Yin y yang de Hong Kong
Como una moneda de dos caras, esta ciudad de energía, velocidad y narcisismo también es un lugar repleto de soledad que esconde, en las islas cercanas, remansos de silenciosa lentitud
Viajé a Hong Kong dos veces, una en verano y otra en invierno. Conocí el mismo lugar en dos momentos aparentemente opuestos y descubrí la peculiaridad que, para mí, define a esa región especial de China: en Hong Kong la realidad tiene dos caras; allí cada significado oculta otro, desconocido para los de afuera e implícito para los de adentro. Cuando, aún estando en Filipinas, mi amigo filipino Judy me comentó que Nora, su amiga de la infancia, vivía en una casa en la cima de la isla de Hong Kong e iba a alojarme durante mi estadia en la ciudad, no fui capaz de captar todo lo que esa promesa escondía. Pero cuando sobrevolé Hong Kong y quedé boquiabierta ante los millones de luces que salían de los miles de rascacielos amontonados entre las montañas, comprendí que en aquella ciudad los términos casa, cima y alojar tendrían significados distintos a los que estaba acostumbrada.
Mientras Nora y yo íbamos en colectivo desde el aeropuerto hacia su casa, sentí que estaba llegando por primera vez a una gran ciudad. Nunca había visto tantos edificios juntos, tantos carteles amontonados tapando el cielo, tantas luces de colores, tanta urbanización en medio de las montañas. Con una superficie de 81 km2 –menos de la mitad de la ciudad de Buenos Aires–, la isla de Hong Kong es la más pequeña de las 236 islas y la península que conforman la Región Administrativa Especial de Hong Kong. Asimismo, es la ciudad más vertical del mundo, hay más de 7650 rascacielos y más personas viviendo y trabajando arriba del piso 14 que en cualquier otro lugar del planeta.
Después de una hora de viaje comenzamos el ascenso hacia The Peak, el techo de Hong Kong, donde estaba ubicada la residencia de Nora. Llegamos a una casa de cuatro pisos y ella me dejó sola en la habitación de huéspedes, frente a un ventanal con vista a toda la isla de Hong Kong y Kowloon –la península ubicada del otro lado del puerto–. En un lugar donde el metro cuadrado es uno de los más caros del mundo, tener una casa en vez de un pequeñísimo departamento ya es sinónimo de lujo. Y si, además, la casa tiene varios pisos y está en The Peak, la montaña más alta de la isla (552 m), significa que el dueño es gobernador, diplomático, magnate o millonario. Nora me comentó que era la encargada de cuidar la casa mientras el dueño, un gerente regional de una empresa multinacional, estaba de vacaciones en Suiza. Como no había nadie, podía quedarme unos días ahí sin que ninguna persona se enterara.
Verano. La velocidad
La primera vez que fui a Hong Kong era verano. Viví durante una semana en la mansión de la montaña y dediqué mis días a caminar sola entre tranvías, shoppings y rascacielos. Es muy difícil no sentirse anonadado ante Hong Kong y sus habitantes. Es casi imposible, además, escapar de esa vorágine que los define: basta pararse durante unos minutos en el medio de alguna avenida para sentir cómo la vida cotidiana avanza vertiginosamente, llevándose todo por delante. Las calles son pasarelas donde locales y extranjeros desfilan vestidos con las últimas tendencias de Europa; las veredas son arenas de combate donde las tiendas de las primeras marcas, los malls y los mercados callejeros luchan por captar compradores con el anzuelo del descuento más atractivo. Parece que todos los habitantes comparten el secreto de que Hong Kong es, en realidad, un gran complejo de shoppings que jamás apaga sus luces.
Cual torre de Babel, en la isla no hay idioma que no se hable ni etnia que no tenga su espacio –y su negocio–: además de ser uno de los centros financieros líderes del mundo, Hong Kong es una de las ciudades más globalizadas que existen. Los empresarios caminan apurados mientras mantienen reuniones por celular; los jóvenes se distinguen de la masa por los colores estridentes de sus zapatillas y los mensajes polémicos de sus remeras; las mujeres se maquillan mientras esperan en el semáforo; los chicos navegan en Internet mientras viajan en subte. Los hongkoneses solamente frenan su paso acelerado ante tres cosas: los puestos de comida callejeros, las ofertas de último momento y los cientos de espejos y superficies reflejantes que hay desparramados por la ciudad. Pocos segundos después, una vez cumplida su misión, se pierden entre la multitud.
Hong Kong es narcisista y tiene sus razones. Está insertada en una geografía que no encaja con el escenario típico de una metrópoli: el 75 por ciento de la región está conformada por espacios naturales de montañas y costas. La isla de Hong Kong, sin embargo, está abarrotada de gente, ruidos, carteles, estímulos. Y, como toda gran ciudad, está repleta de soledad. Allí viajé en subtes de última generación, con aire acondicionado y una eficiencia envidiable, pero sin conductores humanos. Durante los trayectos en transporte público casi no vi caras de frente: todos los pasajeros iban con la vista pegada a las pantallas de sus celulares, MP3 o computadoras último modelo. En el resto de Asia, yo era el centro de las miradas curiosas y de los interrogatorios simpáticos; en Hong Kong nadie me miró ni me preguntó de dónde era, qué hacía, ni adónde iba.
