Pequeño retrato del hombre que seduce al mundo (y a las mujeres) con el poder de su inteligencia.
Nota publicada en Revista BRANDO (marzo de 2008).
Por Víctor Hugo Ghitta / Fotos de Michael O’Neill - Corbis/Latinstock
Es, desde hace mas de tres decadas, uno de los momentos más esperados de cada año: en la penumbra de la sala suena música de jazz y, de pronto, el hombrecito de gafas y gesto vacilante asoma en la pantalla con su neurosis a cuestas, siempre abrumado por sus interrogantes metafísicos pero también siempre dispuesto a dar cuenta de un humor cargado de cinismo y astucia, un verdadero festín para los oídos (y la inteligencia) del espectador. Hace mucho tiempo que una parte del mundo aguarda año tras año el milagro de un nuevo alumbramiento de Woody Allen, y, más allá de algunos altibajos en su filmografía, lo que perdura es la mirada penetrante que lo observa todo: los interrogantes acerca de la fe y los dilemas que inaugura la muerte, los pliegues del alma femenina y los engranajes de la creación artística, la pulsión sexual y el comportamiento en los círculos intelectuales de Nueva York. Woody Allen es fiesta y es risa, y lo es porque el tono de ligera comedia agridulce y el ingenio humorístico logran que aun los temas más desoladores e inquietantes y la observación de mayor escepticismo se diluyan en una entrañable amabilidad.
"Siempre quise hacer películas que reflejaran mis sentimientos sobre la vida en un universo sin moral ni Dios", acaba de decirles Woody a los cronistas apostados en Hollywood, que no hace mucho debieron prestarle, una vez más, atención por la edición de Pura anarquía (Tusquets), un volumen de relatos originalmente publicados en The New Yorker y otros medios estadounidenses que lo devolvió a las librerías del mundo entero veintisiete años después de Sin plumas. La excusa para escucharlo es ahora doble: durante las próximas semanas se estrenarán Cassandra’s Dream y Vicky Cristina Barcelona ; la última, con un elenco que reúne a Scarlett Johansson y Penélope Cruz. De modo que en estos días todas las miradas se han vuelto hacia este ícono de la cultura popular del siglo xx cuyo humor filoso y deliciosamente cínico ha conseguido que temas tan arduos como los alcances del psicoanálisis o el judaísmo se vuelvan motivo de una entrañable reflexión. Pero el hombrecito vulnerable con aire de cómic también ha logrado erigirse en algo así como un amigo de quien siempre esperamos un comentario risueño o corrosivo, aunque en el fondo de esa observación ingeniosa invariablemente estén la desesperanza y la angustia que trae la sensación del vacío existencial.
"Siento que la vida en general nos enfrenta a un universo y una existencia extremadamente crueles y hostiles, de modo que soy un gran pesimista, y creo que es verdaderamente imposible ser feliz –ha dicho Allen en una entrevista concedida a The Guardian –. Lo mejor que podemos esperar de la vida es apenas un poco de distracción." Sin embargo, pese a esa amargura metafísica, los espectadores aguardan la reaparición del comediante capaz de provocar ataques de risa con frases como ésta: "No hablen mal de la masturbación: es sexo con alguien a quien amo".
Ingenio y humor son marcas indelebles no sólo en sus películas, sino también en sus libros y toda vez que Allen se dispone a tomar contacto con la prensa. Escuchémoslo:
•"Soy muy buen amante porque practico mucho conmigo mismo."
•"Mi vida amorosa es terrible. La última vez que estuve dentro de una mujer fue cuando visité la Estatua de la Libertad."
•"No tengo miedo a morir, sólo no quiero estar allí cuando suceda."
•"La diferencia entre el sexo y la muerte es que con la muerte podemos hacerlo solos y nadie se burlará de nosotros."
•"El sexo es una experiencia vacía, pero entre las experiencias vacías es una de las mejores."
•"Tomé un curso de lectura veloz y leí La guerra y la paz. Trata acerca de Rusia."
