Después de recorrer el mundo, con una taza de café en mano y en el lugar menos pensado, volvió a sus orígenes.
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Una pandemia, dos niños, un marido, un departamento francés. De puño y letra y, en pocas palabras, describe lo que fue uno de los años más extraños de su vida y recuerda, desde el humor, cómo fue transitar aquella experiencia que la cambió para siempre. Mamá a tiempo completo, expatriada y abogada de formación y escritora en sus ratos libres, Cintia Morrow vivía con su familia en Vincennes, un barrio junto al bosque, a las afueras de París en Francia, cuando surgió la oportunidad de mudarse a Toronto, en Canadá, por el trabajo de su marido.
“Teníamos un departamento amplio y muy lindo, pero sin patio, ni balcón, ni zonas verdes utilizables. Íbamos al bosque a jugar, de picnic, y la ciudad era ideal para ir caminando o en bicicleta a todos lados. Buscábamos un lugar más amable para la gente con niños”. México, Perú, España, Turquía y muchos otros países habían formado parte del recorrido iniciado 13 años atrás. Y, una vez más, se encontraron armando valijas, vaciando alacenas y sellando cajas para comenzar nuevamente una aventura en otro país. “Sin embargo, seis mudanzas alrededor del mundo no nos hicieron expertos. Nos hicieron más sabios, pero no lo suficiente como para que irse de un país sea cerrar la valija y partir hacia el aeropuerto. Nosotros siempre corrimos con cosas de último minuto y las partidas siempre fueron sinónimo de estrés, despelote y corridas. Pero, al menos, siempre le ponemos buena onda”.
Un viaje “bastante decente”
Después de un viaje en avión “bastante decente” y de siete horas y media desde París, llegaron a Toronto el 24 de julio de 2021. Para una familia acostumbrada a volar trece horas hasta Buenos Aires, un viaje de siete horas era suficiente apenas para empezar a aburrirse y enloquecer. Habían tramitado previamente visas de trabajo para los adultos y las correspondientes para los niños.
“Para salir del aeropuerto y entrar a Canadá, hay que hacerse un PCR. Te lo hacen ellos y es gratis. Mientras tanto, hay que quedarse en un hotel de una lista que te da el gobierno, hasta que recibas el resultado. Eso no es gratis. Con el resultado negativo, te podés ir a hacer el resto de la cuarentena de 14 días donde quieras. El octavo día de estar en Canadá, te tenés que hacer otro PCR vos mismo (y afortunadamente no es de los que te rascan el cerebro) con asistencia online de una enfermera y te lo pasan a buscar. Con los dos resultados negativos, al día 14, sos libre como un ciervo”.
Los trámites en el aeropuerto resultaron larguísimos, sobre todo con dos niños pequeños y la incertidumbre de tener la documentación en orden. Pasaron de una cola a otra, del mostrador de migraciones al de control sanitario, luego al de migraciones especiales que les imprimió las visas. “En ese punto me sentía en ese programa de televisión sobre el control de fronteras donde le niegan la entrada a la gente y separan a las familias. Nunca lo había vivido de esta forma. Después a las valijas -que nos esperaban a nosotros, para variar- y a la inscripción para el PCR y después al PCR mismo, y finalmente a un taxi gigantesco que nos llevó al hotel. Todo muy agotador. En parte por los nervios de la mudanza y la entrada a un país nuevo. Pero...no hay mal que dure cien años y felizmente llegamos enteros, sin divorciarnos y con los mismos dos niños con los que salimos de París a nuestro destino”.
Nuevas y extrañas costumbres
Todo sería aprendizaje a partir de ese momento. Pero también descubrimientos y la obligación de adaptarse a las costumbres locales. Tan solo diez días después de haber pisado por primera vez territorio canadiense, Cintia recibió más llamadas por teléfono, mensajes de texto e emails que en los cinco años que había pasado en Francia.
