Fragmentos del capítulo dedicado a la prestigiosa periodista, fallecida el martes último, del libro “24/24 un día en la vida de 24 mujeres argentinas”, de Teresa Elizalde; su familia, su cotidianidad y anécdotas de su extensa carrera
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No era fácil. Nada fácil. Tenía cuarenta y siete años y el cuerpo, bueno, el cuerpo a los cuarenta y siete años es otro. Al menos para ser madre. Y ella, ese día, 15 de febrero de 1931, iba a ser madre. Pero por novena vez. El parto coincidía además con el nombramiento de su marido, un destacado diplomático, como delegado en la Sociedad de Naciones. En dos meses tenían que viajar a Ginebra. Mudar a toda esa familia para acompañar el nuevo cargo.
Llegado el momento, Celina Cantilo Ortiz Basualdo, Enrique Ruiz Guiñazú y la prole abundante tomaron el barco rumbo a Europa. El viaje fue largo. La madre no tenía suficiente leche para alimentar a su último vástago –una beba- y entonces la hija lloró y lloró. El llanto era aterrador, puro: el llanto del hambre. La madre se alimentaba de cereales y de unas mezclas extrañas para darle de comer. Pero nada calmaba a su pequeña hija.
-Dicen que lloraba tanto, pero tanto que temblaban todas las paredes del camarote. Parece que fue un viaje terrible. Debí de haber sido una pesadilla –dice entre risas esta mujer, esa beba, setenta y ocho años más tarde-. Definitivamente vine a complicarles la vida a mis padres.
Ahora su nombre, Magdalena Ruiz Guiñazú, casi no exige presentación. Pero en ese entonces, plena década del treinta, ella era simplemente la novena hija de una familia bien constituida. Algo así como salir a la cancha con el equipo formado y con el riesgo de ir directo al banco de suplentes. Pero eso no sucedió.
Magdalena, indómita desde que tiene memoria, desde que era capaz de llorar a gritos, hizo gol.
Los diarios están dispersos sobre la mesa. Pasa las hojas. Estornuda. No logra doblegar la alergia del olor a tinta fresca. ¿Cómo es posible que, a esta altura de su vida, le siga provocando alergia la tinta del diario? La respuesta es que Magdalena no se acostumbra a nada: ni al papel de los periódicos, ni a despertarse a las cuatro de la mañana.
-Es el cuerpo el que no se acostumbra. Las cuatro de la mañana es la mitad de la noche- justificará.
Cada día, entonces, apaga los dos despertadores que suenan al unísono a las cuatro de la mañana y se prepara para dar el salto más difícil: el de la cama a la ducha. Atravesada esa primera valla, las otras se muestran bajas y dóciles. Enciende la radio: la temperatura seguirá en aumento. Elige vestirse de manera sencilla pero elegante. Se pone una blusa marrón de seda, un pantalón azul, una cadena al cuello. Arregla su pelo, el flequillo: ese flequillo de siempre que cubre la mitad de su frente.
-A esto sí me acostumbré, me peino yo. Como tengo pelo dócil, lo hago en dos minutos. Me compré unos ruleros espuma hace unos años en Nueva York y aprendí a usarlos. Iría todo el tiempo a la peluquería, pero ¿cómo hago con este horario?, ¿cómo hago?
Los ojos de Manola, su gata, espían este relámpago diario. En la mesa de comedor, hay un termo de café listo desde la noche anterior. El silencio es total en esta planta baja de Recoleta. Ella cierra la puerta de calle y se sube al auto con custodia que espera en la puerta de su casa. La madrugada está cálida. Magdalena se dirige hacia la avenida Rivadavia, a los estudios de Radio Continental.
Cada día, de lunes a viernes, el mismo programa desde hace treinta años. Los diarios desplegados, un plato con medialunas, más café. La producción lee, busca la información; ella detecta, afina el ojo, da vuelta la noticia, dice por favor llamalo, hablemos con él, preguntémosle por qué dijo que no se iba a presentar a la candidatura, quedamos en sacar al aire al presidente de ese organismo, sí, que explique qué política van a tomar frente a las nuevas leyes que promueve la Presidenta.
Magdalena ordena, articula, desanda el ovillo de la historia reciente. La corrupción la subleva, y ahí está: merodeando como un tábano sobre lo dudoso. Son miles los oyentes que amanecen con esta voz que tornasola de la indignación al enojo. Si Magdalena lo dice tiene que ser cierto, opinan unos. A otros, en cambio, les irrita la postura combativa. Una señora paqueta, además, de Barrio Norte: burguesa, doble apellido. Están quienes la corren por derecha. Aunque también están quienes la corren por izquierda.
