A Juan Cruz, Shanghai lo tenía fascinado, pero creyó que le sería imposible acostumbrarse a ese mundo que ante sus ojos emergía desconcertante. Allí estaba, en un lugar tan atractivo como extraño, lidiando con su primer gran desafío: la comida. En cuestión de semanas había perdido cuatro kilos y, con lo poco que ingería, sabía que podrían convertirse en varios más. No tardó en comprender que, si quería sobrevivir en China, debía cambiar su mirada hacia aquellos platos que le parecían extraños y adaptarse a su cultura para ahuyentar cualquier deseo de escape.
No le resultó sencillo, pero con el correr del tiempo llegó a degustar comidas que jamás hubiera imaginado que sería capaz de probar en su vida: "Desde menudos de pollo, hasta larvas de mariposa, pasando por manos de mono, pezuñas de pato, cerebro de cerdo, y sí... carne de perro, sin saberlo – algo que ahora en Shanghai está prohibido-, entre otras extrañezas", revela Juan, "La comida en China se aleja mucho de nuestro imaginario y de lo que son los restaurantes chinos que conocemos".
Observar cómo la gente podía engullir un bowl de fideos en una sopa con alguna carne, junto a un café con leche a las siete de la mañana, fue apenas una de las tantas costumbres peculiares que lo impactaron durante los meses iniciales. "El aspecto culinario fue el primer paso esencial, es cuestión de acostumbrarse al gusto. Es terrible cómo el paladar te cambia. Todo te cambia y en ese proceso te volvés más local. Es que llega un punto en el que decís `¡Qué me importa, estoy en China!´. Desde ahí, la empezás a pasar bárbaro. Convivís mejor y aprendés a reírte de todo. Aunque, muchas veces, te pasa que querés mandarlos a que aprendan un poco de modales, pero bueno, está en cada uno aceptarlo y convivir con ello o irse", expresa el joven que, por aquellos días, no imaginaba que terminaría viviendo en China por cuatro años.
Hacia un nuevo rumbo
La atracción de Juan Cruz por el oriente lo había acompañado desde su infancia y se fortaleció durante sus años de universidad. Fue entonces que decidió que era tiempo de dar el primer paso y estudiar chino para concretar su sueño de vivir en Shanghai. "Empecé en el 2011 y me fui en el 2013", señala, "Por mi dedicación, mi entorno algo imaginaba, aunque una cosa es idearlo y otra materializarlo. Irse fue durísimo y trajo sentimientos encontrados, a pesar del afecto y del apoyo por parte de mis amigos y familia. Y con el paso del tiempo se hizo más difícil. Me ofrecieron la visa de residente y con la distancia la mirada de las cosas va cambiando, ves gente que creías cercana, alejarse, y otras personas, que tal vez no eran íntimos, pasan a ser como hermanos, siempre al pie del cañón para lo que sea".
Después de años de fantasear con aquellos rincones místicos, Juan Cruz había logrado ponerle paisajes reales a su imaginación. Postales que hoy asegura que superaron ampliamente todo lo que había proyectado. No fue hasta su llegada, que pudo asimilar del todo la inmensidad de su sueño y la enormidad de Shanghai, un territorio que con sus más 23 millones de habitantes declarados lo dejó absoluta y completamente abrumado.
Desde el inicio, se había propuesto caminar todo lo posible, una actitud que le brindó la oportunidad de conocer la ciudad entera en profundidad hasta llegar a amarla. "Hoy puedo decir que me encanta", confiesa, "Una vez superadas las diferencias, uno descubre que es como una Nueva York oriental. Nada es monótono. Siempre hay algo nuevo por conocer: un restaurante o un bar con algo distinto que te va a volar la cabeza, y es una tierra de inmensas oportunidades".
Las primeras impresiones le resultaron definitivamente impactantes. Mientras caminaba, a Juan le escupían en sus pies como si fuera el suceso más natural del mundo, algo que procuró esquivar con infinito asombro. Pero aquella no fue la única sorpresa que le depararían las calles. Muy pronto pudo comprobar que, a pesar de verse tan tranquilos, los habitantes se transformaban en demonios alterados al volante, yendo a toda velocidad y tocando bocina sin parar por nimiedades. "Me shockeó lo mal que manejan algunos. El peatón es el último eslabón, donde la señal en verde para cruzar la calle no significa nada. Tenés que estar atento para no llevarte una sorpresa. Incluso las motos van por la vereda, ¡increíble! Aparte son de las eléctricas y no se escuchan hasta que te matan a bocinazos".
