Hace cinco décadas, al sur de India, un grupo de pioneros fundó una ciudad bajo los preceptos del líder espiritual Sri Aurobindo. Postales desde una comunidad utópica que, aún lejos de ser autosustentable y de vivir sin dinero, muestra que otro mundo es posible.
Texto e ilustraciones de Juan Manuel Tavella
Todavía no son las seis de la mañana y ya estoy sentado a la mesa de un comedor vacío. Me despertó la llamada a oración de una mezquita a lo lejos y la música de algún templo del poblado que envuelve esta ciudad. Acá todo se oye, rodeado por árboles y silencio. Pero esta ciudad, contrariamente a lo que podría imaginarse, no fue creciendo dentro de un bosque: toda esta vegetación fue pacientemente cultivada alrededor de una idea, de un sueño plantado en medio de un desierto de tierra roja, en el estado de Tamil Nadu, al sur de India. Esta ciudad se llama Auroville, y sigue en plena (¿permanente?) construcción, casi 50 años después de que sus pioneros comenzaron a darle forma.
Unos años atrás me había encontrado con los libros de Sri Aurobindo, una obra que va desde la psicología de la evolución social hasta la cosmología y la integración de los sistemas filosóficos y espirituales de Oriente y Occidente. Aurobindo Ghose había sido poeta, escritor y revolucionario (el gran pionero del movimiento que llevó a India a independizarse del dominio británico), y había pasado un año en la cárcel esperando un juicio por algo que no había hecho. En 1910 se sintió llamado a una tarea espiritual que lo llevó a pasar los últimos 25 años de su vida, hasta 1950, en reclusión, acompañado por un número creciente de personas que se sintieron llamadas a seguirlo. Me cautivó. Sentí que necesitaba dedicarme a entender lo que este hombre estaba diciendo, a vislumbrar lo que vio, a seguir su pista. Esa sensación no se fue nunca de mí. Finalmente, viajé a India para conocer el lugar donde vivió (ashram, una comunidad de practicantes espirituales, en la localidad de Pondicherry), y pasar algún tiempo en Auroville, la ciudad que lleva su nombre.
Llego a fines de noviembre, en temporada de monzones. Es decir, vientos que producen lluvias torrenciales y fuertes inundaciones. Algunas veces llueve de la mañana a la noche. Confieso que en días así extraño el mate, pero me refugio en una especie de cabaña circular –que es un espacio de uso común dentro de la comunidad donde me hospedo–, y me preparo una taza de té y al rato otra. Por momentos me cruzo con algún otro que se refugia de la lluvia. Acá se aloja gente de todo tipo y de cualquier parte del mundo: un ingeniero holandés que anduvo recorriendo India con su hijo adolescente; un hombre que vive en las montañas de Austria y viene casi todos los años desde la década del 70; una mujer venezolana que vive en Suiza y se encuentra supervisando a un grupo que hace trabajo social con sectores marginales de Tamil Nadu; un compositor australiano que puso música a unos poemas de Sri Aurobindo; una maestra de escuela de Delhi, que está hace casi un año trabajando a prueba, esperando el momento de convertirse oficialmente en una ciudadana; un astrólogo francés que me cuenta que hizo un bolo para una película con una estrella de Bollywood; un académico indio que tiene un doctorado en Oxford, y pese a definirse como un escéptico, dice que vino acá para encontrarse a sí mismo.
Domingo a la mañana. Suponiendo que todo va a estar cerrado, salgo a caminar sin planes, me meto por un camino que no conozco. Llego a un lugar que se llama Bharat Nivas, pabellón de India. (Más tarde me enteraré de que hay pabellones que pertenecen a diferentes países y tienen como objetivo ser una muestra de lo que cada cultura puede ofrecer. El pabellón tibetano, uno de los primeros, fue inaugurado por el dalái lama hace unos 30 años). Adentro hay una especie de anfiteatro y en el centro unas mujeres vestidas con sarees preparan un arreglo de flores en el piso. Me acomodo a un costado, no quiero molestar. La escena me tiene suavemente hipnotizado, y me quedo ahí sentado, solo porque me siento a gusto. Un buen rato después hay movimiento, empieza a caer gente, se saludan con una reverencia, se sientan en círculo. Me acerco a un señor que parece organizar el asunto, le digo que no sé qué hago ahí ni cómo llegué, y me explica que es una reunión en conmemoración de una fecha importante: el día en que Sri Aurobindo y Mirra Alfassa (mística de origen francés que fue su compañera espiritual y la continuadora de su trabajo) se conocieron. Me explica que van a hablar solamente en tamil –uno de los muchos idiomas que hay en India–, pero que soy bienvenido. Me dice, con una sonrisa, que el lenguaje no tiene por qué ser un obstáculo. Y tiene razón. Estoy ahí, escuchando las charlas en un idioma que no conozco. Me río con los chistes, me siento extrañamente conmovido: entiendo sin entender. Después me regalan folletos, un libro, fotos; me invitan a comer uno de esos platos tan autóctonos, llenos de cuencos metálicos con comida especiada de todos los colores. Unos chicos se sacan fotos conmigo. Así es la hospitalidad india. Me siento otra vez un niño: comiendo con las manos y con los bolsillos llenos de regalos.
