Hace casi veinte años, cuando todavía era una especie de moda, medité por primera vez. Poco dispuesto a los rituales, con el umbral del dolor muy bajo y la cabeza llena de pájaros, apenas si habré aguantado quince minutos en la postura indicada. La doctrina, en cambio, la idea del ser humano y su lugar en el universo, según se expresa en el budismo zen, me quedó para siempre. Esta vez decidí acercarme al Dojo de Buenos Aires y tratar de hacer las cosas un poco más comme-il-faut.
El zazen, la meditación ritual del budismo japonés, consiste más que nada en sentarse sobre un almohadoncito, con la espalda bien derecha y las piernas cruzadas –totalmente cruzadas, o sea: los pies encima de los muslos, las rodillas tocando el suelo– y durante una hora concentrarse en lo único que necesariamente ocurre: la respiración. El za es la posición del cuerpo y el zen, la de la mente. La concentración pura en el aquí y ahora. Es, según sus adeptos, la condición natural de la existencia. Eso otro, que damos en llamar la vida y el mundo, hecho de recuerdos y proyectos, no sería más que una alucinación, el producto de un estado de conciencia alterado.
El alumno
El primer día llegué cinco minutos antes de la hora señalada. La puerta estaba entreabierta, así que avancé y me encontré al maestro Toshi, todavía vestido de civil; al verme puso cara de "usted qué quiere". En cuanto le dije que venía por la iniciación al zazen me retó por entrar sin llamar y me indicó que me sentara a esperar en un diván.
El Dojo Zen de Buenos Aires funciona en un local sobre la calle Gurruchaga, en el barrio de Villa Crespo. La vidriera es un cristal opaco, dice bien grande Dojo Zen, y está parcialmente cubierta de afiches y palabras en japonés. Adentro todo es austero y noble. Un escritorio de recepción y detrás una serie de tabiques livianos delimitan los distintos espacios. Vestuario, cocina/comedor, antesala y, al fondo, el dojo propiamente dicho: una amplia habitación rectangular, alfombrada y apenas habitada por un altarcito piramidal frente a la entrada, donde descansan los distintos elementos que se utilizan para el zazen. El tambor, el bastón, la estatua de Buda y el retrato del maestro japonés Deshimaru. Todo en el lugar está dispuesto de acuerdo con un sentido práctico, económico y ritual. El efecto es el de un espacio luminoso y liviano, casi provisorio, como si el dojo y sus monjes pudieran mudarse a otra parte en cuestión de minutos.
Cuando llegaron los otros iniciantes, Toshi se sentó en una silla frente a nosotros y nos dio una charla introductoria. Nos explicó algunos conceptos del budismo y nos advirtió sobre las dificultades que íbamos a enfrentar.
–De cada cien que vienen a iniciarse, si tres siguen viniendo yo me pongo contento.
Después de las aclaraciones preliminares, nos dejó con Mariana –la Chiqui–, su esposa. Alta, de pelo corto y anteojitos, la mirada filosa y algo de tonada cordobesa, con una increíble mezcla de suavidad y severidad, nos enseñó los primeros pasos. Cómo entrar en el dojo, cómo saludar al altar, dónde poner el safu (almohadoncito redondo hecho por los monjes), cómo caminar dentro del dojo. Y nos explicó los tres pilares del zazen: la postura, la respiración y la actitud de espíritu.
Ya cerca de las 11 comenzaron a llegar los bodhisattvas (budistas) a ponerse sus kimonos y a agarrar sus pertrechos para meditar. Todo muy tranquilo y ordenado. En el dojo, la jerarquía y la antigüedad se expresan en la cercanía a la silla del maestro, que es el último en sentarse, cuando ya todos estamos de espaldas, mirando la pared.
