Adiós al corset. Cuerpos en libertad
Las primeras versiones del corset, emblema hoy de regresión, aparecieron en Europa hacia el siglo XVI, ya iniciada lo que más tarde se convino llamar la modernidad. A lo largo de la era, la prenda, o si se quiere el artefacto, reservado a la aristocracia y sus satélites, es groseramente simbólico del estatus de la mujer dentro del modelo cultural vigente. A medida que las potencias europeas acumulaban, vía saqueo, riquezas impensadas, aumentaba la pasión ostentatoria. En la cumbre de la sociedad, los atuendos de ambos sexos debían suscitar el deslumbramiento. Los del hombre, amo y señor, solían ser más llamativos. A la mujer se le reservó, penalidad encubierta, la portación del corset, para dar a su cuerpo la firmeza supuestamente faltante. Sin opresión no había glamour.
Según cierta biblioteca francesa, el corset surgió en España durante el Renacimiento, como símbolo de la rectitud de las damas de la nobleza. Esa primera versión se limitaba a achatar el torso, sin buscar reducir el talle. La compresión comienza en el siglo XVII. Y en el XVIII queda establecido el corps à baleines, una malla que va del busto a la cadera, de lienzo grueso pespunteado, ballenado, ajustado al talle y anudado por delante. Modelos y materiales fueron multiplicándose pero el férreo principio no se alteró y, en nombre de la cintura idealizada y el porte soberbio, las mujeres se marearon y se desvanecieron y sufrieron perturbaciones y deformaciones. Éste símbolo de la monarquía feudal, sin mencionar la tiranía patriarcal, iba a desaparecer al favor de la Revolución, en 1789, temporariamente.
Tras los tremendos años del Terror, vendrá un interludio significativo del rol del vestido como expresión de cambio social y cultural. En clara oposición a la suntuosa monumentalidad de la moda del Antiguo Régimen, la moda del período de transición del Directorio y del Consulado, de 1795 a 1804, encontrará su neta identidad gráfica en un neoclasicismo indumentario alimentado de referencias a la Grecia y Roma antiguas, muy libremente reversionadas, con un agudo sentido del estilo y una soltura y una libertad infrecuentes, facilitadas por los vaivenes de la coyuntura histórica. Será un gran momento.
Chic, audaces y modernas fueron las fashion leaders del período, tal Madame Tallien, la notable Juliette Récamier que llevó un célebre salón literario, o la locamente dispendiosa Joséphine de Beauharnais, después coronada Emperatriz de los Franceses (Napoleón luego anuló el matrimonio pero no interrumpió el cash flow). A años luz de los usos hasta ya así establecidos, llevaban el pelo corto, ensortijado, ceñido por cintas, o drásticamente desmechado à la Titus, un estilo masculino, y solían calzar sandalias conjugadas con diez anillos. La novedad más tajante era la túnica de talle por debajo del busto, de algodón, linón o muselina, ligeros y proclives a la transparencia, que caía en pliegues siguiendo las líneas de un cuerpo cubierto por velos como toda prenda interior. Nunca la moda osó volver a jugar tan libremente con la desnudez. Los cálidos chales de cachemira que las protegían, otra novedad traída de Egipto por los ejércitos de Napoleón, son un clásico de la elegancia. Salas de teatro, jardines, bailes públicos, creaban el clima frívolo, vital, abierto a todo, sin el cual la moda no prospera.
En 1804, con la proclamación del Imperio, todo ese ímpetu será reglamentado. Napoleón impone que los vestidos se hagan de terciopelo o seda. Y el horrible corset comienza su retorno, que durará un largo siglo.