Madre. Así llaman acá a Mirra Alfassa. Ella fue el alma mater de esta ciudad. Ella la proyectó y reunió a las primeras personas de diversas partes del mundo que, allá por los años 60, quisieron embarcarse en la aventura de construir una ciudad diferente a partir de la nada. Al comienzo, viviendo en carpas o en pequeñas construcciones; con pocas herramientas, sin sombra, sin cloacas, sin agua corriente. Ella expresó el ideal que iba a guiar en adelante el proyecto. En sus propias palabras: “Auroville no pertenece a nadie en particular, sino a la humanidad en su conjunto. Pero para vivir en Auroville hace falta ser servidor voluntario de la conciencia divina. Será el lugar de la educación permanente, del progreso constante y de la juventud que nunca envejece. Auroville quiere ser el puente entre el pasado y el futuro. Aprovechando todos los descubrimientos exteriores e interiores, se lanzará audazmente en el futuro. Será un lugar de investigación material y espiritual para dar una manifestación viva a una unidad humana concreta”. El arquitecto francés Roger Anger fue el encargado de darle un diseño general a esa idea. Cuenta con unos 2.500 habitantes fijos, pero el proyecto se pensó para albergar algún día a unas 50.000 personas.
Paso una tarde en la casa de un matrimonio de aurovilianos que vivieron acá alrededor de 20 años. Actualmente, residen en un vecindario cerca de la biblioteca y de Solar Kitchen, un comedor donde cada mediodía comen juntas unas 300 personas de todas las nacionalidades imaginables. Tomamos café mientras ella me cuenta historias sobre los comienzos, los pioneros, el recorrido de vida que la llevó desde la España de Franco hasta este rincón del mundo. Me cuenta que cada ciudadano fue organizando su vida de distintas maneras. Hay artistas, científicos, ingenieros, educadores, investigadores, agricultores. Algunos viven de una jubilación que cobran en sus países de origen, otros fueron armando emprendimientos (diseño de ropa, restaurantes, fabricación de papeles reciclados, agricultura orgánica, tecnologías alternativas y sustentables, etcétera), otros pasan cierto tiempo afuera para atender algún negocio o juntar plata trabajando y otros, simplemente, reciben su sustento básico (vivienda, alimentación, salud) de Auroville y trabajan de manera voluntaria para la comunidad. La fe en el proyecto del que forman parte parece ser un denominador común en los que viven acá.
Hoy en día, los territorios que pertenecen a Auroville están mezclados con terrenos de gente local, y como no se trata de una zona cerrada por muros ni cercos, los pobladores de la zona transitan libremente mezclados con los aurovilianos y los visitantes. Para este proyecto se irán comprando más tierras que pasarán a integrar la comunidad de Auroville sin que pertenezcan a ninguno de sus habitantes en particular (acá no existe la propiedad privada). De todas maneras, sé que el propósito de convertirse en una ciudad autosustentable y libre del uso de dinero todavía está lejos de ser una realidad. También entiendo que la enorme libertad de su estructura debe tener sus dificultades: no hay policía armada ni un sistema legal claramente estructurado. Hay que encontrar la solución a los conflictos entre pares, y esto muchas veces implica un camino difícil y largo. Pero nadie dijo que tenía que ser fácil. A las seis y media prácticamente es de noche y casi no hay alumbrado exterior. En bicicleta, por los caminos arbolados que llevan hasta la comunidad donde me alojo, se ve muy poco. De a ratos aprovecho la luz de alguna moto que pasa para ver por dónde estoy yendo.
Por las tardes visito frecuentemente el Savitri Bhavan, una especie de centro cultural dedicado a Savitri, uno de los principales libros de Sri Aurobindo. Este centro fue creado por una mujer inglesa a la que llaman Shraddavan, una de las pioneras de esta comunidad. La encuentro en un banco de plaza, bajo un árbol, y me pregunta si nos conocemos. Le digo que no, pero que yo sí la conozco. La vi en una entrevista y leí el libro que escribió acerca de Savitri. Desde hace muchos años, cada semana, se reúne con un grupo abierto de gente a leer este poema épico.