A pesar de que todos los habitantes hablan inglés –Hong Kong fue colonia británica durante más de 150 años–, nadie me preguntó si necesitaba ayuda para encontrar una calle en ese laberinto de asfalto, ni se ofreció a acompañarme cuando me veían perdida con el mapa en la mano.Nadie avisó que cada estación de subte tiene como mínimo diez salidas y que si uno se equivoca habrá que dar la vuelta al mundo para encontrar el lugar al que se quiere llegar. Nadie me informó que en los colectivos y minibuses hay que pagar con cambio exacto porque ni el conductor ni la máquina dan vuelto, a nadie le importó que tuviera que caminar veinte minutos extras porque me pasé de parada y no había ningún transporte que hiciera el camino en la dirección contraria. Nadie me avisó, menos que menos, que la ciudad no está diseñada con la lógica de la línea recta y que para cruzar la calle hay que subir y bajar escaleras, cruzar puentes, atravesar pasadizos subterráneos y entrar obligatoriamente en por lo menos cinco shoppings.
En Hong Kong era solamente una más en la multitud. En un lugar donde cada uno estaba ocupado con sus preocupaciones era lógico, tal vez, que nadie me haya frenado para decirme la verdad: que viajar de manera independiente por Hong Kong es una experiencia tan deslumbrante como frustrante. Me sentí reconfortada cuando descubrí uno de los suvenires más sinceros de la región: las remeras que sentenciaban I’m lost in Hong Kong (Estoy perdido en Hong Kong). Por lo menos pude estar segura de que yo no era la única.
Invierno. La lentitud
Viajé por segunda vez a esta ciudad en invierno, tras mi recorrido de un mes por el sur de China. Apenas llegué me reencontré con Journey, una buena amiga china que había conocido en Tailandia y que vivía en Foshan (China), a una hora de Hong Kong. Durante aquella estada cambié la mansión de la montaña por la Mansión Chungking, uno de los edificios más infames de la isla. Chungking está conformada por cinco bloques de 17 pisos donde viven más de 4000 personas; ahí, entre hostales baratos, restaurantes de comida india y africana, casas de cambio y negocios de ropa y celulares, conviven todos los grupos étnicos minoritarios del sur de Asia, Medio Oriente, Africa y América latina. Si Hong Kong es la ciudad más globalizada del mundo, Chungking es el edificio más globalizado de Hong Kong. El lugar es famoso también por tener las habitaciones de hotel más baratas y diminutas de la isla: nuestro cuarto era del tamaño de un baño y tenía vista al edificio de enfrente.
Durante aquella semana, Journey se convirtió en mi traductora cultural y me ayudó a descubrir el reverso de la moneda. Todo empezó cuando tomamos un ferry hasta Lantau, la más grande y menos densamente poblada de todas las islas de la Región. La primera parada fue obligada: visitamos el monasterio Po Lin y subimos 268 escalones para mirar de cerca al Buda Tian Tan, una estatua de bronce de 36 metros de alto. Luego, nos alejamos de la congregación turística y Journey me llevó por el Camino de la Sabiduría, un sendero oculto entre las montañas. En el medio había un pequeño valle con 38 pilares de madera de tres metros de altura clavados en la tierra; formaban el símbolo de infinito y tenían inscripciones talladas en caracteres chinos. Journey me explicó que se trataba del Sutra del Corazón, una de las escrituras budistas más famosas, venerada también por confucionistas y taoístas. El lugar estaba silencioso y casi vacío.
Seguimos avanzando y llegamos a Tai O, una aldea de pescadores donde las casas estaban sostenidas con zancos sobre el agua. Si bien el lugar es turístico, en Tai O el tiempo fluía a otro ritmo, alejado de calendarios, agendas y reuniones. Un hombre colgaba, con paciencia, pescados para secarlos al sol; una mujer cocinaba caracoles con salsa roja al wok mientras asaba mariscos en una parrilla sobre la vereda de tierra; una señora se abanicaba despacio mientras esperaba que apareciera algún comprador. Caminamos entre casitas de madera enclenques y contenedores cuadrados de chapa que, según me contó Journey, también funcionaban como viviendas. En Tai O no había ninguna construcción de más de tres pisos y todas las ventanas estaban abiertas: pude espiar cómo se disponían los muebles en el interior de cada casa, cómo era la decoración y de qué color eran las alfombras. Como la marea estaba baja, todos los botes estaban encallados en la orilla, pero a nadie parecía importarle demasiado: no había apuro por llegar a ningún lugar.
Unos días después visitamos Cheung Chau, una isla de pescadores donde no hay los autos: como los caminos son angostos, los habitantes circulan en bicicleta o a pie. En la costa nos recibió un gato que dormía, inmutable, encima de los frascos con semillas y pescados secos a la venta. Dos hombres barrían la arena en una de las playas, una nena corría detrás de las burbujas que soplaba su papá, los barcos pesqueros de colores subían y bajaban tranquilamente al ritmo del agua. En Cheung Chau, probablemente, tampoco existan los relojes.
Hay un concepto en la filosofía oriental que dice que todo lo que existe en el universo está conformado por el yin y el yang, dos fuerzas aparentemente opuestas que son, en realidad, complementarias. El yin es el principio femenino, la tierra, la oscuridad, la pasividad, lo bajo, el invierno; el yang es el principio masculino, el cielo, la luz, la actividad, lo alto, el verano. Ambos definen la dualidad de todo y, a la vez, existen uno dentro del otro; su interacción mantiene al mundo en movimiento.
La última noche en Hong Kong volví a subir a The Peak. Comprendí que aquel mundo necesitaba sus dos realidades para definirse y formar un todo: sin caos, el silencio no tendría tanto valor; sin velocidad, no habría tranquilidad de la cual escapar. Desde allá arriba, el ruido de Hong Kong llegaba en forma de silencio y el movimiento se convertía en un lento ir y venir de barcos. La multitud y la soledad, el frenetismo y la tranquilidad, la ciudad y la naturaleza se fusionaron hasta convertirse en la maqueta iluminada de una ciudad muda oculta en medio de las montañas.
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