En su sentido más religioso, el zazen significa adoptar la forma de Buda. Una quietud alerta, un equilibrio vertical que no tiene nada que ver con la pasividad. Al contrario, todo junto demanda un esfuerzo enorme. Sentarse derecho o, como decía Deshimaru, "empujar el suelo con las rodillas y el cielo con la cabeza"; rotar la pelvis; estarse quieto; respirar hacia el ombligo y, quizá lo más difícil: dejar correr el río de los pensamientos y observarse a sí mismo como desde afuera. A cambio de todo el esfuerzo, el zazen ofrece una panacea de beneficios físicos y psicológicos, desde el sistema nervioso hasta el cardiovascular. Es un antidepresivo natural y, si se practica con determinación, un poderoso energizante. Pero cuidado, buscar beneficios no es zen. La práctica debe realizarse "mushotoku", esto es: sin provecho. Sin expectativas. Para nada.
A las once, hora del zazen, el kyosakuman (encargado del dojo) hace sonar una madera con un mazo y entonces hay que entrar en el dojo y comenzar a sentarse. A partir de ese momento, la información visual deja de ser relevante. Escuchamos pasar al kyosakuman, que enciende un sahumerio en el altar. Escuchamos pasar al maestro que saluda y va a sentarse. Cuando el maestro se sienta, el kyosakuman hace sonar la campana y entonces debemos mantener la postura ya sin correcciones. El silencio se hace total y, de a poco, los principiantes vamos cayendo en la desesperación.
A los diez minutos mis pies estaban completamente dormidos y el pensamiento se iba, irremediablemente, a la pregunta por el dolor y a la necesidad de satisfacer esa urgencia. La recomendación para esos casos es, siempre, aferrarse a la respiración. Sentir cómo el aire entra y sale. Enfocar en esa sensación y ninguna otra. El entumecimiento es una más. Se la puede observar sin juzgarla, como quien ve pasar una nube.
En medio del silencio, el maestro Toshi dice algo y su voz retumba con una profundidad que parece venida del inframundo. "Eviten - hacer - ruido - con la nariz". Separa cada palabra como para seguir respirando desde lo profundo mientras lo dice.
Al cabo de media hora suena otra vez la campana y, lentamente, sobre todo los principiantes, vamos desarmando la postura y recuperando la sensibilidad en los pies. Es el momento del kinhin, una caminata donde el paso debe seguir el ritmo de la respiración. La espalda sigue erguida y la conciencia en modo observación. Con cada exhalación se completa medio paso y uno siente cómo cada terminal nerviosa del pie celebra y agradece (en forma de pinchazo) el regreso de la circulación sanguínea. Son unos minutos de eso y luego damos una vuelta rápida alrededor del dojo y volvemos cada uno a su lugar, a sentarnos durante otra media hora.
En el dojo, el zazen debe sostenerse hasta el final, sobre todo por consideración a los demás. Se trata de no romper la concentración. No podemos levantarnos, ni movernos ni hacer ruidos. Hay reglas para el uso del dojo. La puntualidad, la pulcritud y la delicadeza son parte del ritual. A indicación del Maestro, el kyosakuman se pasea por el dojo con el bastón entre las manos. Quien quiera recibir el bastonazo debe juntar las palmas sobre el pecho y esperar. El servicio se presenta con una mutua reverencia de agradecimiento y el bodhisattva inclina su cabeza hacia un costado para liberar el camino al hombro donde recibirá el bastonazo ritual. Un golpe seco y otro más profundo, ni suave ni fuerte, firme. Más espaldarazo que reprimenda. Básicamente, la versión zen de una palmada en el hombro. Su función es dar coraje, reanimar al monje que se distrae, se duerme o se afloja.
Antes del budismo zen, Toshiro era el cantante de Luis XV, una banda producida por Michel Peyronel, que tuvo su hit a principios de los 90.
Al término del zazen se lleva a cabo una breve ceremonia religiosa. El maestro se acerca al altar y realiza una serie de prosternaciones. Todos debemos imitarlo. De rodillas, apoyamos la frente y los codos en el suelo, levantamos las palmas hacia arriba. El maestro dice unas palabras en japonés y, al ritmo de un tambor, todos recitan el sutra del corazón: "De la gran sabiduría que permite ir más allá". Una especie de rap gutural que procede como una sucesión de monosílabos, que los monjes saben de memoria y los principiantes seguimos, como podemos, de una fotocopia. Kan - ji - bo - sat - su- ? y así durante unos minutos. Su traducción es en verdad un bello poema en el que se declara, entre otras cosas, el vacío de la forma y la forma del vacío.
