En las calles de Buenos Aires encontró un amor que lo llevó a Estados Unidos, donde calmó su porteñidad exacerbada y aprendió acerca del valor del crédito y la ciudadanía.
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Julián Hasse llegó a Carolina del Norte en 2011 con aquella energía que lo acompañaba desde Buenos Aires, en la cual predominaban las ganas de empezar una nueva historia. Era viernes, y como quería asegurarse un medio de transporte, se dirigió junto a su esposa a una concesionaria para mirar algunos autos y hacer números. El vendedor lo interpretó al instante, le sonrió y le dijo: “¿Querés probarlo? Acá tenés las llaves, llevátelo el fin de semana y si no te gusta me lo devolvés”. Julián transpiraba escepticismo: “¿Y si me gusta?” “No hay problema. Tengo tus datos, lo pagás en 70 meses, 0% de interés”.
“Puede que sea una frivolidad, pero ese día me sentí más ciudadano estadounidense que cuando me dieron el pasaporte”, cuenta el argentino al recordar su llegada definitiva a Estados Unidos.
La bienvenida había sido prometedora. Las semanas transcurrieron intensas y, en el camino de adaptación, aquel auto pronto formó parte fundamental del ritmo de su nueva vida y se transformó en un reflejo de lo que había quedado en la lejanía.
Ya no había amigos en el bar de la esquina, en realidad tampoco encontraba al bar, mucho menos a la esquina. Para Julián, un bandoneonista argentino y tanguero con la porteñidad exacerbada, Chapel Hill, en el centro de Carolina del Norte, se presentó sublime, aunque capaz de inundarlo de nostalgia por lo que había dejado atrás: veredas transitadas, conversaciones existenciales a toda hora y el espíritu melancólico de una ciudad porteña marcada por el dos por cuatro.
“Chapel Hill, equidistante de las montañas como de la costa, es una mixtura de mentes abiertas con la amabilidad sureña, por ello crea la fórmula de la ciudad perfecta”, asegura Julián al hablar de su lugar de residencia en Estados Unidos. “La escala es insuperable: 70 mil habitantes, que nunca son pocos ni muchos. Hay un gran espacio para caminar, pero la implantación de la ciudad (y del Estado) está orientada al automóvil. Eso, para un caminante incansable de Buenos Aires, fue un shock importante que tuve que superar a fuerza de ingenio. También fue necesario apaciguar ese espíritu porteño y esa necesidad de amigos en aquel bar de la esquina. Entendí que acá no había espacios ilimitados para pasar el tiempo. Solo había tiempo limitado para crear espacios”.
Un laberinto y un amor en las queridas esquinas de Buenos Aires
Fueron las queridas y bulliciosas calles de Buenos Aires las que cambiaron el destino de Julián, allá por el 2008. Tara, una hermosa estadounidense de ascendencia caribeña, visitaba la capital argentina como parte de un intercambio cultural, cuando sus vidas se cruzaron en Plaza Serrano (Plaza Julio Cortázar) y el amor hizo su entrada triunfal, potente, inevitable.
La existencia del bandoneonista era un laberinto de giras, conciertos y alumnos, sin dirección plena ni horizontes satisfactorios a la vista. Sin saberlo, Tara había ingresado a su vida para alejarlo de su dédalo de incertidumbres e invitarlo a ver más allá. Cuando empezaron a convivir en el 2009, el aire ya había cambiado.
En 2011 decidieron casarse y, junto a aquel significativo evento, comenzaron a proyectar una expedición a Chapel Hill, para vivir en la pequeña ciudad donde su mujer había decidido realizar su posgrado en salud pública. Sin imaginarlo, aquellos días de sueños y planificación, traerían para Julián un torbellino de emociones acumuladas en una sumatoria de duelos.
“Desafortunadamente, mi padre falleció unas semanas antes del casamiento, lo cual enturbió lo que de otro modo fue una ceremonia llena de música, familiares que viajaron desde Filadelfia, y hasta el bandoneón solista de Pascual `Cholo´ Mamone, arreglador de Pedro Maffia y Pugliese”, cuenta Julián, quien desarrolló en Argentina su carrera de músico, bandoneonista y conductor de la orquesta de la Academia Nacional del Tango; fundó Altavoz – editorial especializada en libros y partituras de tango-, y actuó junto a artistas como Kevin Johansen, Leo Sujatovich, Horacio Ferrer, Sandra Mihanovich y Osvaldo Montes, entre otros.
Fue así que al bandoneonista argentino le tocó despedirse de su país, su ciudad, su familia y amigos por tiempo indefinido, pero también de su padre, a quien ya no volvería a ver por la amada tierra argentina. Su madre y hermana lo despidieron con tristeza y cierto escepticismo, aunque con la tranquilidad de verlo feliz en su nuevo camino.