En los barrios de Shanghai, el joven descubrió así mismo una ciudad abierta al mundo, aunque contrastante. "Si te alejas en subte unos minutos y te vas para las afueras, ves a la gente viviendo como en la antigüedad, despellejando perros en la calle por la mañana temprano para comerlos, al igual que con pollos o distintos pescados, pero siempre manteniendo la tranquilidad. Por otro lado, acá el `permiso´ no existe. En el subte van todos mirando las pantallas de sus celulares y si ven que no pasan entre dos personas, empiezan a empujar de a poco hasta que uno se corra", cuenta y ríe con ganas.
Trabajo y convivencia
Juan Cruz llegó a Shanghai contratado para trabajar dentro del departamento de alimentos y bebidas de un hotel. Por la cantidad de extranjeros que recibían en sus instalaciones, también funcionaba como una especie de "asesor cultural", labor que sus compañeros chinos no eran capaces de cubrir debido a su poco dominio del inglés y de las costumbres occidentales. "Me encontré con mucha desigualdad salarial", aclara Juan, "Si comparamos un mismo puesto de trabajo entre un chino con un extranjero, este último está por encima en un 50% y goza de mejores beneficios relacionados con vacaciones, asistencia médica y demás".
Las horas laborales, sin embargo, resultaban difíciles para todos, con turnos de hasta diecisiete horas sin parar o diez días de trabajo de corrido, sin franco. Jornadas por momentos agobiantes, pero que lo acercaron a la posibilidad de conocer personas con historias asombrosas de todo el mundo.
Entre el trabajo agotador y las diferencias culturales, uno de los retos de Juan Cruz fue hacerse escuchar. "Los chinos también son cerrados y medio tercos. Pero me ayudó el hecho de haberme integrado rápidamente. Recuerdo bien mis primeros tres meses, cuando pedí exclusivamente compartir vivienda con chinos", cuenta en tono nostálgico, "¡Terminé viviendo con siete dentro de una habitación! Sabía a lo que me iba a enfrentar, pero nunca me importó. Estaba entusiasmado. Conocerlos a ellos y ver su reacción al verme a mí fue increíble. Fui el primer occidental que aceptó vivir ahí. No voy a olvidar jamás el momento cuando abrí esa puerta del cuarto. ¡Dios mío!, todo desordenado, olor a pucho cual boliche un sábado a la noche, todos atados a sus computadoras, jugando jueguitos online, comiendo snacks (patas de pato y pollo). Obvio que, tras que estaba nervioso, si bien había estudiado chino, no me salía ni un hola. Me miraban raro, pero después de un mes ya salíamos y la pasábamos espectacular".
Otro de los desafíos llegó de la mano de las salidas, donde Juan Cruz tuvo que aprender a controlarse con el alcohol sin ofender a nadie. Rápidamente comprendió el nivel de importancia del ritual de la bebida en Shanghai, del ¡Gan Bei! (fondo blanco) y de lo fundamental que era dejarse invitar por ser el "nuevo", aunque esto implicara estar obligado a tomar. "Pero ojo, los asiáticos en general por genética tienen un tema con una enzima llamada `aldehído deshidrogenasa´, que los hace menos tolerantes al alcohol, pero aun así a vos te hacen tomar y tomar ".
Una vez integrado al grupo, la cotidianidad de Juan Cruz mejoró notablemente en todos los aspectos. Sus amigos orientales le enseñaron el idioma hasta enriquecerlo con todos esos detalles, buenos y malos, que suelen transmitirse en la amistad extranjera; lo adentraron en sus hábitos culturales, le abrieron las puertas a sus costumbres, y le mostraron un mundo que superó todas sus expectativas. "Obviamente las condiciones en las que vivía al comienzo no eran de lujo, pero estaba fascinado", aclara, "Me di cuenta de que no solo era yo el que se estaba adaptando, sino que también ellos. Al ver mi forma de hablar, de gesticular, noté cómo fueron imitando ciertas costumbres y abriéndose más a cosas que nunca habían vivido, como escuchar los Beatles o Jimi Hendrix por primera vez, aunque suene increíble".
