En la mañana soleada del 19 de marzo del 2002, Ana Shaffer abrazó con fuerza a su marido. Se encontraban en Ezeiza y él partía con destino a Venecia, una ciudad que a ella le remitía a góndolas y romance, pero que en aquel instante le provocaba sensación de ahogo. Tan contradictorias fueron sus emociones que ambos olvidaron que aquel era el día de su aniversario. El dolor de la despedida lo había invadido todo sin dejar más espacio en su corazón.
Ana era una mujer de 50 años, psicóloga y psicodramatista. Su marido, un técnico químico de 46. Dos personas perseverantes que, a pesar de sus largas búsquedas y esfuerzos, no pudieron escaparle a una realidad en la que vieron sus posibilidades laborales estrechadas. Fue así que ellos, como tantas otras personas en el pasado, en el presente y en diversos puntos del planeta, eligieron emprender un viaje hacia un futuro mejor.
Dos meses después de la partida de su marido, Ana lo siguió. "Sentía que el alma se me desgarraba. Dejábamos nuestra casa, con todo lo que había en ella y, lo más importante, dejaba a mis más queridos afectos: mi hijo -ya adulto-, mis padres, mis amigos. No puedo describir el dolor de mi partida", expresa conmovida.
Llegar y trabajar
Primero se instalaron en un pueblo de poco atractivo a 50 kilómetros de Venecia, donde alquilaron una vivienda por tres años. "La realidad es que fue muy difícil adaptarse, muy distinto a Buenos Aires, y se le sumaron los problemas de transporte. Allí, sin auto, era casi imposible desplazarse a media o larga distancia", cuenta. "Sin embargo, con el tiempo tendríamos una facilidad que no conocíamos en Argentina: la de acceder, sin mayores inconvenientes, a un crédito para la compra de la casa basado en nuestros recibos de sueldo", continúa.
Con el transcurrir de los días, Ana descubrió que era casi un milagro poder insertarse laboralmente en Italia con un título universitario incluido. Los trabajos ofrecidos eran generalmente para cuidar ancianos o enfermos (badante), para limpieza en casas o negocios (colf) o para trabajar en producción fabril (operaia).
El primer empleo de Ana fue prestando servicios de limpieza en un banco pero, un buen día, y tras mucha persistencia, nuevas puertas se abrieron. "Comencé a desarrollar mis capacidades como psicóloga y musicoterapeuta en un enorme centro para discapacitados. Mucho tiempo después, pude trabajar también como psicoterapeuta. La experiencia fue dura en sus comienzos, pero muy gratificante después por mi rica y positiva relación con los pacientes", afirma con una sonrisa.
Con una nueva perspectiva, Ana decidió emprender un Máster en Comunicación y lenguaje no verbal en la Universidad C’A Foscari de Venecia, estudio que culminó con éxito. "Y allí tuve la oportunidad de relacionarme con hermosas personas de diversas partes de Italia", rememora.
A pesar del trabajo, de sus estudios y de los nuevos vínculos, para Ana los primeros años resultaron complejos. "Es que extrañaba horrores cosas tan sencillas como la televisión y la radio de mi país, pero con el tiempo, por supuesto, me fui adaptando. A lo que no me pude adaptar es a no tener el afecto y los encuentros con mis amigas", afirma emocionada.
Un hogar inesperado
Tanto esfuerzo, finalmente, había dado sus frutos y los llevaría hacia otro destino inesperado en sus vidas. Con él crédito bancario el matrimonio pudo comprar un departamento confortable de 85 m2 en un lugar de ensueño: Asolo, un pequeño pueblo al norte de Italia considerado una joya mundial por su construcción medieval sobre una colina.
Como cualquier otro viajante, Ana y su marido quedaron impactados por aquel rincón en la Tierra de 9.089 habitantes, bello y pintoresco, con su verde abundante, sus colinas y de estrechas calles llamativamente pulcras. Un pueblo antiquísimo del que supieron que había sido la residencia de la reina Caterina Cornado de Chipre y su corte, en 1490.
