Llegó como encargada del pabellón científico LAMBI, un reto que la llevó a enfrentar fríos y vientos extremos, enamorarse de la Vía Láctea, experimentar una paz única y derribar prejuicios.
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Hubo veces que su sueño parecía inalcanzable, pero Bárbara Ortiz nunca estuvo dispuesta a rendirse. Estaba habituada a los retos, siempre había sido cuestionada por elegir una carrera de ciencias duras, “teórica”, donde las mujeres escaseaban. Alguna vez ella también creyó aquellos dichos, hasta que cierto día decidió probarse a sí misma lo contrario.
El deseo de vivir en la Antártida lo traía desde hacía años. Para ella, significaba mucho más que pisar una isla helada con vientos arrasadores, era demostrarse que, si lograba superar el desafío de habitar en el lugar más remoto del mundo, podría con todo lo que se propusiera en la vida.
“Significó entrar a una sala llena de hombres, caminar por una planta y resolver un problema, fue tener que lidiar primero con los prejuicios antes de abocarme a lo que había venido. Sentía que me veían primero como mujer y luego como profesional. Era después de demostrar mis conocimientos y responder preguntas específicas técnicas, que `pasaba la prueba´ y era un ingeniero más”, revela Bárbara mientras rememora su historia.
“Para mí ir a trabajar a la Antártida fue mi mayor desafío, pude crecer y romper barreras invisibles. Volver a creer”.
La llegada al continente blanco: pruebas psicológicas y preparativos extremos
El interés de Bárbara por la Antártida nació el día en que su maestra de primaria les mostró un mapa de la Argentina. La porción de tierra congelada que podía vislumbrarse no tan lejos de su ciudad, Ushuaia, la dejó intrigada.
En su adolescencia, su familia se trasladó a Buenos Aires y allí Bárbara hizo el secundario en un colegio técnico electrónico, y durante los últimos tres años fue la única mujer en un curso de veinticinco, algo que se replicó en la universidad, aunque allí era la única en aulas de cuarenta hombres.
Su fascinación por el continente blanco creció con los años y, cada vez que podía, buscaba los caminos para llegar a él. Un día la respuesta arribó a ella, no debía tan solo visitarlo, debía postularse para trabajar allí por un año: “Dicen que algunas cosas son el destino, puede que lo sea, resulta que estaba estudiando la profesión indicada para cumplir mi sueño”.
Poco tiempo antes de recibirse de ingeniera electrónica se animó a postularse. Su familia recién supo del plan tras rendir el examen técnico y que la DNA (Dirección Nacional del Antártico) le anunciara que había aprobado: “Ahí fue cuando entendí que tenía una posibilidad real, faltaba pasar un examen físico y psicológico, complicados, pero lo logré. Mi familia se sorprendió, aunque siempre fui inquieta y ellos lo sabían. Me apoyaron en todo el proceso y estaban orgullosos de que me anime a cumplir mis sueños. Iba a ser una invernante de la campaña antártica de invierno durante todo el 2018. ¿Era real?”
A la par de las capacitaciones llegaron los preparativos. La DNA le daría la comida y la ropa de invierno, así como un sueldo por su trabajo. Supermercados no había en la Antártida, algo que impactó a su entorno: “¡Tuve que calcular cuánto shampoo, crema de enjuague y elementos de higiene personal llevar! La yerba para el mate debías llevarla también”.
En el calor de su hogar, Bárbara empacó en los pocos cajones permitidos todo lo imprescindible como para vivir un año en un suelo extremo. El temor a lo desconocido y la felicidad se apoderaron de ella cuando en El Palomar abordó a un avión Hércules rumbo a Río Gallegos. Allí, ya en el sur, debió aguardar hasta que las condiciones fueran las óptimas para volar hacia la Base Marambio. Finalmente, a sus 27 años y tras casi una década de trabajar como docente, sus pies tocaron suelo antártico y la adrenalina se apoderó de ella. Ya no había vuelta atrás.