El maestro
En Japón el zen es una cultura, pero también es una iglesia y, como tal, una actividad económica. En 1967, el japonés Taisen Deshimaru se apartó de sus coetáneos, rompió con sus maestros budistas, viajó a París y refundó el zen en Europa, adaptándolo para este lado del mundo. Lo que quería era unir lo mejor de Oriente con lo mejor de Occidente. En la escuela de Deshimaru no se exige a los monjes el corte con la vida mundana. Al contrario, un monje puede vivir como la gente normal, tener un trabajo, una familia, comer carne, beber, etc. Lo importante es que siga practicando. Según las palabras de Deshimaru: "Zen no es más que zazen".
Toshi es Toshiro Yamauchi, el maestro zen de la escuela de Deshimaru en Argentina, discípulo directo de Kosen Thibaut, el maestro francés fundador de dojos y templos en toda Sudamérica, por indicación del mismísimo Deshimaru.
La síntesis de antípodas está en la esencia del zen y Toshi encarna en sí mismo un ejemplo de ello. Nieto de japoneses e italianos, tenía un abuelo que no se inmutaba por nada y otro que hacía un escándalo por todo. La tradición de los japoneses impone que cuando uno emigra a otra tierra, adopta la cultura y las costumbres del lugar al que llega. En consecuencia, Toshi tuvo un padre completamente argentino e hizo toda su escolaridad en el colegio católico Marianista. En 1982 le tocó el servicio militar y fue enviado a la Guerra de las Malvinas. Cuando volvió se dedicó a la música con sus ex compañeros de colegio. Antes del budismo zen, Toshiro era el cantante de Luis XV, una banda producida por Michel Peyronel, que tuvo su hit a principios de los 90: el estribillo decía: "Me enamoré, de una morocha". La banda interesó a los organizadores del Festival des Allumes, en la ciudad de Nantes, que en el año 1992 habían decidido homenajear al puerto de Buenos Aires y contrataron a diversos artistas y personalidades para presentarse durante seis noches. Así llegó el joven Toshiro a París. Después del festival, sus compañeros se iban a visitar Londres, pero Toshi, con el dolor de la guerra todavía latiendo en algún lugar, prefirió no pisar suelo británico. Se fue, entonces, a conocer el templo de un monje, cuyo libro había leído en casa de su madre cuando era chico. Para entonces, el maestro Deshimaru había muerto y cuando llegó no lo querían dejar pasar porque estaban en pleno zazen. Ante la insistencia de Toshi, que reclamaba haber viajado desde Argentina, mandaron a llamar a un monje que también era argentino. Fernando lo llevó a tomar una cerveza y lo convenció de ir la semana siguiente a la ciudad de Rennes, a conocer al maestro Kosen, en una sesshin (retiro espiritual).
–Atravesamos la campiña francesa en el TGV, llegamos al templo y era la hora del zazen. Así que lo primero que conocí del sensei fue la voz. Primero fue una voz a mis espaldas. En ningún momento, tuve dudas de que había encontrado a mi maestro. Después del zazen Fernando nos presentó y enseguida nos matamos de risa, nos dimos la mano y nos hicimos súper amigos. Después de la sesshin, Kosen me llevó de vuelta a París en su auto. Tuvimos una conexión inmediata. El tipo es músico y, antes de hacerse monje, era un hippie, pero mal. No usaba calzoncillos. Y Deshimaru lo educó, le enseñó por qué estaba bien usar calzoncillos. Después, cuando Deshimaru lo llevó a Japón como secretario les decía a los japoneses. "Este salió de la droga gracias a que practica conmigo", cuenta Toshi y se ríe.