“A riesgo de admitir que me afrancesé, el correo de papel me terminó pareciendo confiable y, sobre todo, poco invasivo de la vida cotidiana. Pero a Canadá le encanta comunicarme cosas. Por ejemplo: un día sonó el teléfono y la pantalla se me iluminó con las palabras más aterrorizantes que puede leer un inmigrante recién llegado a un país: Gobierno de Canadá. Era un agente de control sanitario para ver si el mayor de los chicos estaba cumpliendo la cuarentena. Y luego volvió a sonar para controlar el estado de cada uno de los integrantes de la familia. Confirmé que estábamos aislados en casa, que los víveres llegan a nosotros en forma de delivery del supermercado y que, para tomar aire y sol, disponemos de un patio donde los chicos pueden jugar. Me agradeció tres veces en nombre del Gobierno de Canadá por estar cumpliendo las medidas y ayudando a evitar la propagación del virus”.
Volver a la infancia
Sin embargo, la verdadera novedad en la vida de la familia llegó de la mano de la posibilidad de vivir, por primera vez, en una casa. “Es la primera vez que vivimos en una casa con los niños y, aunque pensé que lo que más me iba a gustar iba a ser tener más espacio y un patio, la verdad es que redescubrí cosas hermosas de vivir en una casa que ya me había olvidado”.
Uno de los grandes descubrimientos fue la “vida” en la vereda. Criada en Mercedes, en la provincia de Buenos Aires, cuando Cintia era chica, sus padres se sentaban en la vereda a tomar fresco y siempre se unía algún vecino que se acercaba a charlar. Más tarde, la vereda fue el lugar donde ella se encontraba con sus vecinos para ir a la escuela, y después con los novios. “Hasta ahora, cuando vuelvo de visita, me siento en la vereda con mi hermano a tomar mates y parece que no hubiera pasado el tiempo”.
Es que de chica Cintia vivía en una casa, pequeña, pero una casa, y aún así, no supe sobre los beneficios hasta que no pasó muchos años de su vida en departamentos. Confiesa que le interesa en especial el concepto de la puerta. La salida del hogar al mundo exterior. “En las casas es algo automático, de un lado de la puerta: tu casa, tu mundo, las cosas que suceden en la privacidad de tu hogar. Del otro: la ciudad, los vecinos, la calle, los autos, el resto de la vida en movimiento. En un departamento, el paso de un mundo al otro no es tan rápido, porque hay una tierra intermedia, los espacios comunes del edificio: una suerte de limbo comunitario donde ya saliste de casa hacia la calle, pero no todavía. O, al revés, estás casi en casa, pero no todavía”.
Asegura que el shock psicológico que produce el detalle de la puerta en los cerebros de sus hijos le resulta alucinante. Ellos, en vez de acercar el mundo exterior hasta la puerta de su hogar, lo que hacen es estirar el limbo comunitario de manera que abarca también parte del mundo exterior. En la mente de sus hijos, tanto en ésta casa como en las casas de sus abuelos en España o en Argentina, la salida por la puerta de entrada los lleva hacia una “calle” que es comunitaria. Una comunidad. Como las tierras del ascensor o del parking en un edificio de departamentos. La calle es un poco suya, la casa del vecino es estar casi en casa y el semáforo de la esquina es una extensión de su propio jardín.
“Yo me crié en una casa. Todo esto nunca lo pensé antes de verme obligada a ello, cuando con naturalidad me senté en los escalones de la entrada a mi casa, en patas y con un café con leche. Y, sin querer, repetí el patrón familiar en la vereda de Mercedes menos el mate y las sillas de plástico. No hay que resistirse: vamos hacia un lugar muy parecido a aquel de donde venimos. Más, menos algunos kilómetros. El espíritu de lo que nos gustó de nuestra infancia, lo repetimos felices para enseñarle a nuestros hijos lo que nosotros entendimos por vivir bien”.
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