Vivir en la Base Marambio: los ocasos de ensueño, la convivencia y el puesto a ocupar
Aquel 15 de enero quedará grabado en su memoria para siempre. Caminó por las pasarelas y a lo lejos divisó el mar, lleno de bloques de hielo flotando. El naranja de los edificios de la Base Marambio contrastaba con la nieve de verano. Retuvo la postal salvaje en su retina, cerró los ojos y dejó que el viento polar golpeara su rostro. Bárbara se sintió la persona más afortunada del mundo.
Conversó hasta las dos de la madrugada con su compañero de viaje y observó que la noche nunca llegaba: “Solo vimos un tenue crepúsculo donde el sol se esconde y casi con rapidez vuelve a salir. La intensidad del ocaso me asombró, nunca había visto colores más vivos. Era como si los témpanos ardieran con reflejo rojizo del sol sobre el agua”, cuenta.
El puesto que le habían asignado era el de encargada del pabellón científico LAMBI (Laboratorio Antártico Multidisciplinario en Base Marambio). Debía ocuparse del mantenimiento y el envío de datos de medición, como los de ozono, gases nocivos, radiación UV, geodesia, sismología, glaciología, rayos cósmicos: “También me tocó sacar fotos a la colonia de pingüinos emperadores desde el avión Twin Otter para evaluar el éxito de reproducción y realizar el censo de la colonia Cerro Nevado y la colonia Península Jason”.
Acostumbrarse a convivir con desconocidos, en su mayoría hombres, fue un tanto extraño en un comienzo. Las pocas mujeres debían dormir en un sector no muy apartado de los cuarenta y cinco hombres, separadas por paredes muy finas que dejaban traspasar todos los ruidos.
“Estar solo era un privilegio”, continúa Bárbara. “La cena allí es en horarios que cambian entre verano e invierno. Esas comidas dan la noción del tiempo, en el verano no se ven las estrellas y en el invierno solo hay cuatro horas de luz. No había ningún vegetal ni fruta fresca, el huevo era en polvo y algunos alimentos particulares, como la manteca, solo están presentes unas semanas. Enlatados y carne congelada fueron parte de la nueva dieta por un año ininterrumpido”.
“Allí es importante limpiarse el calzado para evitar la contaminación cruzada, y está prohibido introducir animales y plantas no autóctonas del lugar. Los restos de residuos se dividen por grupos para luego tratarla correspondientemente o despacharlo a Argentina”, describe. “Se cuida mucho el agua potable. En el caso de Marambio hay una laguna artificial, formada por nieve derretida en el verano, y de allí solo se potabiliza el agua, pero en el invierno hay que derretir nieve, por lo que se usa energía eléctrica para el procedimiento de conseguir agua. La energía eléctrica significa gasto en `gasoil antártico´, un combustible especial para soportar las bajas temperaturas del invierno, ya que principalmente se obtiene energía de motores de grupos electrógenos”.
“En la Base Marambio también hay paneles solares y se está investigando la incorporación de molinos eólicos. Otro proyecto muy interesante del INTA fue la hidroponía, proponiendo bajo un entorno controlado cosechar verduras, ya que no está permitido plantar en suelo antártico”.
Belleza Antártica: “Solo se escuchan los bloques de hielos crujiendo en el mar, los latidos de tu corazón y un silencio que te envuelve de soledad y paz”
Bárbara pronto descubrió que un verano “cálido” oscilaba entre 2°C y -5°C, y rara vez obsequiaba un día de 10 °C. Lo usual, sin embargo, era sentir el viento fuerte y frío, acompañados de temperaturas que podían descender hasta los -20°C.
