En Argentina cubría sus necesidades básicas y sentía que tenía un pasar gris, hasta que un joven italiano llegó a su vida para mostrarle que su destino podía cambiar
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Cristina Baroli, una argentina licenciada en bellas artes, cobraba la jubilación mínima y ofrecía en alquiler una habitación de su pequeño departamento a extranjeros para cubrir poco más que sus necesidades básicas. Sus horas transcurrían sin pena ni gloria, hasta que un buen día llegó Lucas a su hogar, un chico italiano de 26 años que, sin saberlo, le cambiaría la vida.
“Tenés que atreverte a vivir. Hay un mundo allá afuera por explorar”, lanzó el joven una tarde. Cristina lo miró incrédula y esbozó una sonrisa condescendiente, convencida de que a sus 62 años ya era demasiado tarde para emprender una aventura hacia lo desconocido. En definitiva, a ella no le alcanzaba para pagar vacaciones en otros destinos del mundo. Es cierto que había mañanas amargas con sabor a sinsentido, pero Lucas era joven y su suerte había sido otra, no comprendía.
Las palabras, sin embargo, ingresaron potentes y comenzaron a calar hondo. Tal vez debía escucharlas. Tal vez fuera tiempo de perder el miedo, pero ¿cómo hacerlo?
Lucas había llegado de Italia por un breve período que se extendió por seis meses. Se enamoró del país, adoptó a su anfitriona como a una segunda madre e instaló ideas en el aire, que ella jamás creyó posibles: “No creo que debas viajar como turista, siento que te falta algo más, que tenés un vacío. Estás a tiempo de transformar tu existencia, salir, y ver el mundo de otra manera”, insistía.
Una idea extrema y un destino inesperado: Boipeba, Brasil
“Si no te dan los números para ir y volver, podrías vender todo e irte a vivir a otro lugar; así tal vez encuentres lo que tengas que encontrar”, sugirió el hermano de Cristina. Lucas aplaudía la idea, aquel era el camino e, incluso, tenía una página de viajeros y voluntarios para mostrarle, donde podría cargar su perfil y encontrar un empleo a cambio de alojamiento en otro destino.
A Cristina la idea la conmocionó, le gustaba tanto la imagen de un futuro incierto y nuevo, que hasta llegaba a temblar de la emoción. Dejó pasar los días, atrapada por la cárcel de su edad, pero por las noches el número se desvanecía, hasta que a los dos meses tomó la decisión: se iría.
“Lo primero que puse a la venta fue mi colección de libros de arte. Cuando los vi publicados me dije: si vendo esto, puedo vender todo lo que tenga”, rememora. “Entré en un grupo de desapego de WhatsApp y no solo se fueron los libros, sino que fui vaciando mi casita con rapidez. Todo me indicaba que había tomado el camino correcto”.
Cristina ingresó a la página viajera sugerida por su hijo del corazón, armó su perfil contando que sabía hornear exquisito pan casero, que su experiencia en un banco le había regalado habilidades contables, que realizaba trabajos artesanales - en especial bijouterie-, que era buena con los niños y que estaba abierta a diversos trabajos, entre otros detalles. Las negativas llegaron una tras otra, hasta que un día la suerte cambió: una pareja joven con hijos pequeños ofrecía alojamiento a cambio de cuidar a sus pequeños, mientras atendían una barra de comidas en la playa de una isla en Bahía, Brasil.
“Boipeba”, leyó Cristina. Le pareció una aventura maravillosa.
Cambiar el ruido argentino por una isla paradisíaca en Bahía
Llegó el 13 de diciembre de 2019 con los pasajes más económicos posibles. Luego de su última escala en Salvador, tomó un ferry, después un colectivo y, finalmente, una lancha de una hora hasta el pequeño puerto en el que divisó un puente en donde la aguardaban: “Imaginate mi estado emocional. Recién ahí comprendí realmente lo que había hecho”.
En apenas unos días, Cristina había cambiado su rincón ruidoso de Rosario, por un pueblo de 4000 habitantes, sin autos, ni motos, y desconociendo qué le depararía su destino. La pareja, también de origen argentino, le explicó ciertos detalles: solo había algunos cuatriciclos en la zona de las playas, un puesto de salud y una camioneta para toda la isla, que funcionaba de ambulancia para traslados hacia la lancha que los unía al continente en casos de urgencia: “Ahora llegó una ambulancia de las clásicas blancas, toda equipada, y es toda una extrañeza en el pueblo”.
Camino a su nuevo hogar el corazón de Cristina dio un vuelco: jamás había visto tanta belleza junta. La naturaleza, la arena, el agua y la fauna parecían fusionarse a la perfección con las risas de los tantos niños que jugaban en las callecitas. Aunque aún no tenía conciencia de ello, ya se había enamorado de aquella pequeña fracción del planeta. Sin embargo, los eventos no se sucederían tal como lo había imaginado.
