Marcelo Valansi fundó una ecovilla sustentable, regenerativa y resiliente en Costa Rica. ¿Qué significa esto? Para responderlo tenemos dos posibilidades: una, escuchar la charla TEDxRíodelaPlata donde describe los alcances de esta experiencia de vida de la que participan 45 familias de 29 países distintos; dos, empezar por el principio, por la historia de un niño que siempre se sintió incómodo, distinto, que se portaba mal en la escuela y que, a los 18 años salió a recorrer el mundo en busca de las respuestas que necesitaba.¿Cuál es el sentido de la vida? ¿A qué venimos a este mundo? ¿Por qué vivimos tan alejados unos de otros? ¿Cómo se puede ser feliz?
"Siempre sentí que la ciudad no era mi lugar"
Vamos por la segunda opción, en la que habla de una singularidad, de un chico que ya es hombre, padre de dos niños que se están criando en un entorno completamente diferente al que a él le tocó cuando tenía las edades que ellos transcurren hoy (8 y 11 años).
Marcelo vivía en Quilmes junto con su hermano, su mamá, que era farmacéutica y su papá que tenía un comercio de relojes en el centro de Buenos Aires por la zona de las joyerías de la calle Libertad. Toda la familia tuvo que mudarse a un departamento en Caballito, más tarde a otro en Palermo, en la capital federal, cuando un revés económico llevó a ambos padres a poner todos sus esfuerzos en sacar adelante el local de relojes. "Mudarnos a la ciudad fue un shock; pasé de estar en una zona más tranquila, con la calma de un barrio a una zona de edificios, llena de ruido", recuerda Marcelo. "Yo era chiquito, pero tengo el recuerdo de que crecí sintiendo siempre que ese no era mi lugar, que había algo que me faltaba, no sabía qué porque no conocía otra cosa, pero tenía la sensación adentro mío de que algo me estaba faltando", evoca. Sufría ir a la escuela, las largas horas de doble escolaridad memorizando y repitiendo cosas que no le interesaban.
"Tuve el privilegio de contar con el amor de Sol"
"Pasé por varias escuelas porque 'me iban'. A mis padres les decían que yo era vago, rebelde, de todo un poco. Llegaron a decirles que nunca iba a ser nada en la vida, que iba a ser un fracasado".
Pero Marcelo no era vago ni rebelde, era un chico Vivito y coleando, uno de esos que están siempre buscando. "Cuando era chica soñaba con ser grande, enamorarme, tener hijos, hacer un viaje...".
Desde hace diez años Marcelo lidera en Costa Rica una Ecovilla regenerativa y resiliente, que además de autosustentable, tiene capacidad de crecer y resolver los problemas que se plantean en cada momento. Se casó, tuvo hijos, y hace siete meses enviudó de Sol, con quien trabajó para hacer realidad el sueño de vivir en comunidad. "Fue un ser de luz increíble y una gran maestra para cualquiera que la haya conocido. Tuve el privilegio de contar con su amor y apoyo por 17 años. Estuve con ella hasta su último suspiro". Con esta experiencia difícil (Sol atravesó una larga enfermedad y murió a los 38 años) se volvió más clara la importancia de contar con el apoyo de una comunidad. "Todos estuvieron acompañándonos y viendo cómo estamos".
"Cuando vendía seguros gané mucho dinero"
La semilla del sueño cumplido se sembró en su adolescencia, cuando empezó a viajar mucho por Argentina: iba a la estación de ómnibus, compraba un pasaje y se iba; así conoció Gualeguaychú y la Patagonia, entre otros lugares. En la inmensidad del paisaje patagónico, frente a una montaña, se dio cuenta de que se sentía bien en medio de la naturaleza. "Mi lugar no es la ciudad.
A los 18, después de trabajar de todo y ahorrar para comprarse un pasaje, vio que tenía la oportunidad de independizarse de sus padres que ya estaban separados. Quería aprender inglés así que se fue a Gainsville, un pueblo en Florida, Estados Unidos.
Al año volvió y entró a trabajar a una multinacional vendiendo seguros de vida. "Ganaba mucho dinero para un chico de 19 años, viajaba, daba conferencias, pero no estaba feliz. Un día en la hora del almuerzo entré a una casa de deportes y me compré una mochila, volví y presenté mi renuncia, me compré un pasaje y me fui a recorrer el mundo". Tenía 20 años cuando se fue a ver qué había fuera de las grandes ciudades, cómo vivían las culturas ancestrales, los sitios que no eran destinos turísticos. Así compartió días y noches con los Uros, el pueblo que teje su propia isla flotante sobre el lago Titicaca. Vivió en una aldea de cuáqueros (los de la famosa marca de avena), una comunidad religiosa que mantiene sus valores de vida desde que se fundó en el siglo XVII en Estados Unidos. Y conoció a los bushmen en el Kalahari, en África, caminó con ellos junto a leones y elefantes. Vivió en ashrams en la India, donde aprendió yoga y meditación.
