“¡Esa verruga no soy yo!”
Si hay un término más feo que verruga es queratosis seborreica, que quiere decir lo mismo: afección cutánea benigna que se manifiesta como una mancha cerosa marrón o negra casi siempre en la cara.
No sé si será por la dureza del sonido de la erre o porque la palabra me recuerda a las orugas, que detesto, o a las brujas, con sus narices verrugosas que cuando era una niña me daban miedo, o porque me hace pensar en la vejez.
Mi abuelo paterno tenía una junto a la oreja, del tamaño de una moneda, oscura y plana, como una gota viscosa que se hubiera derramado encima de él.
Las verrugas salen a cualquier edad, pero la gente grande es propensa a tenerlas porque su piel pierde elasticidad y se seca.
Las imágenes que hay de ellas en la Web son horribles y a la vez normales, inevitables como las canas, las arrugas y las pecas en las manos.
Hará unos tres años una verruga apareció al costado de mi frente, casi en la sien, uno o dos centímetros más arriba que la de mi abuelo. No mediría más de tres milímetros y no tenía forma definida ni relieve, aunque al tacto se sentía como un pedazo de corcho que podría desprenderse con facilidad.
Empezó pardusca pero después fue virando al café hasta que se instaló un tono abajo del negro. Me costó aceptar lo que era –la llamaba mancha– y me quedaba viéndola al espejo, imaginando qué sentiría si la arrancaba de un tajo. Era algo que no me pertenecía, un pegote surgido a destiempo. Esa verruga no era yo.
Son horribles y a la vez normales, inevitables como las canas y las arrugas y las pecas en las manos
La dermatóloga la miró con una lupa y luego la aplastó con un hisopo empapado en nitrógeno líquido que extrajo de un termo humeante. Sentí ardor. Las células se congelaron, el tejido murió y la verruga paso a ser una costra carbonizada que días después terminó por caerse.
Hasta que volvió a salir. La dermatóloga puso más nitrógeno líquido. Hasta que volvió a salir. Es inútil, una historia sin fin, un destino agrio.
Tomé una decisión: esconderla. La tapo con mi flequillo, el mismo que he tenido desde que era una niña y que, supongo, tendré en la vejez. Justo arriba de las cejas, le pido al peluquero cuando me lo corta.
La verruga queda ahí, como una hijita monstruosa en su mazmorra, y yo no me doy cuenta.
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