplicó el promedio de 18 países analizados de América Latina; el confinamiento superó el 40% del promedio mundial; el riesgo sobre la calidad institucional de las decisiones oficiales nos ubica en el segundo puesto, solo superado por Sri Lanka. En el caso del presente gobierno peronista, además del estilo populista y del facilismo económico, su desempeño se ve negativamente afectado por una anomalía congénita: el núcleo de la decisión político- estratégica no está en la sede oficial de gobierno.
Esta situación, además de asegurar consecuencias negativas, como la propia historia argentina y los antecedentes internacionales muestran, está agravada por otras particularidades.
El titular del Poder Ejecutivo carece del liderazgo social que supieron ofrecer otros presidentes peronistas, como Carlos Menem y Cristina Fernández, y adolece de la legitimidad partidaria que exhibieron los otros dos presidentes peronistas de este siglo, Eduardo Duhalde y Néstor Kirchner.
Un indicador de los riesgos que ofrece el modo de funcionamiento del consorcio oficialista es que, de no ser por la actitud cooperativa de la oposición, la irresponsable decisión de un nutrido contingente de legisladores oficialistas pudo haber producido el rechazo del Congreso al acuerdo con el FMI suscrito por el Poder Ejecutivo. La gestión del binomio Alberto Fernández y Cristina Fernández será recordada por dos registros: el gobierno que más decretos de contenido legislativo produjo y el que más endeudó a la Nación en toda la historia.
Así, a pesar de las crecientes urgencias, lo máximo que puede esperarse de la actual administración es que, dada la falta de convicción y aptitud para intentar reorientar el rumbo, la situación no empeore. No obstante, el riesgo es que la acción de los múltiples actores con capacidad de veto en el consorcio oficialista amplifique la impotencia gubernamental, y que el deterioro de las condiciones sociales abone el terreno para la acción de los que impugnan la política, entendida como el gobierno del espacio público compartido con reglas basadas en el respeto de la ley y los derechos humanos.
La posibilidad de afrontar con éxito los desafíos mayúsculos a los que nos enfrentamos, luego de esta etapa caracterizada por el populismo recargado y el ultrafacilismo económico, exige asumir que el diseño, la implementación y la gestión política del programa de gobierno conforman un conjunto inseparable y que, en materia económica, el plan de estabilización debe ser acompañado por un programa de reforma que haga posible no solo el control de la inflación sino sentar las bases de un crecimiento sostenible, social y económicamente. La viabilidad de las transformaciones que nos permitan superar el estancamiento secular está dada por una integración racional de la Argentina a un mundo convulsionado y por la solidez de nuestro sistema político.
Estamos en una etapa de los asuntos internacionales caracterizada por una “desoccidentalización” de la globalización que está condicionada, además, por un doble riesgo: una muy débil gobernanza y Estados nacionales limitados por la mundialización, como lo prueba la pandemia. En este contexto global, signado por la volatilidad y la incertidumbre, el único camino posible para países como el nuestro es afirmar la voluntad de compartir un mundo gobernado por reglas aceptadas y respetadas por todos desde nuestra pertenencia a Occidente –con su carga valorativa de afirmación de la fe democrática, la promoción de los derechos humanos y la defensa de la paz– y al sur global –con nuestro acervo cultural de economía mixta de base capitalista que propicia normas y regulaciones eficaces para el comercio y las finanzas internacionales–.
Desde esa perspectiva, luce como una condición necesaria que la próxima administración se proponga iniciar el proceso de ingreso en la OCDE y culminar con la aprobación legislativa del Acuerdo Birregional Mercosur-Unión Europea. Las buenas prácticas que guían las recomendaciones de la OCDE y, sobre todo, el Acuerdo con la UE son el camino que conduce a consolidar un patrón productivo, ausente desde antes de la dictadura, caracterizado por la decisión de incorporarnos a las corrientes más dinámicas del comercio mundial con creciente valor agregado en nuestra producción exportable.
Ese Acuerdo, además, tiene la virtud de acelerar el fortalecimiento del Mercosur, no solo en términos comerciales, sino como una vigorosa plataforma protagonista de la discusión geopolítica global a la que nos sumamos, con sus contenidos de democracia, multilateralismo, respeto a las reglas, promoción de los derechos humanos y protección del medio ambiente.
Existe suficiente evidencia empírica para afirmar que la dimensión institucional es clave para explicar los resultados económicos y sociales de una comunidad. No es resultado del azar que, aun siendo nuestro país el iniciador de la ola democratizadora de Sudamérica hace cuatro décadas, las únicas tres democracias categorizadas como plenas en nuestra región de América Latina, Chile, Costa Rica y Uruguay, no solo exhiben indicadores económicos y sociales relativamente satisfactorios, sino que, además, afrontaron la pandemia con recursos institucionales más efectivos que sus vecinos.
En los últimos años, según la Cepal, esos tres países pudieron reducir significativamente los niveles de pobreza (Chile casi 30 puntos porcentuales entre 2008 y 2017; Costa Rica y Uruguay 11 y 15 puntos porcentuales, respectivamente, entre 2002 y 2021). En relación a la pandemia, esos tres países también tuvieron un mejor desempeño, ubicándose en las posiciones 27, 36 y 45, sobre 149 países, frente a la Argentina que integra el lote de quince países más afectados, de acuerdo al indicador de fallecidos por millón de habitantes.
Es sabido que, así como el riesgo es consustancial al modo de producción capitalista competitivo, el capitalismo tiene máxima aversión a la incertidumbre. De allí que el orden político debe ser apto para maximizar la certeza en un entorno, de por sí, volátil e incierto. En China, por caso, esa previsibilidad está dada por un régimen político de partido único, pero, en contraposición, donde la libertad es un principio basal de la convivencia social el orden político deseable se asienta sobre tres pilares complementarios. Uno democrático, donde las elecciones libres, limpias y verificables sean la única fuente legítima de poder. Pero no es suficiente el principio de la soberanía popular; debe también asentarse sobre un pilar liberal que asegure derechos individuales para todos, pero especialmente para las minorías. Y, no menos importante, un sustento republicano que garantice la división y la independencia de los poderes y una efectiva rendición de cuentas.
Así, entonces, la reparación institucional y la integración racional al mundo son las vigas maestras del cambio de era necesario para hacer realidad la realización individual y el progreso social en la Argentina. De allí que una principal responsabilidad de la dirigencia, entendida en un sentido amplio, es la docencia –esa noble faceta de la acción política que incluye la formación de ciudadanos antes que antagonistas– para que seamos protagonistas de una nueva gesta que, a 40 años del momento inaugural de la democracia, sea la de la definitiva senda a la plena libertad y a la solidaria igualdad.