Una tarde participo del OM choir, un encuentro semanal que desde hace muchos años dirige Richard Eggenberger, otro viejo auroviliano. Este coro, al que cualquier persona está invitada –tenga o no conocimientos de música–, consiste en sentarse en círculo alrededor de la luz de unas velas y, después de unos ejercicios vocales, comenzar a cantar en grupo de forma improvisada, escuchando y creando espontáneamente lo que vaya surgiendo. El resultado es mucho más interesante y afinado de lo que esperaba.
Es lunes por la mañana cuando por fin visito el corazón de Auroville: un domo dorado rodeado de jardines geométricos que visto desde arriba parece un mandala, un diagrama alrededor del cual crece la ciudad como por una fuerza centrífuga. Se llama Matrimandir (Templo de la Madre). Fue pensado como el alma del poblado, como un lugar para que las personas mediten en silencio y se encuentren con su propia conciencia. En palabras de Mirra Alfassa: “El Matrimandir está para enseñar a la gente que escapando del mundo e ignorándolo no es como van a lograr la Divinidad en la vida. El Matrimandir es un símbolo de esta Verdad. No quiero que se convierta en una religión; me niego con toda mi fuerza. No queremos dogmas, ni principios, ni rituales”.
Tardaron más de 30 años en construirlo. No tiene imágenes, no hay ritos, no hay ceremonias. Me hace pensar tanto en una nave espacial como en una antigua pirámide egipcia. En la recámara interior entran cómodamente cerca de 100 personas. Nos piden que nos saquemos los zapatos y nos dan a cambio unas medias blancas. Al entrar, nos vamos acomodando sobre almohadones en el piso, alrededor del centro, donde hay una esfera de cristal de unos 70 centímetros de diámetro, solamente iluminada por un haz de luz solar que entra desde arriba, entre la penumbra. Todo es blanco: el piso acolchado, las paredes, las columnas, el mármol. Hay un silencio tangible, puedo oír el roce de mi pantalón cuando me muevo, el crujido de mi estómago. Es un lugar que parece estar en otro tiempo y en otro espacio. Tan fuerte es el silencio que siento que pensar hace mucho ruido.
Paso algunos días en Pondicherry, a pocos kilómetros de Auroville. Mucho más urbana pero pequeña, esta ciudad era una colonia francesa en tiempos en que India estaba bajo la autoridad del imperio británico. Ahí se encuentra, todavía, el lugar donde Sri Aurobindo vivió los últimos 40 años de su vida. El ashram abre todos los días para los visitantes, que pasamos a dar una reverencia y a sentarnos en silencio en el patio principal, donde descansan los restos de sus dos fundadores. Mi rutina en esos días gira alrededor de ese lugar. Por un costo bajísimo, unos $20 argentinos, tengo un ticket que vale para tomar mi desayuno, mi almuerzo y mi cena en el comedor: siempre un menú frugal de arroz, verduras, yogur, pan y bananas, que se comparte en silencio con los demás, sentados en el piso o en las mesas. Por la tarde suele haber meditaciones colectivas. El resto del tiempo camino por la ciudad o me siento en las rocas a mirar el mar, donde nunca faltan los adolescentes indios sacándose selfies. Desde el balcón del Park Guest House, donde estoy alojado, puedo ver parte de la playa, donde la gente, desde muy temprano, hace yoga y ejercicios. A veces bajo también cerca de las seis de la mañana: le compro un chai al vendedor que viene con el termo en la bicicleta y me voy caminando por la avenida, que me recuerda un poco a la costanera de algunas ciudades rioplatenses (¿será que siempre tenemos que hacer referencia a lo conocido para sentirnos aunque sea un poquito cerca de casa?).
Probablemente, la experiencia más significativa que me regala la ciudad es la visita al ashram del 5 de Diciembre, donde se conmemora el día en que, como se dice por acá, Sri Aurobindo dejó su cuerpo. Ese día abren para todos las puertas de la habitación en la que vivió durante tantos años de retiro. Hay un silencio tan respetuoso y reverente entre la gente que es inevitable sentirse un poco nervioso al ir subiendo las escaleras. Es difícil explicar la sensación al entrar ahí, viendo aquel sillón de tapizado verde, aquella cama, el mobiliario modesto de su cuarto que tantas veces había visto en las pocas imágenes que el legendario fotógrafo francés Henri Cartier-Bresson le sacó en 1950. En ese momento, sentí que había llegado por fin al polo magnético que había motivado este peregrinaje. Sabía, también, que cualquier destino es el comienzo de otro viaje. Algunos días después volví a Auroville, para pasar una semana más antes de regresar a Mumbai y luego a la Argentina.