Por fortuna para su legión de admiradores (que son muchos más en territorio europeo que en el estadounidense y constituyen una verdadera feligresía en nuestro país), en el cine de Woody, el desencanto metafísico casi siempre viene envuelto en la atmósfera chispeante de la comedia, y tiene en el propio cineasta a su más fiel intérprete. Con ese rostro irrepetible de bobalicón sin suerte y un gesto corporal que hereda la gran tradición interpretativa de la comedia stand up y algo debe a los films de Ernst Lubitsch, Allen consigue que su aguda meditación acerca de la vida contemporánea o sobre temas habitualmente angustiantes de la condición humana sea digerida con una sonrisa y una rara familiaridad. Desde los tiempos prehistóricos de Bananas, consolida un estilo interpretativo en apariencia desmañado que aprendió en los locales de Greenwich Village, donde ejercitó un humor con raíces en la tradición que va de Buster Keaton a Groucho Marx. El paso de ese cine cómico a la comedia melancólica que examina las relaciones sentimentales en la vida cotidiana se produce con Annie Hall y Manhattan, y con ellas nace el autor que escruta el alma humana como lo han hecho Kurosawa y Bergman, Fellini y Truffaut, aunque Allen es quien llega más lejos en el registro de lo cotidiano cuando captura la neurosis de la burguesía y los intelectuales neoyorquinos en diálogos que revelan su mano maestra de guionista. Los cuatro grandes creadores serán para siempre parte de las deidades que Allen venera con su obra, rindiéndoles secretos homenajes, y también toda vez que la prensa quiera conocer sus preferencias cinematográficas. Entre su veintena de films favoritos –apenas eso, elecciones personales siempre caprichosas, según se esmera en aclarar–, Woody elige El ciudadano (Orson Welles), Rashomon (Akira Kurosawa), Ladrones de bicicletas (Vittorio de Sica), La gran ilusión , (Jean Renoir), Fresas salvajes (Bergman), Los 400 golpes (François Truffaut), Los olvidados (Luis Buñuel). Es decir, se inclina ante el cine europeo de calidad con el que creció en la adolescencia y que marcaría su carrera para siempre, del mismo modo en que sentaría las bases de su fracaso comercial en los Estados Unidos. En la Meca del cine, su nombre se anota en los márgenes de la gran industria, allí donde se inscriben los de Robert Altman y Martin Scorsese y donde se refugia la independencia artística. Esa condición de rara avis y la complejidad de su obra lo han convertido en motivo de estudio frecuente en las academias: pocas filmografías han despertado tanta curiosidad en las universidades.
El cine de Allen se torna más espeso con el tiempo, y en films como Interiores o La otra mujer, un dramatismo hondo desplaza el contagioso chisporroteo verbal y el chiste franco. Son momentos en los que el desencanto deja su huella y el abismo del vacío existencial lo devora todo. Es momento de meditación, y Allen alcanza la adultez rindiéndole tributo a Bergman, su viejo maestro, quizá con el que siente una mayor identificación.
Son años literarios, también. Woody publica sus guiones, algunas piezas teatrales (No te bebas el agua, Sueños de un seductor, La bombilla que flota) y volúmenes que compilan sus relatos para The New Yorker, la capilla periodística y literaria que bendice a Philip Roth, John Cheever y J. D. Salinger, lo que es decir a una pujante cohorte de intelectuales norteamericanos. En esos libros – Sin plumas y Perfiles, a los que se sumó a fines del año pasado Pura anarquía–, aparecen de modo insistente los temas de un universo sin fisuras: el judaísmo, la filosofía y el psicoanálisis; la búsqueda de sentido en el teatro del absurdo que es el mundo; las preguntas sobre la fe y la ausencia de Dios. Y desde luego se hacen presentes la ironía y el sarcasmo que traen al Groucho Marx de Memorias de un amante sarnoso. Allen se muestra como un lector infatigable y cita a velocidad de ametralladora a los autores más diversos.
La cumbre de esa mirada burlona sobre la alta cultura tiene dos muestras en Pura anarquía. La primera aparece en "La puta de Mensa", la historia de un trabajador con ambiciones intelectuales que decide contratar a un detective para que lo libre de las amenazas que le impone la madama de un tugurio que ofrece a los hombres no sexo, sino una buena conversación. El detective es Kaiser, quien aparece una y otra vez en los relatos de Allen, y lleva adelante con la regenteadora la siguiente conversación:
KAISER: Tengo entendido que puede usted conseguirme una hora de charla agradable.
FLOSSIE: Claro que sí, guapo. ¿Quieres algo en concreto?
KAISER: Me gustaría discutir sobre Melville.
FLOSSIE: ¿Moby Dick o las novelas cortas?
KAISER: ¿Qué diferencia hay?
FLOSSIE: El precio. Eso es todo. El simbolismo se cobra aparte.
KAISER: ¿Cuánto me saldría?
FLOSSIE: Cincuenta, tal vez unos cien por Moby Dick. ¿Le gustaría una discusión comparada? Melville y Hawthorne. Se lo podría dejar por cien.
La otra muestra de ingenio y espiritu sarcástico es "Cantad, Sacher Tortes", la historia de un ambicioso productor de Broadway que en un solo libreto reúne a la flor y nata de la vida cultural austríaca de los albores del siglo xx: Gustav Klimt, Egon Schiele, Oskar Kokoschka, Walter Gropius y Stephan Zweig, todos ellos interesados en conquistar el corazón de Alma Mahler ("el corazón es un órgano tan flexible…", dice un personaje en alguno de sus films) en la Viena de comienzos de siglo.
Hay algo de parodia en ese relato, pero también la épica cultural modernista devela la vulnerabilidad de un autor que cree ser artífice de una obra menor, no importa el prestigio que sus films, casi invariablemente, vayan confiriéndole entre el exigente público europeo. "Si hubiese podido elegir en la vida, me hubiera gustado tener el talento de Tennessee Williams o Eugene O’Neill –dice con manifiesta decepción–. Desafortunadamente, mi don está en la comedia."