A las diez de la mañana, Magdalena vuelve a su casa, al departamento al que se mudó en el año 2002. Una planta baja decorada de manera clásica con ciertos toques elegantes. En la sala principal hay un cuadro de la artista plástica Josefina Robirosa, de quien Magdalena es amiga. Los sillones tapizados en tonos verdes, sobrios. No hay lugar para la duda: fue Manola, su gata.
-Quedará así, no importa, nunca fui fanática de tener todo impecable. Además, si lo arreglo, lo va a volver a romper.
El living es amplio y tiene una puerta de vidrio que da hacia un patio absolutamente verde, repleto de plantas y flores.
-Yo quería algo diferente -admite y con una mano parece ofrecer este paisaje-. Cuando lo vi, en plena crisis, tenía los ahorros incautados. Les pedí a los dueños que por favor no lo publicaran, que iba a conseguir la plata. Y lo logré. Vendí muy mal el que tenía, como pasa siempre. Pero estoy feliz, me encanta este lugar y esas plantas hacen la diferencia. No me ocupo mucho. A la tarde riego, pero hay una persona encargada. No tengo mano verde. Mamá sí que tenía, a ella le encantaban las plantas.
Los libros se cuentan de a cientos -la mayoría son de historia política argentina- y entre tantos volúmenes pueden verse acomodadas varias fotos familiares. Magdalena con sus hijos, con sus nietos, con un hombre que se parece mucho a Juan Domingo Perón pero no es Perón.. Es el actor italiano Alberto Sordi.
-Una de las pocas personalidades que tuve enfrente y no entrevisté. Cómo me iba a perder un almuerzo increíble frente a la frialdad que supone un grabador.
Duerme ahora Magdalena. La primera siesta para resarcir el cuerpo del esfuerzo de amanecer a mitad de la noche. Manola juega bajo la mesa del comedor. Dora y Betty, las dos empleadas que viven con la periodista desde hace más de cuarenta años, limpian y ordenan. Duerme la mujer que se quitó el saco de los mandatos. Una rara avis en una generación que no se caracterizó por su participación en la esfera pública. Al menos las mujeres de su clase social. Y ella, con un padre antiperonista, tildado de pro fascista, canciller y embajador ante la Santa Sede y en España. Y una madre de clase alta, distinguida. Una familia austera y de perfil bajo.
El regreso de Ginebra supuso para Magdalena una educación en el Sagrado Corazón, un colegio católico ubicado en la esquina de Callao y Juncal, que le deparó varias amigas (con las que, en muchos casos, aún hoy sigue juntándose). Pero por fuera de esas amistades –y más allá de que tuviera tantos hermanos-, su niñez era solitaria. Los veranos, asegura, eran un tedio: tres meses en el campo que la familia tenía en Fátima. Sola, toda la semana, esperando la llegada de los suyos a partir del sábado. Y esa monotonía sólo rasguñada por libros que no podía leer -libros prohibidos, libros para adultos- pero que despertaban su curiosidad. ¿Qué hacía para evitar el castigo? Les cambiaba la tapa o los escondía en el ropero del baño, camuflados entre la pila de toallas, bien al fondo.
-Qué rara esta chica, tantas horas en el baño -cuenta que se rumoreaba en el campo. El tiempo pasó, y ella quiso saber más. Es decir, ir a la facultad. Pero el padre conservador dijo que no.
-Si esta chica va a la facultad se va a hacer comunista –sentenció.
Alguien arrojó un señuelo en ese departamento multitudinario: la revista “Paris Match”, con un reportaje del periodista Raymond Cartier sobre la Segunda Guerra Mundial. Había fotos a doble página, epígrafes escuetos. Magdalena la hojeó primero. Se detuvo en cada foto. Un hechizo la capturó y empezó a amasar el deseo de ser periodista, de estar -como ella define a su oficio- en el ring side de la vida.
-Cuando hice mi primera nota, tenía 17 años. Propuse una entrevista con la cantante Marian Anderson para Vea y lea, la revista de Enrique Ramírez. Él me dijo que si la conseguía la hiciera. Incluso me mandaba un fotógrafo. Fue tremendo, porque Anderson me había dicho que la esperara en el Hotel Alvear, donde se alojaba y estuve esperando horas. Tenía tanto temor de que no apareciera. Finalmente salió, recordaba su promesa, hice la nota y la publicaron. Fue una demostración tanto a nivel personal como dentro de mi familia de que yo podía hacer algo. Después de eso, the sky is the limit.
Luego de esa nota, empezó una maratón periodística. Vea y lea, Damas y damitas, Esto es, Maribel y la televisión, de la mano de Carlos Ulanovsksy, en el programa Buenas tardes, mucho gusto, a fines de los setenta, junto a Petrona C. de Gandulfo y Canela. Ya convertida en conductora del noticiero La primera de la noche junto a Antonio Carrizo, ingresó a Radio Continental con su programa Magdalena y las noticias, donde estuvo desde 1977 hasta 1985. Un trayecto de ida y vuelta. De Continental a Radio Mitre. De Mitre a Continental.