Hay otros momentos de plenitud que son menos épicos: una tarde calurosa filmando por los caminos de tierra, subido a una vieja bicicleta inglesa, o alguna mañana desayunando idlis (unos panes de harina de arroz cocidos al vapor que cuando intenté hacerlos en casa no salieron ni parecidos) en el café Le Morgan, mientras leía uno de los libros que compré en el centro de visitantes.
Si hay algo que espero haber aprendido de todo esto, es que, como decía Sri Aurobindo: “Toda la vida es yoga”. No exclusivamente el yoga de posturas físicas y ejercicios respiratorios que comúnmente conocemos, sino el yoga en un sentido amplio: el camino de ampliar nuestra conciencia, de encontrar que somos algo más vasto, insondable, y rendir nuestra voluntad a esa voluntad más grande. Esa práctica está disponible sin necesidad de títulos, ni accesorios, ni proezas visibles. No se limita a los 30 o 40 minutos en los que uno puede sentarse en silencio. Está presente en la conciencia con la que preparamos una comida o subimos una escalera; en la conciencia con la que tocamos un instrumento o pintamos un cuadro o escuchamos a una persona. Está en las orillas del Ganges y está acá, donde termino de dar forma a estas notas, en mi departamento de Parque Chacabuco.
El sueño de una ciudad ideal no es nuevo (pienso en la república de Platón, en la utopía de Tomas Moro), pero quizá los universalismos terminaron siendo eso, “ismos”, soluciones que requerían que toda la humanidad se acomodara homogéneamente a un dogma, a una regla, a una iglesia. Quizá no supimos todavía integrar la libertad y la igualdad. Quizá seguimos metidos en una fisura entre un materialismo ciego y una espiritualidad que muchas veces concibió a un Dios demasiado lejos del mundo. En ese sentido, puedo decir que Auroville me parece un experimento valiente y original. El yoga integral del que habló Sri Aurobindo “no busca la liberación de la vida y la renuncia del mundo en un cielo más allá, sino la transformación de la vida y del mundo”. Y esto se está buscando en un clima de gran libertad y responsabilidad personal. No se trata de una nueva religión, no se trata de una secta profética, ni un nuevo dogma que todos deban aceptar: no hay una tabla de mandamientos ni una receta mágica. Acá cada uno tiene que encontrar en su interior la brújula. La “Madre”, respecto del desafío que representaba todo esto, dijo: “Hay quienes aman la aventura. Es a ellos a quienes llamo y a quienes digo: «Yo los invito a la gran aventura». […] No se trata de repetir espiritualmente lo que los otros han hecho antes, porque nuestra aventura empieza más allá de eso. Se trata de una nueva creación, enteramente nueva, con todos los elementos imprevistos, los riesgos, los peligros que pueda representar, una real aventura, cuyo objetivo es una victoria certera, pero el camino es desconocido y tiene que ser trazado paso a paso en lo inexplorado”.
No se trata, ni siquiera, de encontrar una forma mejorada de organización política, económica o filosófica. Es más, un abrirnos a algo que todavía no conocemos pero estamos llamados a ser. Si Auroville aún está lejos de ser lo que se propone, si no alcanzó su ideal, no creo que sea un asunto para señalar con el dedo. No puedo evitar pensar en Las ciudades invisibles de Italo Calvino, ese libro donde el viajero Gengis Kan le contaba al emperador sus viajes por ciudades imposibles, absurdas, increíbles, muchas de las cuales tenían una sombra, un opuesto que terminaba revelándose como su verdadera cara. Pienso en mi propia sombra, en el pequeño infierno que llevamos en la valija a cualquier paraíso posible: nuestras heridas, nuestras faltas, nuestras pequeñas y no tan pequeñas miserias. Todos estamos en el mismo barco, es esta materia prima humana la que tenemos que trabajar; y lo más a mano que tenemos, lo más genuino para empezar, somos nosotros mismos.
Puedo entender bien el escepticismo, fui pesimista desde que tengo memoria. Pero aunque no me cuesta pensar buenas razones para decir que este mundo fue y será una porquería, que nuestra naturaleza humana no va a cambiar nunca, por otro lado escucho cada vez más fuerte una voz, en alguna parte, que dice: “Y, sin embargo, se mueve”.
LA NACION