No todo es color de rosa
Si bien la comida y los hábitos culturales fueron los primeros grandes impactos, con el tiempo Juan Cruz comenzó a percibir otro tipo de problemáticas, relacionadas con la salud y los altos niveles de contaminación. "China es la fábrica del mundo, la mano de obra es muy barata y al planeta entero le es más fácil que ellos fabriquen y luego importarlo", explica al respecto, "Siempre salía a la calle con un barbijo en el bolsillo. No podía ir a correr libremente, porque equivalía a hacerlo por Buenos Aires fumando. Hay aplicaciones que te marcan el estado de la contaminación y las recomendaciones a tener en cuenta para cada día, así como el estado del clima. El sol pocas veces se ve. Un día despejado suele ser bastante gris".
Comunicarse resultó ser otro escollo a superar. Al no estar permitidas las redes sociales, como Facebook, Instagram, Snapchat, Telegram, Whatsapp, o Twitter, ni nada relacionado con Google, le tomó mucho tiempo encontrar el modo más conveniente para hablar con cierta frecuencia con su familia y amigos. "Tienen todas estas aplicaciones, pero locales, ya que el gobierno controla el contenido. No así con las empresas que son de afuera, pero para poder acceder hay que tener una VPN (Virtual Private Network), lo cual hace más lento el funcionamiento de Internet".
Regresos y aprendizajes
Durante sus años en Shanghai, Juan Cruz regresó a suelo argentino de visita, experiencia que lo llevó a sentirse como un turista enamorado de un lugar que ve por primera vez. "Me encantaba volver y aprovechar la ciudad hermosa que tenemos, caminarla de norte a sur. La calidez nuestra, el cielo azul despejado, sin smog. Y no hay sentimiento más cálido que ese segundo donde se abren las puertas de arribos de Ezeiza y ves a tu gente ahí, esperándote. Es muy difícil de describir, pero hermoso. Todos te quieren alimentar de buena comida, te la pasas de asado en asado", sonríe.
Hoy, Juan Cruz vive en Buenos Aires, trabaja en una empresa de turismo y sigue aprendiendo chino. Sin emociones tibias, recuerda sus años en el oriente con fascinación. Por aquellas tierras tuvo el coraje de sumergirse en las calles de Shanghai, adoptar costumbres extremadamente ajenas a su universo y forjar fuertes lazos emocionales con seres humanos increíbles. Gracias a su experiencia, comprobó que el hecho de saber hablar chino y conocer íntimamente su cultura es algo que, en conjunto, funciona como una mezcla poderosa que permite romper infinidad de barreras.
"Y rescato haberlo hecho solo. En mis cuatro años en Shanghai me conocí y fui descubriendo la cantidad de cosas que puedo hacer por mí mismo. Entendí que uno es capaz de decirle que sí a cuestiones que creía imposibles. Probé cosas que jamás hubiera imaginado comer en mi vida, conviví con personas que creí que no me iban a aceptar y vi cosas que no sabía que existían", reflexiona, "No es siempre fácil y es cierto que es muy distinto al occidente, pero creo que cuando uno se inserta en otro hábitat hay que evitar compararlo con algo conocido. En mi caso, comprendí que debía instalar un nuevo chip en mi cabeza llamado `China´ y de ahí empezar de cero para hacerme de una cultura completamente distinta. Porque no importa lo que vos creas que es correcto según tu cultura o ideología, localmente puede ser completamente ofensivo. Así, y dispuesto a vivir intensamente mis años en Shanghai, quedé maravillado. Nunca pensé que iba a ser tan increíble. En todo sentido imaginable", concluye emocionado.
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Destinos inesperados es una sección que invita a explorar diversos rincones del planeta para ampliar nuestra mirada sobre las culturas en el mundo. Si querés compartir tu experiencia viviendo en tierras lejanas podés escribir a destinos.inesperados2019@gmail.com .
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