Pero luego llegó el invierno, implacable, con el termómetro que llegaba a marcar -35°C y, en el escenario más áspero, -55°C. Vestirse, entonces, le demoraba 15 minutos, donde era imprescindible no olvidar los guantes y lentes de nieve: “Es un frío tan intenso, que en pocos minutos tus pestañas y pelo se cubren de cristales de hielo; el frío en algún sitio de piel desprotegida se siente como agujas. Esto hace que el aprovisionamiento y la mayoría de las actividades humanas se realicen en el verano antártico”, asegura. “Aunque no necesitás heladera, ponés la cerveza o gaseosa afuera y estará lista en unos minutos”.
“La vegetación en la Antártida es limitada y sobrevive en las pocas áreas sin hielo, no hay árboles y como flora hay sobre todo líquenes, musgos y algas. De vez en cuando veía un pájaro o pingüino que aparecía en la base, perdido. La pingüinera de Adelia más cerca de la Base Marambio está a unos 7 kilómetros”, cuenta. “La Vía Láctea se ve de una manera única sin duda, no hay rastros de contaminación lumínica. Es la nada misma, solo se escuchan los bloques de hielos crujiendo en el mar, los latidos de tu corazón y un silencio que te envuelve de soledad y paz”.
“En la Base Marambio vi varios fenómenos de la alta atmósfera: las nubes estratosféricas polares, también conocidas como nubes nacaradas o madreperla, al igual que halos solares y halos lunares. Su formación es muy común en la Antártida, donde se forma el conocido agujero de la capa de ozono. Así que cuando veíamos estas increíbles nubes, sabíamos que había que ponerse mucho protector solar. Una belleza letal, que pinta el cielo de colores iridiscentes y trae consigo un aviso”.
Pizza, baile y el bautismo del 21 de junio: “Es motivo de orgullo saber que otras personas están viviendo lo mismo que vos”
A medida que los días se sucedían, Bárbara aprendió a caminar consciente de cada movimiento por las pasarelas resbaladizas. Lastimarse no era una opción, una fractura significaría el retorno a Buenos Aires.
Asimismo, si el viento excedía los 40 nudos debía salir acompañada; tres personas con soga debían organizarse en aquellos casos: “Entendés lo frágil de la vida, adoptás a vivir a un ritmo más lento”.
En poco tiempo las caras extrañas se transformaron en su familia antártica. Aparte del trabajo, varias actividades extracurriculares alegraron sus días. Bárbara enseñaba alemán, cocinaba galletas y tortillas para el mate. Un compañero impartía clases de salsa y bachata.
“Todos esperábamos con ansias el sábado de pizza y boliche. El momento más importante del año, sin duda, es el bautismo del 21 de junio, donde los primeros invernantes deben seguir una serie de juegos, que incluyen hacer algún video gracioso a armar una iglú. Algunos se animan a raparse, otros no. Esta fiesta es tradición en todas las bases antárticas de diversos países, donde se arma una tarjeta y se saluda por radio. Es motivo de orgullo saber que otras personas están viviendo lo mismo que vos, en diferente latitud y longitud, pero que también trabajan en proyectos de investigación en la Antártida”.
Crecimiento profesional y los desafíos: “Nuestro país es el país con más bases en el mundo”
A nivel profesional, la joven podía percibir su crecimiento, maravillada ante la maquinaria, difícil de encontrar en otro lugar del mundo. Las situaciones inesperadas, por otro lado, también fueron un desafío, como aquella vez cuando la nieve ingresó por un pequeño orificio, dañando la pista electrónica del artefacto que mide el ozono. Tras reemplazarse la plaqueta, a Bárbara le tocó reparar la pista dañada.
A su vez, debía subir con frecuencia al techo del pabellón científico para chequear los sensores y sacar la nieve, “era peligroso olvidarse los guantes, en solo minutos pude sentir el frío en la punta de los dedos”.
“Mensualmente realizamos informes. Este continente solo tiene fines de investigación científica, por lo que se firmó el Tratado Antártico, que indica estrictas normas de cuidado del medioambiente para preservarlo y prohíbe muchas actividades”.