Carolina del Norte: el límite entre el norte poderoso y el sur cansino
Por fortuna, Chapel Hill emergió magnífica, con sus árboles de colores increíbles, pájaros nunca vistos y las sonrisas de los vecinos, que lograron apaciguar un poco la pérdida de aquellos bares palermitanos tan propios, donde el músico solía sentarse a escribir arreglos para orquestas del mundo entero: “El cuadro de Chapel Hill me cautivó. Fue amor a primera visa”, sonríe.
“Carolina del Norte es el límite entre el norte poderoso (pero snob) y el sur cansino (pero siempre amable). Acá descubrí un lugar asombroso donde se aloja la universidad pública más antigua de Estados Unidos, y que define su paisaje a través de una frase que se relaciona con el lugar: `trees, trees, and PhDs´”, continúa Julián.
“Lo más difícil fue la sensación de sentirme trasplantado a un ámbito donde todo el bagaje cultural y musical que tenía era extraño para los locales. Pero esa misma rareza me permitió conectarme con instituciones educativas de todo el país, muy interesadas en conocer más sobre la música argentina”.
“El argentino es un individuo, no un ciudadano”
Inevitablemente, el tango fue la carta de presentación de Julián en sus comienzos. En Estados Unidos continuó su carrera musical, dictando seminarios de tango y bandoneón en las universidades Duke (Durham), UNC (Chapel Hill), Reed College (Portland), Texas Tech (Lubbock) y Kentucky University (Lexington).
Sin embargo, Julián pronto comprendió que la vida le exigía un esfuerzo más, que allí, en el gran país del norte debía volver a reinventarse; con aquella certeza decidió regresar a la universidad: “Retomé mi antigua carrera en el mundo de la informática y el desarrollo de sistemas. Vivir en un college town, donde todo el mundo estudia y trabaja, fue un gran estímulo”, revela el argentino.
Julián completó sus estudios de desarrollo de software en la Universidad de Carolina del Norte, lo que le abrió las puertas a un mundo que había olvidado en sus días en Buenos Aires, y que resurgió con un gran propósito en Estados Unidos: “Pude acceder al mercado laboral y tuve la oportunidad de trabajar para empresas como Johnson & Johnson, Verizon, y actualmente trabajo como Senior UX Designer en Labcorp, una de las empresas de clinical trials más importantes de Estados Unidos, con gran desempeño en el desarrollo de tests para Covid-19”.
“Decía Borges que `El argentino es un individuo, no un ciudadano´. Al llegar a Carolina descubrí que los dos valores más importantes que recibiría al vivir aquí serían la ciudadanía y el crédito. La ciudadanía aborda la idea de que cada persona puede elegir eso que algunos sociólogos llaman `hábitats de significado´, donde cada uno de nosotros tiene o crea su propio hábitat con la suma balanceada de responsabilidades y beneficios. Y, por otro lado, el crédito es esa increíble manera americana de incorporar a los ciudadanos al sistema productivo, ofreciéndoles la posibilidad de movilidad ascendente a cambio de producir bienes o servicios. Ver al sistema funcionando a partir del propio esfuerzo es increíble”.
“El crédito, al contrario de lo que muchos piensan, no se pide, sino que se construye. Nos dio el empuje para seguir incorporando conocimiento, fabricar instrumentos musicales, comprar y vender propiedades, y darles a nuestras hijas un espacio para que crezcan sanas y felices”.
“Estados Unidos me ayudó a ser menos etnocéntrico”
Tras una década viviendo en Estados Unidos, Julián halló ese punto medio que fusiona la nostalgia y el apego argentino, con el regocijo y la velocidad de un presente activo y emprendedor en Carolina del Norte. Tal vez, supo encontrar lo mejor de los dos mundos sin tristezas ni arrepentimientos. Los amigos y la familia siguen allí, en su amada tierra, en sus añoradas esquinas y en los miles de recuerdos, pero hoy, en Chapel Hill, la vida se presenta plena y desafiante. Allí, por otro lado, se halla lo más importante: su amor, Tara, y sus dos hijas, Elisa y Ana, que son su motor, son presente y futuro.
“Volví tres veces a la Argentina a visitar familia y amigos. Los cambios en el país responden a la vieja frase que dice que allí en una semana parecen haber pasado diez años, pero al volver después de diez años parece que te fuiste hace una semana”.
“En mi camino de vida aprendí acerca de la importancia de los vínculos. Estados Unidos me enseñó el valor del esfuerzo, la constancia, el respeto por la diversidad, a ser menos etnocéntrico, pero, fundamentalmente, a crecer junto a mi hermosa mujer, con quien compartimos la increíble tarea de armar una casa para nuestras hijas bajo el cielo siempre azul de Carolina”.
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