La isla vacía, la pandemia, los crecientes miedos y un nuevo punto de inflexión
Con la pareja vivió un par de semanas. Tenían el anhelo de “soltar” un poco más a sus hijitos, pero no pudieron. Lo que habían imaginado - dejarlos en casa, desapegarse - no pudo ser y, en cambio, le ofrecieron a Cristina trabajar junto a ellos en la barra, que había ingresado a su temporada alta. Para la mujer argentina fue el primer impacto, en especial por el idioma, que debió apresurarse a incorporar para atender a los clientes: “Aprendí rápidamente ciertas expresiones básicas y los nombres de las comidas”.
A pesar de haber formado un buen vínculo, los planes iniciales habían sido otros y Cristina decidió mudarse a una pequeña posada, ubicada junto a un restaurante, donde tocó la puerta y se ofreció para trabajar: “Resulta que, casualmente, buscaban ayuda para algunas cosas de cocina y, en especial, la limpieza. En Argentina no hacía eso, pero no lo dudé. Me pagaban por día y me alcanzaba para cubrir el costo de la posada. Cambiaba la plata, pero no importaba. La isla me tenía enamorada”.
Su dinero se había ido en los pasajes, su magra jubilación era mayormente retenida si quería hacer uso de ella en Brasil y, con la llegada de un invierno cálido el pueblo comenzó a vaciarse. Entonces llegó la pandemia, el cese de actividades y el cierre del restaurante. Cristina aún podía volver a su departamento en Rosario, pero, al ver las calles sin turistas, el cielo y el mar, decidió permanecer.
“Sobreviví con dudas, con muchos miedos, pero me seguía gustando el lugar. Me sentía protegida por estar en una isla. Pero luego, cuando cerró todo y realmente no pude salir, me quise ir, pero ya no había manera”, confiesa. “Se dio todo para que me siguiera quedando y me quedé”.
En cada esquina las posibilidades parecían achicarse para dejar crecer los temores. Fue entonces que Cristina conoció a Marlene, otro punto de inflexión en su vida: “Ella me alquiló una habitación, me ofreció su comida, yo traté de vender pan casero y juntaba de a poquito, como podía. A veces no sé cómo hice en ese tiempo”, continúa pensativa.
“Pero con Marlene empezamos a construir una relación de madre y amiga. Tenemos mucha afinidad. Un día ella enfermó grave, la acompañé a la lancha para que vaya al continente junto a su hija y al verla partir supe que algo nuevo me había sucedido en la isla: había comenzado a fusionarme con su gente”.
Una casita inaccesible, una sorpresa emocionante y una labor que jamás se hubiera imaginado hacer
Para octubre las puertas de la isla se habían reabierto. Cristina había cuidado de la salud de Marlene y supo que era tiempo de dejar aquella casa para permitirle a su nueva amiga alquilar en temporada a un buen precio. Encontró una pequeña vivienda, bonita, al fondo de un pasillo, con su cocina y su patio. Se hallaba frente al puente, a dos cuadras del mar, pero no se ilusionó, no le alcanzaba para pagarla.
“Você não se preocupa”, le dijo Marlene. “Estamos juntando un poco de dinero entre todos los vecinos porque vemos que te quieres quedar acá y nosotros queremos que te quedes en la isla. Alcanzará para el primer alquiler y después tenemos fe de que todo encontrará su cauce”.
Y no solo pagaron el primer alquiler. Entre todos le donaron muebles, los dueños del restaurante que la habían contratado hicieron su tanto con la vajilla, personas de gran corazón consiguieron un fogón para que pudiera cocinar y otras le acercaron dos enormes bolsones de comida.
“Para el segundo mes ya tenía algo de trabajo en el restaurante”, cuenta Cristina emocionada. “Y en el tiempo de pandemia empecé a ver que la gente se reunía, bebía y tiraba las latas en la calle. Comencé a juntarlas y, de paso, asear las veredas y los olores. Primero junté un kilo y me dieron cinco reales, hasta que un día había juntado tanto, que me dieron cien. Fue otro punto de inflexión. Fui levantando con barbijo y guantes, para mí fue toda una novedad, en Argentina no lo hubiera hecho ni sabría dónde venderlas. Las necesidades te abren el camino a hacer cosas que jamás hubiera imaginado que haría. ¡Y está perfecto! Lo mismo me sucedió con las supremas de pollo. Una vez hice para mí y acá no conocían, gustaron y comenzaron a pedirme”.
A las latas y a las supremas, se sumaron la venta callejera de verduras que traían del continente, así como la de café calentito a los trabajadores del puerto: “De esta manera fui haciendo números”.
La oportunidad de irse y una gran revelación
Noviembre de 2020 había llegado, las fronteras se abrieron del todo, así como las facilidades para volver. “Regresemos juntos a la Argentina”, le dijo un amigo compatriota, que partió aquel mes.
“Mis amigas argentinas me decían que no vuelva, que en Rosario y en el país todo estaba muy complicado. El paisaje de Boipeba te atrapa. Es difícil irse, pero no es fácil quedarse. Pasé días duros y también extrañaba. No sabía qué hacer. Si deseaba irme me había llegado la oportunidad, estaba muy contrariada”.