Es una verdad a medias. El comediante es invencible, y sus momentos más álgidos lo sitúan en un podio donde conviven Chaplin y Groucho. Pero el modo en que sus meditaciones sobre la vida contemporánea se inscriben en la comedia algo tristona lo convierte en un ejemplar único e irrepetible. Recuerdos, Broadway Danny Rose, Zelig, La rosa púrpura de El Cairo y Misterioso asesinato en Manhattan lo distancian del cine de ideas y profunda indagación psicológica, para afirmarlo en la comedia melancólica o de época, en muchos pasajes interesada en inmiscuirse en el laberinto de la creación artística, en comprender sus leyes secretas o los puentes que unen la realidad con la más pura ficción. Es un hilo que conducirá a Los secretos de Harry y La mirada de los otros, dos incursiones en el artificio de la invención poética que Allen realiza como si él mismo, al cabo de más de tres décadas de carrera, siguiera interrogándose obstinadamente acerca de un oficio que conoce como pocos. Algo de eso se refleja en el personaje del realizador de La mirada de los otros, que, de pronto, en plena filmación, pierde la vista y debe continuar el rodaje resguardándose en las indicaciones de un camarógrafo chino que naturalmente lo conduce al desastre.
En el deambular titubeante por esa penumbra que es la creación artística, Allen encuentra un espacio de supervivencia. "Para mí es terapeútico –responde cuando un cronista quiere saber por qué sigue filmando en medio de semejante tedio existencial–. A los internos de los hospitales neuropsiquiátricos suelen darles actividades deportivas o artísticas. Es bueno para su salud y para su estabilidad emocional. Conmigo funcionan las películas. Si no trabajo, me siento en algún rincón de la casa y mi mente se desvía hacia temas sin solución que terminan resultándome muy deprimentes. Si filmo, en cambio, me obsesiono con los personajes o con los chistes que debo inventar, y ésos son problemas que puedo resolver."
Al ritmo de un estreno por año, Allen se ha vuelto hábito entre sus fans. Pero dos films señalaron algo distinto en su obra, y, extrañamente, ambos giran en torno de un asesinato, el remordimiento y un dilema moral. El primero es Crímenes y pecados, una meditación de tinte filosófico que deriva en una de sus películas más rigurosas, con una atmósfera penumbrosa y diálogos espesos que traen de regreso el eco de Bergman. El segundo es Match Point, que en la visión de algunos críticos es una recreación de Crímenes... Match Point trae aires renovados: es su primera película rodada en Londres, se ha diluido el sonido dulce y melancólico del jazz en beneficio del aire de ópera ("Una furtiva lágrima", de El elixir del amor, en la versión de Enrico Caruso) y el skyline de Nueva York le cede su lugar a una Londres de la alta burguesía. El film lleva el cine de Woody a un público algo más vasto, pero sobre todo reactualiza el interés por su obra, además de permitirle conocer a una actriz con aires de musa cuyo nombre (y capacidad de inspiración) debe añadirse al de las dos mujeres que, en la realidad y en la ficción, marcaron la vida del artista: Diane Keaton (El dormilón, Annie Hall, Manhattan) y Mia Farrow ( Hannah y sus hermanas, La rosa púrpura de El Cairo, Broadway Danny Rose, Alice). Al mismo tiempo, obtiene una buena respuesta del público norteamericano, no siempre demasiado permeable a las películas de Allen. En cuanto a Mia, nadie ha olvidado todavía el escándalo. Apenas el romance de Allen con Soon-Yi, la hijastra de ambos, conoció la luz, la noticia relampagueó en las primeras planas de los diarios y alimentó la sed de un gossip culto con glam hollywoodense. Allen fue atacado de modo despiadado, y su historia prohibida mereció comentarios como éste de David Letterman que hasta parece llevar el sello de la víctima: "Pocos placeres tan grandes como el de tener a tu ex novia de suegra".
Lo que llega ahora es Vicky Cristina Barcelona, con Scarlett Johansson y Penélope Cruz, metida en una escenita de pasiones lésbicas que armó algún comprensible revuelo en los medios internacionales. Una vez más, los temas son el deseo, el crimen, la culpa. Allen en estado puro, con todo el poder de su inteligencia y su irresistible capacidad de seducción.
Allen x 6
BANANAS, 1971
En sus comienzos, el comediante de stand up hereda la acidez y mordacidad del monólogo en beneficio de la parodia política.
INTERIORES, 1978
Drama psicológico que rinde homenaje a Bergman. La mirada se posa sobre los lazos familiares.
MANHATTAN, 1979
Comedia romántica y risueña meditación sobre los vínculos sentimentales y el deseo. El blanco y negro marcó época, así como el homenaje a Nueva York.
ZELIG, 1983
Documental apócrifo sobre un personaje camaleónico que recorre el siglo. Woody juguetea, una vez más, en la frontera que separa la realidad de la ficción.
CRIMENES Y PECADOS, 1989
Fábula moral acerca del deseo, el crimen, la culpa y la ausencia de Dios; está entre lo mejor de su obra.
MATCH POINT, 2005
Comedia romántica con ecos de tragedia contemporánea. Allen filma por primera vez en Londres y cautiva al huidizo público estadounidense.
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