“Me hice vendedora de cosméticos solo para comprármelos con descuento”
Todo empezó por una crema facial. Una amiga me regaló una muestra que apenas puse sobre mi piel supe que la quería; era carísima pero no me importó. Ese mismo día me contacté por teléfono con una vendedora y la pedí. Al entregármela, la mujer de 40 años, me notó tan contenta con mi nueva adquisición que empezó a mostrarme otros productos y luego me ofreció ser vendedora (ellos le dicen consultoras) de la marca. Explicó que el sistema era fácil: los martes me iba a llegar un email con las promociones, yo lo reenviaba a mis contactos y si alguno quería algo, le hacía el pedido por teléfono y listo. Lo mejor, dijo, era que cada tres productos vendidos, accedía a descuentos exclusivos en cremas que luego podía vender más caras. Y mencionó un bolso repleto de muestras de regalo para ofrecer a mis futuros clientes. La sola idea de tener esos minienvases con cremas y aceites entre mis manos hizo que no lo dudara y aceptara la oferta.
Pero el bolso con catálogo, me duró poco. Con la excusa de conocer de primera mano todo aquello que uno vende, empecé a usar las muestras. Me levantaba a la mañana y me ponía el exfoliante, luego alguna hidratante, otra en las manos, un poco de óleo en el pecho; a la noche me hacía belleza de pies, usaba aceite relajante antes de dormir, el antiage nocturno para las arrugas. Probé el jabón, el champú, el cicatrizante y mi kit de vendedora profesional quedó vacío en una semana.
Sin embargo, a los 15 días pude hacer mi primer pedido. Mientras esperaba el tren para ir a trabajar, convencí a una chica en la estación para comprar el óleo descontracturante y mi mamá me encargó una crema de manos para ayudarme. Como el descuento de vendedora se aplicaba después del tercer producto, encargué dos más que pagué con tarjeta en tres cuotas, con la idea de venderlo. Pero no pude, me los quedé. Así, sin darme cuenta, empecé a estoquearme y me convertí en fan de los cosméticos. Hasta tuve que comprar una caja de cartón para guardar mi colección de potes y envases porque no entraba en mi botiquín.
Durante esos meses, viví con la ilusión de ganar alguno de los viajes o días de spa que la empresa organizaba como incentivo. No gané nada de eso, solo en dos oportunidades tuve un premio. El primero fue un endurecedor de senos que sin querer metí dentro del lavarropas y no pude usar y el otro, un champú íntimo que conservo.
Me di cuenta de que compraba más de lo que vendía cuando mi tarjeta llegó al límite. Fue el peor negocio, pero no me arrepiento. Nunca tuve la piel tan bien cuidada como entonces y sé que de otro modo jamás hubiese invertido tanta plata en productos de belleza.
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