“Argentina tiene seis bases permanentes, es decir están abiertas todo el año, y siete bases temporales que solo funcionan en verano. Nuestro país es el país con más bases en el mundo y el primer país en tener una base antártica en funcionamiento desde 1904, la base Orcadas”, cuenta Bárbara con orgullo.
El impacto de volver a la Argentina: “Me gusta animar a otros que se anoten y vivan la experiencia que yo viví. Los sueños son posibles”
Regresar a la Argentina tuvo un impacto profundo en Bárbara. Lo primero que hizo fue tocar el césped, y sonrió al ver plantas por doquier y escuchar a los pájaros cantar. Aun así, no fue fácil. Tras un año de vivir su sueño, respirar aire puro y rodearse de silencio, la joven quedó aturdida ante la muchedumbre, la velocidad, los olores, los ruidos de la ciudad y las preguntas constantes. Pero, sobre todo, estaba abrumada por el cambio de temperatura; en aquel enero de 2019 había pasado de -25 °C a 35°C en 24 horas: “Apenas podía soportar el calor”
“Nos habían advertido de estos cambios, así que los primeros días estuve en casa hasta aclimatarme poco a poco y volver a la rutina de vivir en una gran ciudad. Mi familia me recibió con ensaladas, milanesas y fruta fresca. ¡Cuánto extrañaba estas comidas! Mi gata me recibió maullando, fue hermoso ver que no me había olvidado”, se emociona.
“Y ante las preguntas, ¿cómo explicarles lo que es vivir en la Antártida? Necesitaba mil horas. Algunas preguntas me sorprendieron, me preguntaba si había supermercados o si había visto un oso polar. Es increíble lo poco que sabemos de la Antártida, yo alguna vez fui una de esas personas”, continúa pensativa.
“En la Antártida aprendí acerca de la resiliencia y ver la vida desde otra perspectiva, comprendí lo que realmente es importante y que no se necesitan muchas cosas materiales para vivir. Simpleza. Entendí en toda su dimensión la importancia del cuidado del medio ambiente. En mi último vuelo a una colonia de pingüinos emperadores, observé como la colonia estaba dispersa porque había grietas en el témpano de hielo, producto del calentamiento global, provocando que los animales deban alejarse de las zonas con espesor más fino”.
“Me siento muy agradecida de haber vivido tal aventura, formar parte de algo más grande y dar mi granito de arena. Me gusta difundir sobre la Antártida, un orgullo lo que tenemos y construimos a lo largo de los años, tan importante en cuanto a relaciones internacionales, investigación y logística. Me gusta animar a otros que se anoten y vivan la experiencia que yo viví. Los sueños son posibles”, reflexiona Bárbara, quien actualmente estudia y trabaja en Irlanda, y desea convertirse en la primera mujer científica civil en ir a la Base Belgrano o la Base San Martín, las bases antárticas más australes que tiene la Argentina.
“La Antártida y su inmensidad descomunal nos pertenece a todos y a la vez a nadie. Un suelo ancestral que seguimos redescubriendo, sorprendiéndonos con la adaptación de su flora y fauna a los cambios, década tras década. El hombre es un invitado a estudiar la naturaleza pura en su esplendor y desenmascarar sus misterios. La ingeniería y la ciencia se reconstruyen en una comunidad mundial de colaboración y entendimiento con un fin común: la investigación. La Antártida es un continente blanco lleno de reglas para preservarlo, es el lado desconocido de la tierra, lo esencial e invisible que debemos proteger”, concluye.
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Destinos Inesperados es una sección que invita a explorar diversos rincones del planeta para ampliar nuestra mirada sobre las culturas en el mundo. Propone ahondar en los motivos, sentimientos y las emociones de aquellos que deciden elegir un nuevo camino. Si querés compartir tu experiencia viviendo en tierras lejanas podés escribir a destinos.inesperados2019@gmail.com . Este correo NO brinda información turística, laboral, ni consular; lo recibe la autora de la nota, no los protagonistas. Los testimonios narrados para esta sección son crónicas de vida que reflejan percepciones personales.
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