El 2 de julio de 1976, un infiltrado guerrillero colocó una bomba en un comedor donde almorzaban más de 100 personas; el atentado fue el segundo más sangriento de la historia argentina
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El horario laboral del joven Hugo Raúl Biazzo, guardia de prevención de la Superintendencia de Seguridad Federal, ya había terminado. Era invierno, 2 de julio de 1976. El policía, de 25 años, había pasado toda la mañana custodiando el ingreso del edificio, ubicado en Moreno 1417. Ya se estaba marchando cuando uno de sus compañeros, que acababa de reemplazarlo en la guardia del portón, lo frenó: “Gordo, ¿me aguantás que voy al baño?”. “Sí, andá”, respondió él. No tenía forma de saber que, de haberse negado, su suerte habría sido otra.
Eran las 13:15. El bullicio del comedor se hacía oír en toda la planta baja del edificio. El gran salón, con buffet y mesas largas, estaba repleto de policías, mujeres civiles y niños, en total, unas 100 personas. Desde el ingreso principal, Biazzo esperaba ansioso a que su compañero volviera. Planeaba regresar a almorzar a su casa, como todos los días.
Por esa misma puerta, en algún momento de la mañana, había ingresado José María “Pepe” Salgado —infiltrado montonero, de 22 años— con uniforme, placa policial y una bomba tipo “vietnamita” escondida entre sus ropas. Una vez dentro del comedor, el joven guerrillero había dejado sobre una silla, tapado con un sobretodo, el artefacto explosivo, y se había marchado del edificio.
La bomba detonó a las 13:20 en punto. Biazzo, que todavía esperaba en la puerta, voló hacia la vereda de enfrente, donde cayó. Quiso incorporarse y comprendió que no podía mover las piernas. Los comerciantes y oficinistas de la cuadra se acumulaban a su alrededor, mientras llegaban las primeras ambulancias. A menos de un metro, tendido a su lado, estaba uno de sus amigos, el oficial ayudante Castro, al que se le había incrustado una bandeja de aluminio del comedor en el estómago.
“Estuve dos años con psiquiatra después de eso. No es algo fácil de superar”, dice Biazzo, de ahora 72 años, ya casi sin pelo, algo encorvado, mientras toma un café en una confitería de Villa Madero, a pocas cuadras de su casa. Su pierna derecha quedó lisiada después de la explosión y hay días en que casi no puede moverla. Por las dudas, le pide a LA NACION que resguarde su imagen. Teme que algún “malintencionado” la utilice en su contra. En general, no le gusta hablar sobre aquel día. Dice que no le hace bien, que ya es parte del doloroso pasado que, sin éxito, busca olvidar. Pero hoy sí quiere hacerlo, y elije no omitir los detalles.
“Mientras a mí me hacían un torniquete en la pierna, yo intentaba cerrarle el abdomen con mis manos a Castro, para evitar que se desangrara. El ruido que hacía el estómago es algo que todavía no logro olvidar”, detalla. Todos los heridos fueron trasladados de urgencias al Hospital Churruca. El oficial ayudante Castro falleció minutos después de llegar al centro médico. Biazzo tuvo mejor suerte: estuvo 45 días internado, junto a muchos de sus compañeros de trabajo, algunos heridos de gravedad, otros mutilados. Luego, de ser dado de alta en el Churruca, pasó los siguientes dos años con muletas.
El atentado a la Superintendencia dejó un saldo de 24 muertos y más de 60 heridos y mutilados. Hoy es considerado el segundo más sangriento de la historia argentina, solo superado, décadas más tarde, por el de la AMIA.
Biazzo denunció judicialmente a los autores del acto terrorista con el patrocinio del exjuez federal Norberto Ángel Giletta, pero no tuvo éxito. A 45 años del hecho, la causa sigue impune. Hace pocas semanas, un grupo de familiares de víctimas y asociaciones civiles, encabezado por Abogados por la Justicia y la Concordia, pidió a la Justicia la reapertura de la causa promovida por Biazzo. La semana pasada, la jueza Servini de Cubría rechazó el pedido, pero los denunciantes analizan apelar. En caso de tener éxito, su idea es proseguir de la misma manera con el resto de los crímenes cometidos por agrupaciones guerrilleras durante la década del ‘70.
