Cuando Amélie conoció a Vivienne
Cuando la literatura se cruza con la moda. La escritora de Pétronille incluye en su novela el relato de una entrevista a la irreverente diseñadora británica, que merece ser destacado. Imperdible
En Pétronille, la flamante novela de Amélie Nothomb, la escritora belga relata una entrevista que le hizo a la diseñadora inglesa Vivienne Westwood para una revista de moda. Y, aunque Nothomb deja muy mal parada a quien llama "la reina de los miriñaques destroy", vaya aquí algunos fragmentos de la maravilla que sucede cuando la literatura se cruza con la moda.
Una prestigiosa revista femenina contactó conmigo para un encargo; se trataba de viajar a Londres para entrevistar a Vivienne Westwood.
Hacía tiempo que había dejado de aceptar encargos. Pero en esta ocasión me dejé tentar por dos motivos: el primero era poder pisar por fin suelo inglés –por extraño que pueda parecer, en 2001 aún no lo había hecho–; el segundo consistía en conocer a ese ícono tan elegante como punk, la genial Vivienne Westwood. Por si eso fuera poco, mi interlocutora de la revista era una mujer exquisita que me ofreció el encargo en los siguientes términos:
–La señora Westwood manifestó una auténtico entusiasmo cuando pronuncié su nombre. Calificó su aspecto de deliciosamente continental. Creo que estará encantada de regalarle un vestido de su nueva colección.
Aquello tenía sentido. El origen de los Nothomb era remotamente inglés. Habían abandonado Northumberland en el siglo XI y habían cruzado el canal de la Mancha, por espíritu de contradicción con Guillermo el Conquistador. Si había esperado tanto tiempo para regresar a la isla de mis antepasados era porque había necesitado aquella señal del destino: la mano tendida de la reina de los miriñaques destroy que manifestaba por mi un «auténtico entusiasmo» (me repetía alelada la fórmula de la periodista).
Me gusta viajar ligera de equipaje y en consecuencia ya llevaba puesta la ropa adecuada: ya que Vivienne Westwood me había calificado como tal, me había puesto la más continental de mis levitas de encaje y mi sombrero de diabolo belga. Me blanqueé la piel, me ensombrecí los ojos y me enrojecí los labios. En la puerta del hotel, me estaba esperando un coche.
Cuando llegué a la legendaria tienda, no me hicieron entrar por la puerta principal sino por una puerta cochera situada en la parte de atrás, que daba a los talleres. Maravillada, alargué el cuello para asistir al milagro de la confección, y un minuto más tarde fui introducida en un cubículo amueblado con dos banquetas que desprendía un fuerte olor a neumático.
Una dama de pelo largo color puré de zanahoria hizo su aparición y me tendió la mano blanda sin mirarme ni hablarme para luego derrumbarse sobre una de las banquetas sin invitarme a que me sentara. Sin embargo. Yo me senté en la otra banqueta y le expresé la satisfacción que me producía conocerla.
Tuve la sensación de que mis palabras caían en un vacío sideral.
Vivienne Westwood acababa de cumplir 70 años. En 2001 ya no quedaba nadie que considerase que eso era ser viejo. Con mucho gusto habría hecho una excepción con ella. Tenía que ver con su expresión afectada, con el esquivo pliegue de su boca, y más aún con su parecido con el fantasma de Isabel I al final de su vida: la misma ajada rubicundez, la misma frialdad, la misma sensación de tener delante a alguien que está fuera del tiempo. Llevaba una falda de tweed dorado y una especie de corpiño por encima de la falda de idéntico tinte. Aquella excentricidad no disminuía en nada su aspecto de burguesa. Resultaba difícil creer que un día se hubiera producido la más mínima intersección entre la estética punk y aquel rechoncho vejestorio.
A lo largo de mi vida he conocido a personas desagradables, pero ninguna que pueda compararse con aquel bloque de desprecio. Primero creí que no entendía mi inglés a causa de mi acento; como me notó alarmada por ello, murmuró:
–He entendido algunos peores que el suyo.
Turbada, le hice las preguntas que tenía preparadas. Resulta mucho más difícil hacer preguntas que responderlas. A su edad, Vivienne Westwood no podía ignorarlo. Sin embargo, cada vez que tenía la audacia de hacerle una pregunta, ella soltaba un leve suspiro, incluso llegaba a ahogar un bostezo. A continuación, soltaba una abundante respuesta que demostraba que no estaba del todo descontenta con mi pregunta.
_¿Podría visitar los talleres de confección? –pregunté.
¡Qué cosas se me ocurrían decir! Vivienne Westwood me miró con indignación disimulada. Se ahorró la respuesta y se lo agradezco, ya que sin duda me habría tocado recibir un alud de reprimendas.
Confusa hasta el extremo de no saber qué decir, hice la siguiente pregunta al azar:
–Señora Westwood, ¿alguna vez ha pensado en escribir?
En el colmo del desprecio, cacareó:
–¡Escribir! No sea vulgar, por favor. No hay nada más vulgar que escribir. Hoy en día cualquier futbolista escribe. No, yo no escribo. Eso se lo dejo a los demás.
¿Sabía con quién estaba hablando? Acabé deseando que no fuera así.
Me comporté como una japonesa: me reí.
Detrás de la puerta, escuché un ruido extraño, como si alguien la estuviera rascando, con la barbilla, Vivienne Westwood me ordenó abrir. Lo hice. Entró un caniche negro afeitado a la última moda y se puso a corretear hacia la estilista. Y entonces ella cambió de expresión de un modo extraordinario. Con el rostro inundado de ternura, exclamó:
–¡Beatrice. Oh, my darling!
Me quedé maravillada. Una persona que ama tanto a los animales no puede ser mala, pensé.
Beatrice empezó a ladrar de un modo probablemente significativo, pero no pillé de qué. Madame Westwood debía de comprender el significado de aquel comportamiento, ya que soltó al caniche y, con frialdad normal, me dijo:
–It is time to walk Beatrice.
Finalmente comprendí. Era a mí, y sólo a mí, a quien iba dirigido ese ruego, sino esa orden.
Pregunté dónde estaba la correa. Sacó de su bolso una especie de accesorio sadomasoquista y me lo dio. Lo até al collar de Beatrice y salí.
Por mucho que le inyectara positividad al episodio, me superaba un sentimiento de vergüenza. Me atreví a verbalizarlo: tras haberme insultado, Vivienne Westwood me había ordenado que le paseara al perro.
La entrevista que resultó de dicho encuentro fue publicada en la revista francesa Marie Claire, en 2001. Entonces, Nothomb no fue más complaciente con Westwood y quizá esa sea la razón por la que resulta difícil rastrear el texto en la Web. Catorce años luego, la escritora usó la anécdota para expresar su desprecio a la ciudad de Londres en Pétronille (Anagrama), su última novela, publicada este año en la Argentina.