Hace diez años la Ecovilla es una realidad
Aprendió a viajar liviano, despojarse del equipaje innecesario, a respetar el entorno, a hacer su propia comida, plantar y cosechar. Conoció la fuerza de los lazos sociales invisibles que unen a los humanos, entre sí y con la naturaleza, nuestra casa. Se estableció en Bocas del Toro en Panamá por varios años. Allí trabajó para volcar sus conocimientos en un centro de bienestar y retiro destinado a turistas extranjeros. Allí empezó a ver la posibilidad de concretar la compra de un terreno para crear el lugar en el que quería vivir en el futuro. Le mandó un pasaje a Sol a quien había conocido meses antes en Costa Rica y le pidió que lo acompañase en la aventura. Se fueron a viajar durante tres años con la idea de estudiar qué funcionaba y qué no en las comunidades existentes. Vieron que no era buena idea coartar libertades, cerrarse al resto del mundo, crear monedas propias y que reglas como restringir la propiedad de la tierra o prohibir la venta, alquiler o heredarla a los hijos solo hacían que las villas no crecieran, que quedaran como construcciones rústicas de las que pasado un tiempo la gente desalentada se terminaba yendo.
Al volver a Costa Rica, donde ambos acordaron asentarse por amor al país y sintonía con su sistema sociopolítico (no tiene ejército, entre otras cualidades atractivas). No tuvieron que invertir ni un peso para arrancar lo que es hoy la ecovilla que se encuentra en San Mateo de Alajuela, a una hora de San José, la capital del país. Una empresa norteamericana había comprado un terreno con la finalidad de lotearlo pero no encontraban compradores. Marcelo les presentó el proyecto de hacer una comunidad autosustentable, con paneles solares, con un biodigestor que permitiera el uso y tratamiento de las aguas del río lindante, donde solo se venderían los terrenos a personas afines que estuvieran dispuestas a hacer crecer la comunidad. Sin importar la nacionalidad, el único requisito era que quisieran llevar una vida en comunidad, sin maestros espirituales, sin creencias o religiones que seguir, simplemente vivir entre vecinos comprometidos con el cuidado del planeta y con deseos de conectarse con la naturaleza.
Rápidamente la idea sedujo a amigos y amigos de amigos que estuvieron dispuestos a invertir en el proyecto. Primero se armó la infraestructura, se lotearon los terrenos y cada uno después construyó su propia vivienda.
Es que el desarrollo no debe ser destructivo, sino regenerativo. Por eso plantaron árboles frutales que generaron un bosque comestible. Ahora es tiempo de gozar de los frutos de ese esfuerzo inicial. Cada semana los vecinos reciben una canasta de frutas, verduras y hierbas que están en producción. Todas las viviendas producen su propia electricidad con paneles solares. Y las cloacas terminan en un biodigestor gigante donde se trata el agua y también se descompone el material y produce gas metano que usan para cocinar.
Las decisiones se toman por mayoría, como en cualquier consorcio
Como efecto del aislamiento social obligatorio en tantas ciudades del mundo mucha gente empezó a buscar opciones de vida en contacto con la naturaleza. A través de la página web de la ecovilla crecieron las consultas pero ya todos los lotes fueron vendidos y adjudicados en 2012. Por la demanda creciente, decidieron desarrollar un nuevo emprendimiento con características similares que comenzará a construirse en 2021.
Mientras tanto, la vida slow, el fluir con el ritmo del bosque de lluvias de la región es lo importante. Lo que que más le gusta a Marcelo es la vida que llevan sus hijos, junto con los otros niños. Van a una escuela dentro de la comunidad en la que no hay materias ni obligaciones: aprenden matemáticas, carpintería, hacen sus propias herramientas y las tablets, las computadoras y la conectividad quedan reservadas para los espacios privados, según lo que cada familia decide. No se ven chicos con celulares en las áreas comunes sino chicos andando en bicicleta, trepándose a los árboles y siendo ellos mismos, sin nadie que los tilde de vagos o rebeldes como a ese niño que no sabía qué quería pero que buscaba de manera incansable. Hoy, está convencido de que en la comunidad los niños están en contacto con lo esencial de la vida.
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