-Usted fue el único de los sobrevivientes que presentó una denuncia contra los miembros de Montoneros que estuvieron involucrados en el atentado. ¿Por qué?
-Calculo que por miedo. Yo la presenté muchos años después del atentado, en 2005. No me gusta figurar en nada, pero me gustan las cosas justas. No solo lo hice por mí, sino también por mis compañeros que fallecieron. Merecíamos justicia, nosotros y nuestras familias. No me di cuenta de que estaba chocando contra un paredón.
El escrito acusaba a los responsables de la explosión de cometer crímenes contra la humanidad. Los denunciados eran Salgado, Mario Firmenich, Marcelo Kurlat, Horacio Verbitsky, Laura Sofovich, Miguel Ángel Lauletta, Norberto Habegger y Lila Pastoriza.
En primera instancia, la denuncia cayó en manos de la jueza federal María Romilda Servini de Cubría, quien un año después la declaró prescripta. La magistrada consideraba que el atentado no había sido un delito de lesa humanidad, tal como denunciaba Biazzo.
“Fue un proceso lento —afirma Giletta— Nosotros apelamos. Fuimos a Cámara, y la Cámara confirmó. Fue en ese momento que se impuso la teoría de que los delitos de lesa humanidad solo pueden ser cometidos por el Estado. Esa definición no existe en otras partes del mundo”. La causa fue desestimada en más de tres instancias judiciales por prescripción.
“¿Y nuestros derechos humanos?”
El atentado a la Superintendencia de Seguridad no fue un caso aislado. Unos días antes, el 18 de junio de 1976, la misma organización había colocado una bomba en la residencia del jefe de la Policía Federal, el general Cesáreo Ángel Cardozo. El explosivo, que causó su muerte e hirió a miembros de su familia, había sido colocado por una amiga de una de sus hijas, una joven militante de Montoneros.
“En esa época era muy común que pusieran bombas. Vivíamos con mucho miedo —recuerda Biazzo— Antes del atentado, cuando todavía trabajaba en la seguridad de la Superintendencia, un día volvía del trabajo en subte; al siguiente, en tren; otro día, en colectivo. Vivíamos así”. Cada mañana, salía de su casa a las 4:30 para acompañar a su mujer al trabajo. Luego, se dirigía a la casa de sus suegros, a una cuadra. Subía a la terraza y desde ahí verificaba que ningún auto lo estuviera esperando en la cuadra.
Biazzo vive solo. Está separado de su exesposa, con quien tuvo a sus cuatro hijos. Hace tiempo le pidió a Giletta que no prosiguiera con la causa. “No me interesa estar en la palestra, no quiero vivir en el pasado. Solo me interesa disfrutar de mis hijos y de mis nietos”, comenta. Al retirarse como guardia de prevención, apenas después del atentado, trabajó como carnicero hasta jubilarse.
De a poco, los traumas se fueron yendo. Ya no corre a esconderse cada vez que escucha un trueno o un estruendo. Pero los recuerdos todavía le duelen. Desde el atentado, nunca más ingresó al edificio donde estalló la bomba. “Se que si entro, me van a venir a la mente las caras de mis compañeros, todo lo vivido con ellos, y eso no me hace bien”, explica, algo emocionado. Hoy, en la ex Superintendencia de Seguridad hay una placa en el piso, que dice: “Acá funcionó un centro clandestino de detención”.
Desde su posición como ex guardia de seguridad del ingreso del edificio, Biazzo, dice, tajante: “Si los de arriba cometieron errores, ¿yo qué tengo que ver? Nosotros, los de la guardia, no nos enterábamos de lo que pasaba adentro. Había detenidos, lógicamente, porque era un centro policial, pero más que eso no sé”.
Del atentado solo le quedan memorias y una reflexión: “La gente, los gobiernos, se la pasan hablando de los derechos humanos. ¿Y los derechos humanos nuestros? ¿Yo no soy humano? La Justicia no ha sido justa con todos”.
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