Volver a ser parte de la Patagonia: un hábitat que cambia con cada estación

Sus noches muy frías y estrelladas, sus amaneceres que comienzan en las altas cumbres con las más finas luces jamás vistas. Sus vientos violentos que arrancan árboles de cuajo. Sus cielos plomizos que anuncian las grandes nevadas. Sus soles que reflejan el pulso de los ciclos hacen de la Patagonia inmensa una tierra iracunda que profesa pasión. Desde el susurro de inocencias de flores y arroyadas hasta la perversa tormenta que agudiza el instinto y no perdona errores.

Sombreros, gorros, camperas, guantes, bufandas. A veces nada parece suficiente para abrazar está tierra húmeda de lluvias, nieves y amores.

En el otoño, luego de un día de sol y una noche muy fría, las casas y el lago amanecen cubiertos de una niebla espesa, tan densa que nunca salimos a navegar, hasta que al mediodía el sol la disipa anunciando otro día de gloria. Es el imperio de la naturaleza regido por los pulsos erráticos del clima, en la denominada selva Valdiviana, que tiene un régimen de lluvias de hasta 4000 mm anuales.

En estos días, las lengas y los ñires, antes de perder sus hojas, llegan a los más arriesgados colores otoñales, que van de verdes amarronados a ocres amarillos y rojos casi naranjas. Las truchas suben los ríos para desovar, y todos los mamíferos y pájaros muy bien alimentados por la generosidad veraniega se preparan para el crudo invierno. La nieve cubre todo por cinco meses.

Las estaciones en la Patagonia son tan marcadas que a veces siento el día exacto en las que ellas comienzan, cada una tiene sus expresiones principales; en el verano todo es muy verde y las flores se propagan de acuerdo con los lugares con la exposición del sol y la humedad, en las cascadas donde el agua golpea las rocas formando una finísima lluvia de riego permanente. De las rocas cuelgan culandrillos en noviembre y diciembre, unas campanillas rojas (ourisia poeppigii) y también las erguidas topa-topa, rosuladas con semillas café rojizas y las orizia breviflora, que crecen sobre los musgos cerca del agua y se asemejan a una orquídea.

En el invierno nevado, solo los cohiues quedan verdes, los arbustos y el sotobosque desaparecen bajo el manto de nieve y los bosques de lengas y ñires desprovistos de hojas le dan un aire espacioso al bosque y facilitan la práctica del esquí de fondo. Entonces se pueden ver más a los huemules, zorros, ciervos y jabalíes y sus huellas sobre la nieve, incluyendo las del esquivo puma.

Las pequeñas lagunas pasan el invierno congeladas y los estilados hualas que viven allí, siempre con su misma pareja, tienen un canto distintivo y melancólico. Se sumergen para pescar, y al congelarse los espejos de agua tienden a migrar a los lagos grandes cercanos, regresando en primavera al lugar de origen para la cría.

En la primavera, con el deshielo, lentamente el bosque vuelve a vivir con la llegada de muchos pájaros. La eclosión de insectos comienza a darles alimentos a las truchas, a las que se ve comer en los ríos y en los veriles de los lagos. Es entonces cuando comienzan a brotar mis helechos favoritos, los palmita o palmeritas, que tiene un centro o corazón duro similar a ciertas palmeras, También en las laderas soleadas brotan las hojas de las gigantes nalcas utilizadas en Chile para la cocción bajo tierra de los curantos, sus tallos se utilizan para teñir lana de color gris.

Como un simple habitante y observador, a través de los años he comenzado a reconocer y disfrutar cada vez más estos rasgos y gestos de vida que pulsan a la Patagonia en sus ciclos de estaciones.

Nada vale más que volver. Y solo luego de diez días, reencontrarse con el silencio furtivo de sus colores, olores y luces. Y como si nada hubiera pasado, volver a ser parte de ella.

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