Tenía 30 años Toshi cuando conoció a Kosen. Desde ese día no dejó de practicar zazen. Estudió también caligrafía, wushu (espadas chinas), kung-fu, y tai-chi con un maestro chino. Y, durante todo el tiempo, mantuvo, además, distintos empleos de oficina en la Obra Social Bancaria. Cuando le tocó viajar por el país haciendo inspecciones en bancos del interior, se llevaba el safu a los hoteles y allí meditaba cada día. Hace quince años que tiene a su cargo el dojo de Buenos Aires, que fue habitando distintas locaciones a lo largo del tiempo.
A los monjes la crisis económica los puso contra las cuerdas. Mucha gente dejó de poder pagarse el lujo de meditar y las cuentas del dojo no cierran.
El sábado de mi introducción, al terminar la ceremonia, Toshi pidió que los antiguos se quedaran porque había que discutir cuestiones referidas al futuro del dojo. A los monjes también la crisis económica los puso contra las cuerdas. Mucha gente dejó de poder pagarse el lujo de meditar y las cuentas del dojo no cierran como para renovar un contrato de alquiler cada vez más oneroso. Los monjes enfrentan la decisión de tener que dejar el local de la calle Gurruchaga y mudar el dojo, otra vez, al living de Toshi, a pocas cuadras de allí, sobre la avenida Scalabrini Ortiz, donde ya funcionó durante un tiempo, hace unos años.
El iniciado
Al día siguiente de la práctica, el dolor en hombros y espalda era intenso, sobre todo cuando intentaba retomar algo de la postura. Resultó que había estado haciendo un esfuerzo enorme para permanecer relajado y ahora las fibras estaban resentidas. Con el tiempo y la constancia, se va haciendo más fácil y llevadero. Para los más fanáticos hay práctica casi todos los días. A las siete de la mañana y a las siete de la tarde, de martes a viernes; sábados y domingos a las once.
Esa semana volví a meditar a las siete AM de un día jueves. Previsiblemente éramos muy pocos, apenas cuatro. Éramos La Chiqui, una monja llamada Juliana –a la que le tocaba oficiar de kyosakuman– un muchacho muy joven, que practica desde hace un año y medio, y yo. Al zazen de la mañana los días hábiles le sigue un desayuno de campeones que se llama Guenmai y es una sopa de verduras muy cocidas con arroz integral, que se come de un cuenco, se condimenta con salsa de soja y semillas de sésamo tostado y se baja con un tecito caliente servido en el mismo cuenco. Una obra maestra del minimalismo gastronómico, con al menos ocho siglos de tradición a sus espaldas. Ese día fue notable la energía durante la mañana.Fui, vine, hice cosas, de excelente humor y con sorprendente eficacia. Algo de todo esto comenzaba a hacer efecto.
La siguiente pantalla en la vida monástica del budismo zen será asistir a una sesshin, esto es: un retiro espiritual. Se llevan a cabo en forma periódica y en distintas locaciones. Constan de cuatro zazenes al día. Se puede ir en carpa o se paga extra para dormir en un dormitorio común. En Argentina las más importantes se realizan en el templo Shobogenji de Capilla del Monte, Córdoba. Entre cada zazen se practica el samu, esto es: la división comunitaria del trabajo. Se realizan tareas que tienen que ver con el mantenimiento del lugar y la obtención de alimentos, con absoluto respeto por el medioambiente y la misma actitud de espíritu que el zazen: presentes, aquí, ahora, observando.
Entre bodhisattvas, monjes y maestros, el trato es casi siempre amable y cordial. Las necesidades se resuelven en forma expeditiva, a media voz, casi como si no hiciera falta hablar de esas cosas. En el dojo se dictan, además, clases de caligrafía, de confección, de yoga, masajes y un curso de introducción al budismo, a cargo de Toshi.
Entre práctica y práctica, eso que se da en llamar la vida, se va contagiando del espíritu zen. Me acuerdo de enderezar la espalda y mi actitud hacia el mundo cambia. Y pongo la conciencia en modo observación. El aire entra, el aire sale. ¿Qué hay que hacer? Yo lo hago. Sin expectativas, mushotoku.
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