“Soy una principiante en el arte de pintarme las uñas”
"Sacate la mano de la boca" está en el podio de las frases que más veces me dijeron en la vida. Lo decían las maestras, mis abuelos, mis padres, los padres de mis compañeros, la profesora de natación, los chicos del club, mis amigos del colegio, colegas profesionales y novios, cada vez que me sorprendían, laboriosa, triturando mis dedos entre los dientes.
No recuerdo el momento exacto, ni el porqué, pero entre mis 11 y 12 años empecé a comerme las uñas. Desde entonces, como si masticar partes de mi mano fuese un gesto que se puede disimular, minimizaba el asunto diciendo: "Me estoy sacando los pellejitos", cuando estaba nerviosa, angustiada, aburrida o cuando debía estudiar o tomar decisiones. Lo hacía sin pensar y sin pudor. "Onicofagia", dijo la médica a la que me arrastró mi mamá. Tenía 15 años y un largo camino por delante. Lo intenté todo. Pinté los milímetros de uña que sobrevivían con esmalte amargo "antimordidas", me froté las yemas con aloe, mastiqué chicles sin azúcar, me tapé los dedos, me pegué uñas postizas, fui a un psicólogo, sin éxito, pero sí cada vez con más vergüenza. Sin poder abandonar esta compulsión, comencé a pergeñar peripecias para ocultar mi hábito y uñas horribles, brutalmente cortas: dejaba las manos en los bolsillos, me estiraba las mangas y gesticulaba poco o prácticamente nada. El preámbulo de la solución llegó durante un viaje a la India con escaso presupuesto. Allí, el instinto de supervivencia suspendió sin cavilar el impulso de llevar mis manos a mi boca. El epílogo, fue la recompensa: casi lo primero que dijo mi madre en el aeropuerto: "Qué lindas que tenés las manos".
Ahora, estoy adquiriendo una nueva rutina: cortarme las uñas con alicate cada dos semanas, limarlas los domingos, llevarlas pintadas con base transparente fortificada, elegir esmaltes de color según la ropa y, por primera vez, sé lo que es llevar anillos".
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