Aparte de su innegable atractivo, el matrimonio encontró en Asolo un destino bien ubicado geográficamente: los Alpes y la ciudad termal de Abano estaban a 50 kilómetros de distancia, y los maravillosos lagos a poco más; así mismo, el río Piave se encontraba a 12 kilómetros y el mar Adriático, con sus amplias playas, a 70 kilómetros de distancia, "todo muy cerca de nuestra casa, lo que lo hace muy especial", cuenta sonriente.
"En esta zona se ven continuamente nuevas obras de infraestructura desarrolladas por la región del Veneto, a la cual pertenece. Los trenes, que unen distintas ciudades, son modernos y muy cómodos pero costosos. Los hospitales en esta parte de Italia son muy lindos, impresionantemente limpios y con tecnología de vanguardia. El sistema sanitario aquí es uno de los mejores en el mundo. El costo de vida en Italia es bajo, por lo tanto, previsible y afrontable, aunque los sueldos base no son muy altos. Algo negativo es que la altísima burocracia estatal degrada lo positivo del estilo de vida", afirma.
"Lo difícil en este lugar es relacionarse amistosamente con las personas", confiesa Ana, "En general no confían en los extranjeros y aunque nosotros tenemos también la ciudadanía italiana, la desconfianza siento que es la misma. Acá no es costumbre invitar a tomar café en las casas, ni visitarse. Más común es, muy cada tanto, ir a comer o tomar ese café afuera con amigos o conocidos", continúa.
Los regresos
Para Ana, el regreso tiene un sabor agridulce. "Ya no nos reconocemos en nuestro país", expresa por lo bajo, "Nos sentimos extranjeros en Argentina y seguimos siendo extranjeros en Italia. Lo que nos reconforta es vernos con nuestros amigos y familiares para poder compartir un poco de alegría. Soy una convencida de que el carácter, el modo de abrazar y querer de los argentinos es único y se extraña horrores. También se extraña, y mucho, la comida. Aunque se opine distinto, siento que los sabores argentinos no se encuentran en ninguna parte del mundo", dice convencida.
"Mi hijo, finalmente, vino con nosotros a Italia y actualmente está casado con una italiana", cuenta de pronto Ana y toda ella sonríe. "Mamá y papá ya han fallecido; ese vacío de amor de padres, con esos abrazos y caricias, resulta imposible de colmar. Es por eso que cuando ellos vivían viajábamos a Buenos Aires todos los años, pero ahora que ya no están ni ellos, ni mis suegros, volvemos cada dos o tres años", explica.
Ana siente que aquellos largos paréntesis le otorgaron otra perspectiva de la ciudad. "Cada vez que vuelvo me emociona ver cómo se ha modernizado Buenos Aires. La veo hermosa y, además, ¡es importante saber que los italianos la adoran!", exclama.
El aprendizaje
Para Ana, el cambio inesperado en su vida le dejó grandes enseñanzas y mucha riqueza. Hoy, ella abraza cada etapa de su existencia con profunda alegría y amor. Comprobó que en una misma vida se pueden vivir varias y que siempre es posible recurrir a los diversos cofres de los recuerdos que habitan en uno para rememorar, y agradecer, el hecho de haber sido bendecido con grandes experiencias dignas de atesorar.
"En este largo tiempo en Italia aprendí a convivir con la diversidad del ser y del pensar. A saborear las pequeñas cosas, a valorar los logros, a recordar con mucho afecto lo que quedó en Argentina. Aprendí a agradecer a mi país de origen todo lo hermoso que me dio y agradecer a mi país de adopción todas las cosas positivas que me brindó. Y hay algo que, tal como hice en Argentina ayer, lo estoy haciendo en Italia hoy: dono parte de mi tiempo como voluntaria para ayudar a las personas que más necesidades tienen", concluye Ana, una mujer para la cual ayudar es un acto que no distingue fronteras y le da sentido a la vida.
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