En la provincia de Buenos Aires se edificó este castillo que estuvo lejos de cumplir con la idea con la que se había creado
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Muchas personas son capaces de hacer cosas que ni ellos se imaginaron con tal de poder conquistar a ese amor que hace tiempo se adueñó de su corazón. Sacrificar sus deseos en pos de vivir ese romance, propuestas de casamientos originales y regalos inesperados suelen ser algunos de los recursos más osados a la hora de hacer todo lo posible para que la historia tenga un final feliz.
Sin embargo, Juan Abelardo, nacido en Aragón (España), fue mucho más allá de todo lo imaginado. Cuentan que era un hombre de pocas palabras, inteligente, cultivado y trabajador. Tenía negocios con Vicente Bonora, un hacendado importante del Partido de Coronel Dorrego, en el sudoeste de la provincia de Buenos Aires.
La última oportunidad para no quedarse soltero
Como ya era un hombre que había pasado largamente los 40 años y venía de sufrir un desengaño amoroso, una tarde, entre temas laborales, Abelardo le contó a Bonora sus preocupaciones por su estado civil. No pasaría mucho tiempo que, al conocer a Enriqueta, una de de las hijas de su colega, quedó deslumbrado. A ella, en cambio, le pareció un hombre solitario y triste al que intentó alegrarlo contándole sobre sus actividades sociales. “El cabello de Enriqueta destellaba oro en los rizos irreverentes. La tez blanca enmarcaba sus ojos verde esmeralda y su educación había sido cuidada con esmero. Se diferenciaba de sus hermanas porque en lugar de bordar pasaba largas horas leyendo y conversando con su padre sobre política, historia y economía, todos los temas eran interesantes para ella. Era una joven con una gran personalidad, que se destacaba en los encuentros sociales por sus ideas y expresiones”, dice a LA NACION Diana Arias, periodista, escritora y autora del libro Amores Inmigrantes.
Juan quedó fascinado y obnubilado con aquella mujer que había visto y hasta se permitió soñar con una boda de lujo para la época y su ilusión fue mucho más allá cuando se imaginó una larga vida con su amor y los hijos que vendrían. El hombre sentía que era su gran oportunidad. Y aprovechando su muy buen pasar económico, mandó a construir un castillo para Enriqueta con la intención, obviamente, de pasar la vida entera en ese sitio una vez que ella le diera el sí.
¿Cómo era el castillo Zubiaurre?
El castillo, conocido como Zubiaurre por el nombre del paraje rural donde estaba ubicado en Coronel Dorrego, comenzó a construirse a principio del siglo XX.
Al parecer, Juan no ahorró en gastos para sorprender a su amada. Muchos de los materiales que fueron utilizados para la construcción del castillo los mandó a traer desde el País Vasco. Hasta hizo una instalación eléctrica en toda la construcción, que nunca funcionó. La fachada del palacio exhibe tres torres terminadas en una punta revestida en chapa.
La construcción de tres torres termina en punta con un ojo de buey, a manera de mirador. Un pararrayos en cada una de ellas le da cierto tono lúgubre y las molduras de las columnas otorgan reminiscencias griegas.
“Entre el primer piso y las dos plantas superiores contaba con cuatro piezas comunes, cocina, despensa, sótanos de grandes proporciones -que, con el tiempo, se vieron inundados-, un techo adornado con dibujos de niños y ángeles y un mirador de grandes dimensiones, con sus correspondientes habitaciones. Como parte de la decoración, varias estatuas eran parte del mobiliario. El exterior estaba (está) rodeado de una pared perimetral con rejas, totalmente parquizado. También había levantado una segunda vivienda para los empleados, con habitaciones y cocina”, describe la web del diario La Nueva.
El momento que lo cambiaría todo
Con toda la ansiedad que llevaba a cuestas, una noche, en complicidad con los padres de Enriqueta, llevó un dibujo, realizado en acuarelas, de un castillo que parecía de cuento, con torres, ventanas, una puerta majestuosa y un camino señorial.
En su libro Amores Inmigrantes, Arias reconstruye lo que fue el diálogo entre ambos.
- -Enriqueta, es para vos. —La miró esperando cierta respuesta que no llegó.
- —¿Qué, el dibujo es para mí? —preguntó sorprendida.
- —Enriqueta, el castillo, lo estoy construyendo para vos. Para nosotros —arrastró las últimas palabras y acercó la mano a la cara de la joven—. Tu padre nos autorizó a contraer matrimonio. Sé que es pronto, primero nos conoceremos mejor y quién sabe, en dos o tres meses, podríamos celebrar la boda.
Hasta ese momento él estaba convencido de que nada iba a salir mal. Sin embargo, pese al enojo de su padre, Enriqueta, que no era para nada sumisa y que se caracterizaba por un espíritu audaz y apasionado, dijo sinceramente que no aceptaba la propuesta. Y, de pronto, se puso pálida y se desmayó. De esa forma terminó la “noche soñada” para Juan.
La negativa de Enriqueta a contraer enlace con ese hombre que se había construido más que castillos en el aire imaginando un futuro junto a ella, obedecía a la verdadera pasión de la joven. A escondidas de sus padres, había conocido a Alfredo Arias, un hombre que amaba la naturaleza y se preocupaba por el prójimo. Tenía un gran sentido del humor, algo que a ella le agradaba mucho. Juntos planeaban un futuro mágico, aunque ella sabía la gran diferencia social que existía entre ambos mundos. Su enamorado no contaba con un capital económico para ofrecerle un gran porvenir, razón determinante para que su padre no aprobara la boda, pero de todas formas ella no lo veía como un impedimento. Pensaba que el amor que sentían podía vencer cualquier barrera de época. Además, siendo una mujer claramente avanzada para los años en que le tocó vivir no estaba de acuerdo con la idea de que el hombre tuviera que ser el único proveedor del hogar.
¿Cómo siguió la historia?
Tras la propuesta rechazada, finalmente Juan y sus hermanos se fueron a vivir al castillo. Finalizaron su construcción exterior, aunque nunca llegaron a decorar su interior. Envejecieron en el caserón y fallecieron décadas después, en soledad. Después de su muerte, cuando la propiedad fue comprada, a fines de los 50, por la familia Thomas, luego de una complicada sucesión con 14 herederos, el edificio ya estaba venido a menos.
Por su parte, Enriqueta se casó con Ignacio Calle primero y luego con Matías Arribalzaga, y enviudó de ambos esposos. Supo conquistar espacios en la sociedad local, integrando comisiones y lugares que eran habitualmente ocupados por hombres.
Por estas cosas de la vida, 20 años después de aquel episodio en el que se desmayó ante la propuesta de casamiento, se reencontró con su primer gran amor, Alfredo Arias, con quien se casó y en 1945 tuvieron un hijo al que llamaron Enrique Alfredo Arias Bonora.
El castillo actualmente forma parte de una propiedad privada y no permite el ingreso de turistas. “A lo lejos, en el horizonte de esas tierras fértiles pampeanas, se erige majestuosa la silueta que lleva en su interior los detalles de una gran historia de desamor”, cierra la escritora Diana Arias.
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