En el camino, Magdalena se casó con César Doretti. Tuvo cinco hijos. Al tiempo se separó y dio una nueva señal de rebeldía. Las mujeres de su clase, al menos en su época, no se divorciaban. Pero a ella no le importó. Se separó igual y encontró la hendidura en la que poder pararse para satisfacer a su familia y evitar así el escándalo.
-Mi padre ya había muerto, y mi madre nunca se enteró. Como no le quería dar un disgusto, mi ex marido cada tanto se aparecía por su casa para mostrar que todo estaba bien –desliza con naturalidad.
Muchos años después, rehizo su vida junto a Sergio Dellacha, gerente de varias empresas editoriales, con quien llegó a cumplir veinticinco años de pareja. Optaron por vivir en casas separadas, hasta que él enfermó y sus últimos tres años los afrontó junto a Magdalena.
La mañana avanza, serena. Ella se levantó de la siesta y elige este tiempo para estar en casa y continuar ese descanso sin sueño. Magdalena es hábil con las palabras, sabe qué contar y qué callar. Retacea su historia pero acumula anécdotas que despliega a lo largo de la jornada como un manojo de cartas. Recuerda el día del velatorio de Eva Perón, en el que se rateó del colegio e hizo la cola para poder mirar el cuerpo, porque “no me podía perder semejante fenómeno popular”; o aquella vez en la que transmitió la asunción de mando de Juan Domingo Perón, en octubre de 1973, y al aire, por nervios, lo presentó como el general Lanusse. O el día en que se le apareció una mujer en el estudio de radio para relatarle lo que ella sabía de las desapariciones durante la dictadura militar. Magdalena la abrazó, terminaron llorando. Esa mujer, lo supo luego, era Azucena Villaflor, una de las fundadoras de Madres de Plaza de Mayo, poco tiempo antes de ser secuestrada y desaparecida.
Fue por aquella época, también, cuando Magdalena decidió leer al aire en Radio Continental los editoriales que el periodista Robert Cox publicaba en el diario Buenos Aires Herald.
-Era una época muy candente. Tuve suerte porque estaba en una radio privada. La directora de Continental, Elizabeth Viegner de Udaquiola, era viuda de un coronel y nos decía a Eduardo Aliverti y a mí: “Ay, las cosas que ustedes dicen, ¡Qué barbaridad!” Pero cuando venía la policía o gente de Inteligencia a pedir las cintas para escuchar lo que habíamos dicho, esta señora, que era inobjetable, viuda de un coronel, les decía: “¿Dónde está la orden del juez?”. Como no la tenían, les respondía: “Entonces yo no les puedo dar nada”. Nos defendió muy bien. Le tengo un enorme agradecimiento. En un momento, incluso, en que las amenazas eran copiosas, me dijo: “Venite a mi casa con tus chicos”. No fue necesario, pero yo de esas cosas no me olvido nunca.
Tampoco se olvida de la noche que pasó sin dormir junto al periodista José Ignacio López: el 30 de octubre de 1983, cuando fue electo Raúl Alfonsín, con quien simpatizó hasta que éste impulsó las leyes de Obediencia Debida y Punto Final.
Participó luego de la CONADEP y de la cruda redacción del Informe “Nunca Más”. Pero siguió el miedo. Incluso durante la investigación por el asesinato de José Luis Cabezas, en 1997. Hubo quienes consideraron que Magdalena había hablado de más. Que había dicho algo imprudente.
-Me llovieron las amenazas. Me dejaron una bala 39 especial en la puerta de casa. Creo que debe de haber sido gente de Yabrán. Fue muy desagradable. El juez me puso custodia de oficio, cosa que tampoco me gustó nada. Pedí custodia policial femenina, y de uniforme. Pero ahí estaban estos tipos, en el hall de entrada y no me permitían hacer nada sola. Me preguntaban permanentemente a dónde iba, qué iba a hacer. Uno salía conmigo y el otro se quedaba en casa. Lo fui a ver al Procurador General de la Nación y le dije: “Por favor, prefiero tener un disgusto, que me maten, pero no puedo seguir viviendo con esta gente. Finalmente, me la sacaron”.
Almuerza ahora en esta tarde suave. Prefiere no salir. Tomar otra siesta. Y aprovechar el tiempo para leer y escribir. Ella, mujer de conducta, forjó una disciplina de hierro. En la semana, no sale al mediodía y por la noche suele irse a dormir temprano. No falta al gimnasio. Veranea exclusivamente en la casa que tiene en la Barra de Punta del Este. Cada tanto, muy cada tanto, viaja al extranjero. Si bien tiene un destino pendiente –la Costa Azul- la mayor parte de las veces termina en Nueva York, visitando a su hija Mercedes, una destacada antropóloga forense que vive en Estados Unidos.