Una mañana, Cristina se sentó en las piedras frente al mar, observó a los picaflores, el cielo y la belleza del agua en su vaivén. Sintió cómo sus pensamientos se sumergían más y más adentro suyo y, ella, siempre tan estoica, percibió cómo las lágrimas comenzaron a rodar.
“Repasé mi educación, muy católica, donde me decían que para llegar al paraíso uno tiene que morirse. Profundamente recordé emociones de mi infancia y comprendí que yo no necesitaba morir para estar en el paraíso. Sentada en aquella piedra, abrazada por la naturaleza, había llegado”.
Envuelta por aquella sensación la respuesta arribó clara: decidió quedarse.
Todo paraíso tiene su infierno: “A veces me duele la humanidad”
Hoy, Cristina es una más del pueblo. Todos la conocen, la ayudan y están pendientes, como aquella vez, cuando se lastimó un dedo del pie en la playa y no podía caminar, entonces los vecinos juntaron las latas por ella para que las pudiera vender.
Sus días comienzan muy temprano, prepara su desayuno con su garrafa y el agua potable que trae un hombre en un carro a caballo. Se levanta a las 5:30, hace yoga y luego emprende una caminata por la playa a las 6:30, donde también toma un baño de mar: “No hay nadie. Es un sueño. A veces necesito esa extrema soledad, en especial porque tengo instantes donde la humanidad se me viene encima y sufro por las injusticias y las perdiciones. Todo paraíso tiene su infierno y acá también está. Se halla en las adicciones, en las miradas de las madres casi niñas, en los chicos que se casan muy jóvenes porque sienten que no tienen nada más que hacer. En los animales, a veces maltratados. Lo que daña también llega a la isla; la corrupción lo alcanza todo”.
“A veces siento que acá la gente tiene una energía circular, como si fueran hacia un lado y, de pronto, regresaran al mismo, parecen detenidos, aunque seguro que, a su manera, avanzan. A veces veo a la comunidad sentada en la vereda, pensativa, sin demasiada conversación. Los niños corren y juegan, me genera contradicción, se ven felices, pero no tienen otras variantes en sus canales de expresión”.
“A muchos les llama la atención que haya elegido estar acá, porque creen que la ciudad es mejor. Siento que cuando comprenden cómo amo esta tierra, el vínculo se transforma. Entonces me siento cuidada y protegida en mi paraíso”.
Cumplir años y sueños: “Era hora que me permitiera conocer otras cosas”
Para Cristina, el 2019 parece otra vida y, tal vez, lo sea. Atrás quedó Rosario. Atrás quedó un mundo citadino cargado de apuros, egos, ruido y rivalidades. Pero lo que permaneció fue Lucas, su hijo italiano del corazón, con quien hasta el día de hoy conversa y quien, sin dudas, fue el que le cambió el destino: “Gracias. Todo gracias a vos, que me diste coraje y me enseñaste que uno es capaz de tener otras existencias en una misma vida”, le dice.
Finalmente, Cristina comprendió que todas las trabas están en la mente, que cuando hay deseo los caminos se abren y que, mientras haya vida, siempre estamos a tiempo.
“Claro que extraño a mis amigas, e ir al cine o al teatro. Y está bien, dejo que esas sensaciones lleguen y pasen. Si mis amigas me vieran en mi galería, donde tengo mi fogón para cocinar el pan y las comidas, dirían que estoy en una tarde de vacaciones relajada, todo lo contrario a lo que era mi casa en Rosario, toda puntillosa y perfecta. No soy hippie, ni espero que caiga el coco en la playa, me gusta vivir bien, tener cosas lindas y todo limpio, pero esta es mi vida ahora, una sentida, donde veo todas las cosas que hago y me siento satisfecha. Entendí que soy abundante, próspera, que la naturaleza me muestra por dónde ir y dónde palpita fuerte mi corazón”.
“En este camino aprendí muchas cosas invaluables y a darme cuenta de tantas otras... Me permití mirar y sentir intensamente de maneras que allá no era capaz, tan tapada de actividades. Dejaba las emociones para otro día”, sonríe.
“Ahora, en mayo, cumplo 64, era hora que me permitiera conocer otras cosas. Allá, en Rosario, simplemente transcurría, no vivía. Tal vez, en algún momento elija un nuevo destino, pero no me lo pregunto seriamente, por ahora estoy acá, plena en esta isla de Brasil, transitando senderos que jamás hubiera soñado. Estoy viviendo”.
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Destinos Inesperados es una sección que invita a explorar diversos rincones del planeta para ampliar nuestra mirada sobre las culturas en el mundo. Propone ahondar en los motivos, sentimientos y las emociones de aquellos que deciden elegir un nuevo camino. Si querés compartir tu experiencia viviendo en tierras lejanas podés escribir a destinos.inesperados2019@gmail.com . Este correo NO brinda información turística, laboral, ni consular; lo recibe la autora de la nota, no los protagonistas. Los testimonios narrados para esta sección son crónicas de vida que reflejan percepciones personales.
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