Perdió ese afán, la vorágine que la transportaba detrás de la noticia a cualquier lugar del mundo. Aunque conserva, eso sí, un archivo vasto de acontecimientos mundiales: recortes, revistas, diarios y más de cuatrocientos videos. Cuando habla de este tema –el de los registros- se detiene. Hay algo que la enoja.
-Yo era la reina del VHS. Tenía todo cronometrado. Un televisor con un video para reproducir, otro para grabar. Perfectamente ubicados. Empezó el DVD y me complicó la vida. Ya me tienen harta con este tema porque además los dejan de fabricar. Planifican todo. Mirá, fui a Garbarino y me compré las dos últimas videograbadoras que quedaban. Voy a llevar una a la casa de Punta del Este, porque la de allá se rompió con la humedad del mar. Fui a Maldonado y cuando le dije al vendedor que quería una videocassetera, me miró y me dijo: “Señora, no se hacen más”. Por favor, qué barbaridad. Me dicen que con el DVD tengo mejor calidad, pero a mí qué me importa la calidad. Yo quiero que se vea.
Insiste, es una chica Pitman.
-Yo soy una chica Pitman, y la computación no me interesaba nada. Cuando el Tano compró una computadora, la tuve un año en el ropero. Yo le decía: “Es el colmo que me obliguen a hacer algo que no me gusta”. Hasta que me empecé a dar cuenta de que la necesitaba. Que me estaba quedando atrás. El mail, por ejemplo, el mail me alivianó muchísimo. Antes el teléfono sonaba insistentemente y ahora no suena. Bajó la cuenta del teléfono que era sideral. Además, es más fácil, porque te ahorrás el qué tal como estás bien y vos bien… el mail es directo.
Es ahora ella, en solitario, la que camina los veinte metros que la separan del supermercado. Es ella la que va al supermercado. Tiene una capacidad -o un defecto- para hacerse cargo de ciertas tareas.
-Creo erróneamente que las cosas para que estén bien hechas las tengo que hacer yo.
Enfatiza en el “erróneamente”. Confiesa incluso que ahora que tiene más tiempo, disfruta las tareas de la casa. Porque antes, cuando sus hijos eran chicos, resultaba difícil. Esa época sí que fue complicada. Ella empezaba su carrera en televisión y ese desafío le insumía el tiempo que por las tardes tironeaban sus hijos.
- Yo trataba de estar cuando mis hijos volvían del colegio. Pero una vez, uno de ellos me dijo, con justeza: “Sí, vos estabas, pero siempre hablando por teléfono”. Lo cual era absolutamente cierto, porque el noticiero en el que me inicié, La primera de la noche, empezaba a las ocho y estaba ocupada con los preparativos. Tenía la cabeza en otra cosa. Creo que muchas veces ellos extrañaron que estuviera en casa. Es muy difícil compatibilizar la maternidad con una carrera absorbente.
La culpa. La culpa de las madres por tratar de transitar ese difícil equilibrio entre maternidad y trabajo.
-Pero siempre pensé que les estaba dando un montón de cosas. Hoy, con mis nietos, trato de balancear aquella falta.
Magdalena, unas horas más tarde, con la duda sobre la propia historia que aún flota en estas paredes clásicas, ensaya una reflexión, un atajo para comprender su propio desvío, el camino de sus decisiones solitarias.
-Yo pertenezco a la burguesía, lo sé muy bien. Pero aprendí una cosa: mamá siempre nos decía que cuando naciste de este lado del mostrador, cuanto te toca haber nacido con seguridad, información, con formación religiosa, eso implica obligaciones. Supone ser responsable. Uno sabe que forma parte de una determinada clase dirigente y tiene que actuar en consecuencia. Y con clase dirigente no me refiero a tener plata, me refiero a tener educación y la posibilidad de ayudar a los demás. Y cuando la gente empezó a desaparecer, pensé, hay que hablar de esto. Yo no me puedo callar.
Ella, ahora, más cerca del final que del principio, roza ese nivel de duda: lo acaricia. La gran preocupación: que Dios exista.
-Creo absolutamente en la presencia del bien y del mal en la naturaleza humana y en la vida del hombre –dice y afina la voz-. Pero, por eso mismo, no espero ninguna recompensa ni un castigo determinado como corolario de mis actos. Sí, en cambio, la presencia de Dios que imagino como una síntesis infinita de amor y sabiduría.
Cuentan que el actor inglés David Niven, antes de morir, dijo: “Pitty, it was such fun” (“Qué pena, era tan entretenido”). Magdalena, como si se tratase de su propio epitafio, lo cita y se atreve a reformularlo:
- No sé qué habrá del otro lado –dice- pero esto es tan apasionante.
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